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Daniel Goleman: Inteligencia ecológica

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Daniel Goleman Inteligencia ecológica

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Después de los éxitos de Inteligencia emocional e Inteligencia social, Daniel Goleman introduce el revolucionario concepto de inteligencia ecológica: la comprensión de los impactos ecológicos ocultos y la determinación de mejorarlos.Independientemente de que seamos un simple consumidor, el jefe de compras de una empresa o un director de producto, el conocimiento del impacto ecológico de lo que adquirimos, fabricamos o vendemos es fundamental para tomar decisiones más acordes con nuestros valores y, así, influir positivamente en nuestro futuro y en el del planeta.Para los consumidores, la inteligencia ecológica es la llave que nos permite inclinar la balanza del mercado hacia ingredientes, tecnologías y diseños que respeten nuestros valores. Para las empresas, la inteligencia ecológica significa modificar los procesos industriales teniendo en cuenta sus consecuencias medioambientales. Para el empresario del siglo XXI el reto consiste en lograr la transparencia radical del producto. De esta manera, el mundo del comercio puede ir corrigiéndose, no sólo en nombre de la responsabilidad, sino también en el de su búsqueda del beneficio, desbloqueando al fin el viejo antagonismo entre los objetivos de la empresa y los del interés público.Inteligencia ecológica aporta las claves necesarias para convertirnos en jugadores activos en determinar el curso del planeta, de nuestra salud y de nuestro destino común.

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Son muchos los argumentos a favor y en contra de ambos lados del debate entre las bolsas de papel y las bolsas de plástico. Éstas últimas, por ejemplo, son completamente reciclables, aunque, en el caso de Estados Unidos, sólo se recicla, de hecho, un 1%.

Uno de los estudios pioneros del análisis del ciclo vital, publicado en la revista Science en 1991, fue un análisis de los méritos del papel frente al plástico como componente de los vasos dese chables, un caso que ilustra perfectamente la complejidad de este tipo de comparaciones. 7La fabricación de un vaso de papel, por ejemplo, requiere 33 gramos de madera, mientras que otro de poliestireno sólo emplea 4 gramos de fuel o de gas natural; ambos utilizan muchos productos químicos (cuyo impacto sobre la salud soslaya el análisis); la fabricación del vaso de papel consume 36 veces más electricidad y un volumen de agua (que no olvidemos que contiene tasas diversas de contaminantes como el cloro) 580 veces superior al que requiere el plástico. Por su parte, la fabricación del vaso de plástico libera pentano, un gas que aumenta la tasa de ozono atmosférico y libera otros gases de efecto invernadero, sin olvidar la liberación de metano de los vasos de papel que se acumulan en los vertederos. Y, cuando no limitamos el análisis de los impactos al medio ambiente y tenemos en cuenta sus efectos sobre la salud humana, la cuestión resulta bastante más compleja.

La respuesta más inteligente, pues, a la controversia entre las bolsas de papel y las bolsas de plástico es «Ninguna de las dos. Yo llevaré mi propia bolsa». Ésa es ya una práctica muy común en muchas partes del mundo, donde los consumidores se ven obligados a comprar las bolsas de plástico en los supermercados o a llevar las suyas propias, una costumbre que, por cierto, está extendiéndose rápidamente por todas las tiendas de Estados Unidos.

Pero ¿cuáles son, según el análisis del ciclo vital los impactos de esa bolsa ejemplar?

La empresa de Hindmarch hizo todo lo posible para que sus bolsas se atuvieran a los criterios ecológicamente más responsables: se manufacturaron en fábricas que pagaban salarios justos y no empleaban mano de obra infantil, se compraron carbon offsets [una aportación económica a empresas que reducen las emisiones de los gases de efecto invernadero] para compensar los impactos de fabricación y de distribución y se vendían casi a precio de coste. Hindmarch también trató de utilizar algodón procedente del llamado “comercio justo” (comprado directamente a pequeños agricultores), pero como no pudo encontrar suficiente, tuvo que conformarse con la agricultura orgánica.

Pero el lector todavía ignora lo que el análisis del ciclo vital nos dice sobre los daños provocados al medio ambiente por esa bolsa ejemplar y, en ese mismo sentido, los distintos modos en que podría ser todavía más ejemplar.

NO ES “VERDE”TODO LO QUE LO PARECE

Las bolsas de lona de Hindmarch estaban adornadas con el eslogan «No soy una bolsa de plástico”, parafraseando así el texto « Ceci n’est pas une pipe » [es decir, «Esto no es una pipa»] que acompañaba a la pintura de 1929 del surrealista belga Rene Magritte de una pipa y cuyo título, La traición de las imágenes , subrayaba la idea del autor de que la imagen no es la cosa y de que las cosas no son lo que parecen.

No hace mucho que me compré una camiseta que colgaba en un lugar prominente de una tienda en cuya etiqueta podía leerse: «100% algodón orgánico: toda una diferencia».

Pero ésa era una afirmación simultáneamente verdadera y falsa. Verdadera, porque subraya las ventajas de la renuncia a los pesticidas en el cultivo del algodón, en los que se emplea el 10% del uso mundial de pesticidas. 8Para preparar el suelo en el que las frágiles plantas de algodón puedan arraigar, los trabajadores lo abonan con organofosfatos, venenos que destruyen cualquier planta que pueda competir con el algodón y matan a los insectos que puedan devorarla…, amén de resultar también peligrosos para el sistema nervioso central de los seres humanos.

También hay que decir que, tras ese tratamiento, son necesarios otros cinco años sin pesticidas para que regresen las lombrices, un paso absolutamente imprescindible para la recuperación del suelo. Y todo eso sin mencionar al paraquat, un defoliante que se rocía poco antes de la cosecha y la mitad del cual acaba contaminando los ríos y los campos de las proximidades.

No existe la menor duda, dado el daño provocado por los pesticidas, de la bondad ecológica del algodón orgánico. Pero las cosas no acaban ahí, porque también debemos tener en cuenta sus efectos negativos. El algodón, por ejemplo, es una planta muy sedienta. Sin ir más lejos, para fabricar una camiseta, la planta de algodón requiere cerca de diez mil litros de agua. No olvidemos que fueron precisamente las demandas de agua para irrigar las granjas de algodón de la región las que acabaron convirtiendo al mar de Aral en un desierto. La preparación del suelo, por su parte, también tiene su propio impacto sobre el ecosistema, liberando dióxido de carbono.

La camiseta orgánica que compré estaba teñida de azul oscuro. El hilo de algodón atraviesa un proceso de blanqueo, teñido y acabado que usa sustancias químicas como el cromo, el cloro y el formaldehído, cada una de las cuales resulta, a su modo, tóxica. Y, lo que es todavía peor, el algodón es hidrófobo, lo que dificulta la absorción de los tintes hidrosolubles y aumenta considerablemente el consumo de agua de las fábricas, que acaba en los ríos y las corrientes de agua subterránea. Algunos de los colorantes utilizados en la industria textil son, por otra parte, cancerígenos y los epidemiólogos conocen desde hace mucho la elevada incidencia de leucemia entre los trabajadores de la industria tintorera.

La etiqueta de mi camiseta constituye un ejemplo perfecto de lo que suele llamarse “lavado verde”, que consiste en subrayar selectivamente uno o dos atributos virtuosos de un producto, pretendiendo que no hay en él nada negativo. Pero basta con analizar un poco más detalladamente la camiseta para poner de relieve los múltiples impactos ocultos que revelan que, después de todo, quizás no sea tan “verde” como parece. Y es que, aunque debamos dar la bienvenida a todas esas iniciativas, cuando los impactos adversos de un determinado producto permanecen ocultos, la dimensión “orgánica” sólo representa, en el peor de los casos, una mera estrategia de marketing y, en el mejor de ellos, el primer paso en el camino que conduce a una industria más responsable y sostenible.

Cuando la cadena de comida rápida Dunkin Donuts anunció que sus donuts, cruasanes, bollos y galletas estarían, a partir de entonces, “libres de grasas trans”, la empresa se unió a otras muchas de su ramo en la fabricación de comida un poco más sana. Pero lo cierto es que sólo es un poco más sana, porque la bollería supuestamente “libre de grasas trans” sigue siendo una mezcla antihigiénica de grasa, azúcar y harina blanca. No es de extrañar que, cuando los nutricionistas analizaron los ingredientes contenidos en decenas de miles de artículos de supermercado, descubrieran que la inmensa mayoría de los alimentos etiquetados como “sanos” no lo eran tanto. 9

Desde la perspectiva del marketing , llamar la atención sobre el algodón orgánico de una camiseta o sobre la ausencia de grasas trans de un donut parece conferir al producto un aura positiva. Es evidente, pues, que los anunciantes subrayan una o dos de las facetas positivas de un producto con la intención de nimbarlo de una cualidad que lo haga atractivo para los consumidores. Y es que, como afirma el viejo dicho, «Lo que se vende no es tanto la chuleta, como el chisporroteo que hace en la parrilla».

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