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Daniel Goleman: Inteligencia ecológica

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Daniel Goleman Inteligencia ecológica

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Después de los éxitos de Inteligencia emocional e Inteligencia social, Daniel Goleman introduce el revolucionario concepto de inteligencia ecológica: la comprensión de los impactos ecológicos ocultos y la determinación de mejorarlos.Independientemente de que seamos un simple consumidor, el jefe de compras de una empresa o un director de producto, el conocimiento del impacto ecológico de lo que adquirimos, fabricamos o vendemos es fundamental para tomar decisiones más acordes con nuestros valores y, así, influir positivamente en nuestro futuro y en el del planeta.Para los consumidores, la inteligencia ecológica es la llave que nos permite inclinar la balanza del mercado hacia ingredientes, tecnologías y diseños que respeten nuestros valores. Para las empresas, la inteligencia ecológica significa modificar los procesos industriales teniendo en cuenta sus consecuencias medioambientales. Para el empresario del siglo XXI el reto consiste en lograr la transparencia radical del producto. De esta manera, el mundo del comercio puede ir corrigiéndose, no sólo en nombre de la responsabilidad, sino también en el de su búsqueda del beneficio, desbloqueando al fin el viejo antagonismo entre los objetivos de la empresa y los del interés público.Inteligencia ecológica aporta las claves necesarias para convertirnos en jugadores activos en determinar el curso del planeta, de nuestra salud y de nuestro destino común.

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Pero ése es un mero malabarismo que distrae la atención de los compradores sobre el impacto negativo de un determinado producto. Las camisetas teñidas son tan peligrosas como siempre y los donuts “libres de grasas trans” siguen incluyendo grasas y azúcares que disparan la tasa de insulina en la sangre. Y es que, mientras continuemos centrándonos exclusivamente en los rasgos positivos de la camiseta o del donut, seguiremos comprándolas creyendo que hemos tomado la decisión correcta.

El “lavado verde” no hace más que crear la ilusión de que estamos comprando algo virtuoso. Pero lo cierto es que muchos productos, aun pareciendo ecológicamente meritorios, sólo están revestidos de un envoltorio que lo hace “verde”.

Es verdad que cualquier cambio hacia un mercado más verde, por más pequeño que sea, es un paso hacia delante, pero no lo es menos que la moda de los productos verdes sólo es un estadio provisional que jalona el despertar –un despertar, por cierto, impreciso, vago y poco profundo– de nuestra conciencia a los impactos ecológicos de las cosas que com- pramos. La mayor parte de lo que hoy en día consideramos verde no es, en el fondo, más que un espejismo creado por la publicidad. Estamos en una fase en la que basta con uno o dos atributos virtuosos para que acabemos calificando como “verde” a un producto, pero mientras sigamos ignorando simultáneamente sus múltiples impactos negativos, continuará siendo un mero malabarismo publicitario.

Mi camiseta no es la única en ocultar, tras una fachada supuestamente verde, el impacto del producto, porque ésa es la estrategia habitual del lavado verde. Veamos ahora, por ejemplo, los resultados de un estudio de 1.753 afirmaciones medioambientales sobre cerca de mil productos diferentes procedentes de los pasillos de grandes supermercados. 10Algunas marcas de papel, por ejemplo, se centran en un reducido conjunto de rasgos de su proceso de fabricación, como el contenido en fibra reciclada o la ausencia de sustancias blanqueantes como el cloro, por ejemplo, ignorando simultáneamente otras cuestiones de gran importancia medioambiental de la industria papelera, como si la pulpa procede de un bosque sostenible o si el inmenso caudal de agua empleada se depura adecuadamente antes de volver a devolverla al río. Hay impresoras que proclaman a voces su eficiencia energética al tiempo que ocultan el impacto sobre la calidad del aire del recinto en que se encuentra o su incompatibilidad con el uso de papel reciclado o de cartuchos de impresora recargables. Dicho en otras palabras, no fue diseñada para ser verde desde la cuna hasta la tumba, sino para que sólo lo fuera uno de sus atributos.

A decir verdad, hay artículos, materiales de construcción y fuentes de energía relativamente virtuosos. Podemos comprar detergentes sin fosfatos, alfombras que exudan pocas toxinas, suelos de bambú renovable o contratar energía eólica, solar o procedente de fuentes básicamente renovables y concluir, por ello, que hemos tomado la decisión adecuada.

Pero, por más útiles que puedan ser, ese tipo de decisiones pueden aletargarnos hasta el punto de ignorar que lo que actualmente calificamos como “verde” no es más que un primer paso, una estrecha franja de virtud entre decenas de miles de otras que tienen impactos manifiestamente negativos. Es muy probable que los criterios con los que hoy en día juzgamos todas estas cosas sean considerados, el día de mañana, como ejemplos flagrantes de eco-miopía.

«Son muy pocos los productos verdes que se han visto sistemáticamente evaluados para determinar en qué medida lo son –afirma Gregory Norris–. Para ello es necesario llevar a cabo un análisis del ciclo vital, lo que todavía sigue siendo muy raro. Quizá se haya llevado ya a cabo el análisis del ciclo vital de los impactos provocados por miles de productos, pero ésa no es más que una pequeña fracción de los millones de productos que se venden cotidianamente. Además, los con sumidores todavía no se han dado cuenta de la gran interrelación existente entre todos los procesos industriales»… y menos todavía, por cierto, de sus decenas de miles de consecuencias.

«El listón que utilizamos para determinar si un producto es verde o no, todavía es demasiado bajo», concluye Norris. Solemos centrarnos exclusivamente en una sola dimensión, ignorando simultáneamente la multitud de impactos adversos que tienen los artículos aparentemente más virtuosos. El análisis del ciclo vital realizado hasta el momento de una multitud de productos muy diferentes pone claramente de relieve que casi todo lo que se fabrica está asociado al menos, en algún que otro momento de la larga cadena de suministros, a toxinas medioambientales. Todas las cosas fabricadas tienen innumerables consecuencias y centrarnos exclusivamente en un determinado aspecto no cambia todas las demás.

Un editor (que, por cierto, no es el mío) quiso, en cierta ocasión, publicar el libro más “verde” posible. Con ese objetivo, buscó papel que no hubiese sido blanqueado con toneladas de cloro, sino con un método de oxigenación respetuoso con el medio ambiente y trató de compensar la energía utilizada en su producción invirtiendo en granjas eólicas de las reservas de los nativos americanos. Pero no por ello desaparecieron los problemas. «La tinta supuso –según me dijo– un gran problema. Las tintas que suelen utilizarse en la impresión de libros están compuestas por productos sintéticos tóxicos y, cuando todo ha concluido, los rodillos de las impresoras deben limpiarse, para lo cual solían utilizarse agua que acababa en el desagüe. Hoy en día, sin embargo, se intenta recuperar el excedente de tinta, lo que, cuando la tinta es hidrosoluble, resulta relativamente sencillo. Pero, en el caso de las tintas de aceite, los rodillos deben lavarse con disolventes, la mayoría de los cuales son también tóxicos. Y por más que la tinta basada en aceite de soja se haya convertido en una moda como alternativa verde, lo cierto es que sólo contiene un 8% de soja y el resto es tan nocivo como siempre. Yo traté de utilizar tinta de soja, pero para los gráficos necesitaba cuatro colores y sólo tres de ellos cumplían con ese criterio y el cuarto tenía una proporción de aceite de soja inferior al 8%. Todos esos problemas me obligaron a utilizar la única tinta de que disponía y me impidieron, en consecuencia, lograr mi objetivo.»

No existe, pues, ningún producto industrial al que podamos calificar como absolutamente verde. Lo único que tenemos son productos relativamente verdes. La red de Indra nos recuerda que, en algún punto del camino, todo proceso industrial tiene un impacto negativo sobre los sistemas naturales. Como en cierta ocasión me confesó un ecólogo industrial: «Deberíamos abandonar la expresión “respetuoso con el medio ambiente”, porque no hay productos absolutamente respetuosos, sino tan sólo relativamente respetuosos».

El concepto de “cadena de valor”, que se ocupa de determinar el valor añadido en cada uno de los diferentes pasos de la vida de un producto, desde la extracción de la materia prima hasta su fabricación y distribución, soslaya ese aspecto oculto de la industria. Pero esa noción ignora otro aspecto fundamental porque, si bien tiene en cuenta el valor añadido en cada uno de los pasos del camino, ignora el valor sustraído por sus impactos negativos. Desde la perspectiva del análisis del ciclo vital de un producto, la misma cadena puede servirnos para rastrear sus impactos ecológicos negativos cuantificando, en cada uno de los distintos eslabones, sus inconvenientes para el medio ambiente, algo a lo que bien podríamos denominar “cadena de devalor”.

Y esta información posee una gran importancia estratégica porque cada dato negativo del análisis del ciclo vital nos proporciona la oportunidad de revisar –y, en consecuencia, mejorar– el impacto ecológico global del producto. De este modo, la enumeración de las ventajas e inconvenientes de la cadena de valor de un determinado producto nos proporciona un dato muy valioso para tomar decisiones que reduzcan éstos alentando aquéllas.

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