Hablamos de crisis porque no ha sido la reflexión la que nos ha llevado como sociedad a los cambios: hasta el momento hemos optado, y seguimos haciéndolo, por improvisar respuestas a desastres que nosotros mismos hemos provocado, en lugar de prevenirlos. Así, aunque el despertar de la conciencia ambiental ha surgido de múltiples maneras como respuesta natural al amor y el respeto por la naturaleza, la mayor parte de autores sitúan este llamado como respuesta a diversos desastres ambientales.
Estas mismas situaciones son las que, además, ayudan a que el discurso ambiental pase de ser considerado meramente científico a irrumpir en los discursos sociales y políticos, más o menos, desde la década de 1960. Y así se ha logrado, desde los hechos científicos, generar serias críticas en la opinión pública hacia el desarrollo y abrir el camino a la ecología como propuesta política permeando las instituciones en busca de una salida para la crisis ambiental y el reconocimiento a la importancia de un cambio cultural e institucional. Los nexos entre lo social y lo humano son más evidentes que nunca; después de sentirnos dueños de la naturaleza, ahora entendemos que nuestro devenir está aunado al del planeta; la naturaleza, antes distante, se ha vuelto presente, se ha transformado en un importante actor político.
Esta incursión fue generada por hechos heterogéneos que, si bien aislados, tenían dos denominadores comunes: 1) todos eran problemas causados por el desarrollo y 2) todos habían alterado el equilibrio de la naturaleza, con consecuencias negativas tanto para la sociedad como para el ecosistema. León (2007) lista algunos de estos hechos o hitos despertadores de la conciencia mundial : el esmog de Londres y la muerte de 4000 personas a causa de la lluvia ácida (1954); el derrame de 177.000 toneladas de petróleo del buque Torrey Canyon en aguas de la costa sur de Inglaterra (1967); Rachel Carson escribe The silent spring , primera crítica científica a los plaguicidas (1962); Bophal (India) sufre el desastre causado en una planta de la empresa Union Carbide por el escape del gas tóxico metil isocianato, un químico usado para la elaboración del insecticida Sevin, que causó más de 30.000 muertes directas e innumerables indirectas (1984). En la actualidad, temas como el cambio climático o el declive en las poblaciones de abejas también son los detonantes que continúan dinamizando la política internacional y nacional y cuestionando el desarrollo, que, pese a su denominación de “sostenible”, sigue profundizando la problemática ambiental.
Otro punto importante aquí es la forma como los problemas ambientales han logrado que la sociedad civil se movilice —especialmente, los jóvenes— y actúe frente a las propuestas gubernamentales que amenazan el futuro. Ejemplo de esto es el reciente discurso de Greta Thunberg (2019):
Me han robado mis sueños y mi infancia con sus palabras vacías. Y, sin embargo, soy de los afortunados. La gente está sufriendo. La gente se está muriendo. Ecosistemas enteros están colapsando. Estamos en el comienzo de una extinción masiva. Y de lo único que pueden hablar es de dinero y cuentos de hadas de crecimiento económico eterno. ¿Cómo se atreven? Por más de 30 años, la ciencia ha sido clarísima. ¿Cómo se atreven a seguir mirando hacia otro lado y venir aquí diciendo que están haciendo lo suficiente, cuando la política y las soluciones necesarias aún no están a la vista?
Consideremos ahora la discusión ambientalista de las décadas de 1950 y 1960: estas se centraron en el tema fundamental de los límites del planeta y de los recursos que este provee a la humanidad, dado el crecimiento demográfico y la necesidad creciente de consumir mayores niveles de energía y materiales por la propuesta universal del desarrollo, pues el crecimiento económico implica mayores tasas de consumo de materiales (Tamames, 1980). En este escenario se crearon dos posturas definidas, las cuales, aunque con múltiples matices, marcan el imaginario de qué es conservación. Por una parte, los ecologistas partidarios del crecimiento “cero”; por otra, los desarrollistas partidarios de la continuidad del modelo imperante, con la idea de que la ciencia y la tecnología resolverán a futuro los problemas ambientales (Tamames, 1980).
Por lo anterior, se generalizó la idea de que si se quería conservar la diversidad y la funcionalidad de los ecosistemas se debía abandonar el desarrollo. Dicha propuesta generó enormes conflictos
[…] y colocaba a los partidarios de la ecología al margen de las aspiraciones de la mayor parte de las comunidades, especialmente de aquellas de los llamados países del Tercer Mundo, donde las malas condiciones de vida de un gran porcentaje de habitantes se atribuyen a la falta de desarrollo. (Wilches-Chaux, 1997, p. 58)
Se pensaba entonces que los ambientalistas eran enemigos del progreso, y, por lo tanto, de los intereses de las clases más pobres; o, visto de otra manera, que la conservación y la lucha por el medio ambiente eran cosa exclusiva de los países ricos. No obstante, el auge del pensamiento ambiental desde países no desarrollados y las críticas a los ideales del desarrollo y el progreso, como alternativa única para conseguir el bienestar humano, han transformado la visión inicial de la conservación y el ambientalismo como un asunto de “ricos”.
Muchos científicos del denominado “Tercer Mundo” han contribuido a deconstruir esta visión. Entre ellos podemos citar a: Augusto Ángel Maya (colombiano), quien plantea una nueva visión de la relación sociedad-naturaleza; Arturo Escobar (colombiano), con su obra La invención del Tercer Mundo ; Amartya Sen (indio), premio Nobel de Economía en 1998, por su trabajo sobre la economía del bienestar; Manfred Max-Neef (chileno), con su propuesta de desarrollo a escala humana y famoso por su frase “La economía está para servir a las personas y no las personas para servir a la economía”, y, finalmente, Miguel Altieri (chileno), con su propuesta de la agroecología para lograr una agricultura sustentable.
Todos ellos, aunque desde diversas disciplinas y enfoques, convergen al indicar la imposibilidad del desarrollo como se lo ha planteado desde las Naciones Unidas, y, por tanto, sugieren la necesidad de que este ideal se transforme para alcanzar un “real bienestar conjunto”. La crítica central al desarrollo supera el argumento demográfico, y propone, en cambio, que el problema es que este proyecto civilizatorio pretende reproducir en todo el mundo las mismas condiciones de los países llamados “desarrollados”: altos niveles de industrialización y urbanización, tecnificación de la agricultura, rápido crecimiento de la producción material y de los niveles de vida, adopción cultural y educativa de los valores de vida “modernos”, y la consecuente extensión de la tríada de capital, ciencia y tecnología como camino único hacia la paz (Escobar, 1998).
El hecho de que el desarrollo se construya como una solución única para un sinnúmero de realidades diversas, diferentes opuestas y contrastantes, hace que para la mayor parte de las sociedades “no desarrolladas” los costos de dicha estrategia sean enormes. Esto se ha observado desde hace mucho; incluso, por las Naciones Unidas, que en 1951 reunió un grupo de expertos a fin de crear políticas y acciones para el desarrollo económico de los llamados “países subdesarrollados”. En tal documento se reconocen claramente los costos del desarrollo:
Hay un sentido en el que el progreso económico acelerado es imposible sin ajustes dolorosos. Las filosofías ancestrales deben ser erradicadas; las viejas instituciones sociales tienen que desintegrarse. Los lazos de casta, credo y raza deben romperse; y grandes masas de personas incapaces de seguir el ritmo del progreso deberán ver frustradas sus expectativas de una vida cómoda. Muy pocas comunidades están dispuestas a pagar el precio del progreso económico… (Escobar, 1998, p. 20).
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