La referencia a la hechicería y las supersticiones es el lazo vinculante con su dimensión legendaria. En la tradición griega, explica Lukács (1985), los mundos cerrados se asemejan al círculo. Esto expresa su homogeneidad interior. La figura del círculo, forma de la perfección cósmica, tiene la cualidad de que su centro es equidistante en cualquiera de los puntos de su periferia. Existe una certeza absoluta en hallar el centro, siempre con la misma fórmula, desde cualquier lugar del límite. En la fundación pantanosa de La Sierpe, es decir, en el tiempo fundacional fabuloso, los rebaños giraron en torno a ella, sin producir claramente una figura circular. La Marquesita tendría que ser el centro de ese círculo imperfecto.
En La Sierpe legendaria, no en la real, el tesoro más grande –el secreto de la vida eterna (García Márquez, 1985, p. 8)– está oculto en el centro. En una lectura racional, el tesoro debería estar bajo el lecho de muerte de La Marquesita. Habría, así, dos razones para hacer fácilmente hallable el tesoro. Sin embargo, ese lugar se mantiene inalcanzable, y se sabe de él solo por tradición oral (García Márquez, 1985, p. 8).16 En este momento, la leyenda se ha tragado también La Sierpe real, se ha cerrado sobre ella. Por lo tanto,
Ante la imposibilidad de decidir sobre lo que está dispuesto a aceptar como verdad y lo que prefiere considerar como elemento fantástico, el lector acaba por suspender su habitual criterio de realidad y entra de lleno, encantado, en el mundo maravilloso de La Sierpe. (McGrady, 1972, p. 314)
Como lo expresa McGrady en las últimas palabras de la cita, el lector «entra de lleno» en el acto de lectura al mundo narrativo de la leyenda. El pacto de lectura para su mejor comprensión obliga a suspender la racionalidad occidental y a aceptar los códigos de este antecedente del realismo mágico: lo sobrenatural forma parte de la cotidianidad de los habitantes de la ciénaga. En este punto se tiene que La Sierpe es un país dentro del caribe sabanero por dos razones: su lejanía espacial y mental. Ingresar a ese universo implica abrazar sus lógicas, entre ellas, el sincretismo religioso: son católicos creyentes, y no tienen conflicto en adorar «cualquier objeto en el que ellos crean descubrir facultades divinas y les rezan oraciones inventadas por ellos mismos» (García Márquez, 1985, pp. 6-7). El origen de esa heterodoxia se puede ubicar en la persona y símbolo de La Marquesita.
Esa cosmogonía tiene una fuerza centrípeta que es La Marquesita: «Era una especie de gran mamá de quienes le servían en La Sierpe» (García Márquez, 1985, p. 7). Por lo tanto, La Marquesita es el eje articulador principal. Al respecto, Corral (1977) entiende a este personaje como la «isotopía de La Sierpe» (p. 79). La organización social de la sociedad serpeña se debe a la herencia de todos los poderes que, en el tiempo arcaico, cuando vivía La Marquesita, se concentraban en ella, y que están ahora difuminados entre escasas seis familias muy cercanas al poder matriarcal. Esta media docena de herederos no tiene una relación horizontal entre sus clanes, han sido agrupados y jerarquizados dependiendo de las cualidades (importancia) de los poderes otorgados.
Más allá de la representación real maravillosa de la matrona, intento demostrar que su omnipotencia es una fuerza que cohesiona tan estrechamente este pueblo de fábula que lo cierra por su inmovilidad social. Los poderes concedidos por la matrona se siguen heredando linealmente, por castas. Esto hace imposible la democratización de la tenencia de los poderes. En consecuencia, el mundo se cierra en su estructura piramidal, por la cual la historia personal del matriarcado inicial y, posteriormente, de las castas es coincidente o, incluso, legitima la historia «nacional» –claro está, uso este adjetivo en un sentido atrevidamente alegórico y provisional–.
El universo está cerrado también desde la perspectiva en que la historia de la familia es la misma e indivisa de la historia del pueblo. El sentido histórico del pueblo, resultado de un acto de lectura, emana de la esfera privada de La Marquesita y su herencia. Este legado es una suerte de continuidad menos ponente, ya no existe una realización omnímoda, pero de alguna manera garantiza la organización social estática. La inmovilidad es real incluso en el caso de que la familia pueda dilapidar el poder otorgado, como en el caso de la «facultad de caminar sobre las aguas» (García Márquez, 1985, p. 10), perdido por jugarlo a las cartas. Este no se reasigna a otra familia. Esa pérdida no es ocasión para horizontalizar su distribución. Simplemente se desperdicia. Al perderse se va diluyendo la presencia mediada de La Marquesita, pero se conserva, eso sí, su aglutinamiento jerarquizado. Vargas Llosa (1971) explica el fenómeno en función de una ideología feudal –lo afirma para «Funerales», pero es predicable para la crónica–.
Esto sería una constante en varias obras de García Márquez. Vargas Llosa (1971) señala los Macondos –en plural, porque no son exactamente el mismo pueblo– de La hojarasca y «Los funerales de la mamá grande», a los que yo le añado La Sierpe: «La sociedad de hoy es la de ayer y será la de mañana, aunque cambien las personas. Todo se hereda y se lega, la continuidad familiar [y del clan, agrego yo] del vértice asegura la quieta armonía». El peruano continúa diciendo de la matrona, en relación ahora con la fuente primera de estático balance, que «su figura se confunde, desde la perspectiva popular, con la del mismo Dios» (Vargas Llosa, 1971, p. 472). La matriarca de La Sierpe no solo es sustento semidivino para el pueblo, lo es por oficio: tiene el hábito de viajar por toda la región para sanar y resolver afanes económicos a sus protegidos.
Esta evidente actitud señorial, premoderna, se constata por igual en –ahora una figura masculina– el generalísimo de El otoño del patriarca. La Marquesita corresponde a la sumisión o adhesión de sus feligreses con el favor de su protección. Aquí la cerrazón de este mundo se presenta en dos direcciones: una con respecto a abrazar a La Marquesita como una figura divina (dimensión espiritual); otra en relación con la devoción al señorío que encarna la gran mamá (dimensión política).
Las seis castas, ante la ausencia de La Marquesita, son los nuevos hilos cohesionadores. No tan potentes como la fuente original, pero funcionalmente eficaces. Si bien la posesión de los poderes sobrenaturales ahora se reparte en varias manos, eso no repercute en una sociedad menos cerrada. No es necesario que todos los pobladores sean portadores de dichos poderes. No es un mundo habitado por solo (semi)dioses. La Sierpe continúa cerrada en tanto que todos los habitantes de la base de la pirámide se benefician de los poderes por igual. La hechicería para bien y para mal sigue operando. Es una práctica de socialización vigente pero solo válida –sin asombro ni extrañeza– para los serpeños.
Recuérdese al hombre que consultó un médico –de tradición occidental y científica, se entiende– porque le habían metido un mico en el estómago (García Márquez, 1985, p. 5). El enfermo, del inicio de la serie, reaparece justo al final de la segunda crónica17, lo más probable, para morir de la «tremenda peritonitis» de la que fue víctima por «fórmulas fulminantes» de hechicería (p. 14). Aun cuando no se afirme con contundencia que el hombre haya muerto, se puede aceptar que ese fue su destino final. De ser así, se tiene que la ciencia médica occidental del doctor consultado al inicio fue ineficaz para las artes maléficas de La Sierpe. En otras palabras, aceptar ese desenlace, como hipótesis, tiene la sugestiva consecuencia de comprobar, por otros medios, que el mundo legendario es inmune a los conocimientos del exterior. Luego, ese blindaje es signo de su otra manera de ser cerrado. Sus saberes autóctonos no solo son posibles dentro de la cosmovisión idólatra, sino que son ciertos al ponérselos a prueba con la ciencia del afuera. Sus víctimas siguen irreparablemente atrapadas al poder de esa magia. La leyenda se cierra sobre ellos como la misma certeza del maleficio.
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