Fernando López Trujillo - Las FARC

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La historia de Colombia desde su independencia difiere poco de las de sus hermanas latinoamericanas: distribución inequitativa de la tierra, grandes comunidades relegadas a la exclusión, caudillismo, violencia y, en los últimos tiempos, narcotráfico y una actividad guerrillera que lleva cuatro décadas de acción. El logro de este libro es que su autor inserta la ocurrencia y duración del fenómeno guerrillero en las coordenadas históricas colombianas, excediendo lo militar y echando luz sobre datos poco contemplados que esclarecen su existencia y su valor

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Del escaso patriotismo de la clase gobernante colombiana dan cuenta no sólo su tímida reacción frente a la secesión panameña, sino aún más, la extraña teoría elaborada diez años más tarde para compensar psíquicamente la pérdida. Se trata de la llamada tesis de “la estrella polar" que se atribuye a Marco Fidel Suárez, un destacado lingüista de la época. Pretenciosa en la forma, la tesis postulaba:

“Quienquiera que observe el poderío de la Nación de Washington, su posición en la parte más privilegiada de este continente, sus influencias sobre los demás pueblos americanos de los cuales ella se ha llamado hermana mayor, lo atenuadas que en comparación van siendo las de las potencias europeas, y lo insignificantes que en mucho tiempo tienen que ser las de los pueblos asiáticos; [...] Siendo esto así, el norte de nuestra política exterior debe estar allá, en esa poderosa Nación [...] si nuestra conducta hubiera de tener un lema que condensase esa aspiración y esa vigilancia, él podría ser res pice polum- 'mirar piadosamente hacia el Polo'- , es decir, no perdamos de vista nuestras relaciones con la Gran Confederación del Norte."

Más allá de lo discutible de esta formulación, ciertamente ésta ha gobernado la política exterior de la Nación colombiana durante todo el siglo XX, y es posible incluso ver una reafirmación de ella en el siglo XXI.

Oro negro

La forma de ingreso del nuevo amo imperial se realizó mediante la inversión petrolera. Esta industria exige inversiones cuantiosas, fuera del alcance de las atrasadas economías nacionales de los países latinoamericanos. En un comienzo, la legislación respectiva cuidó el principio heredado de la colonia hispana que prescribía que todas las minas “y entre ellas los bitúmenes o jugos de la tierra" pertenecían a la Corona, y, por traslación, al Estado colombiano. Pero los inversores estadounidenses buscaban ser propietarios de los yacimientos y en lo sucesivo abundarán las presiones para cambiar la legislación nacionalista.

Los estadounidenses alcanzarían sus anhelos durante el gobierno de Enrique Olaya Herrera, un antiguo político liberal que fuera embajador colombiano en Washington y propiciara de buen grado todas las intervenciones militares norteamericanas en América Central. Éste impuso la tesis de aprovechamiento máximo del recurso petrolero, y la eliminación de todas las trabas opuestas al desarrollo de la industria. Por supuesto, ni el Estado colombiano ni los particulares de esta nacionalidad contaban con la técnica y capitales requeridos para la explotación. Se propiciaba así la concesión del subsuelo al capital extranjero, con la ambición de obtener de allí alguna participación fiscal.

Sin embargo, por décadas nada avanzaría en cuanto a la explotación de las probadas reservas petroleras colombianas. Entretanto, se desarrollaban ingentes perforaciones en el venezolano golfo de Maracaibo, por lo cual las presiones empresarias ya referidas tenían por objeto asegurarse reservas petrolíferas para el futuro, más que el ingreso en la explotación directa. En veinte años, desde 1931 hasta 1951, Colombia pasó de producir dieciocho millones de barriles a treinta y ocho millones; Venezuela, por su parte, multiplicaba sus ciento dieciséis millones de barriles a seiscientos veintidós millones.

La masacre de 1928

Una expansión más destacada tendrían las plantaciones de banano de la célebre United Fruit Co., que ya a fines del siglo XIX poseía 180 kilómetros de ferrocarril propio y centenares de miles de hectáreas en Santo Domingo, Honduras, Guatemala, Panamá, Cuba, Nicaragua, Jamaica y Colombia.

En Colombia, la “frutera" se adueñó a principios del siglo XX del ferrocarril de Santa Marta, construido por la Colombian Land Company, que trasportaba azúcar y posteriormente banano de sus crecientes plantíos. Hacia 1928, la United obligaba a sus trabajadores a firmar contratos que señalaban la no responsabilidad de la compañía del pago de prestaciones sociales, accidentes de trabajo, descanso dominical y cualquier otro beneficio. Por entonces, la Unión Sindical de Trabajadores del Magdalena presentó un pliego que sintetizaba sus principales demandas, entre las que se destacaban: seguro colectivo obligatorio para obreros y empleados, indemnizaciones por accidente de trabajo, habitaciones higiénicas y decentes para los cosechadores, eliminación de los pagos con vales y de la imposición de los almacenes “de la empresa", liquidación semanal de los jornales y el establecimiento de salas médicas por cada cuatrocientos trabajadores asentados. Acostumbrada a no encontrar obstáculos al despliegue de su omnipotencia, la gerencia de la compañía desconoció íntegramente el pliego presentado. El 12 de noviembre de ese año se declararon en huelga más de veinticinco mil trabajadores.

La patronal de la United Fruit solicitó entonces el apoyo del gobierno, que "solidariamente” ocupó con el ejército la región. El presidente de la Nación, Miguel Abadía Méndez, ordenó incluso que debía ser inmediatamente pasado por las armas “cualquiera" que fuera sorprendido en “actos huelguísticos". Tan celoso de su amistad con la compañía era el gobierno que su delegado en la región, el general Carlos Cortés Vargas, puso preso al inspector nacional de Trabajo, funcionario del mismo gobierno que había declarado legal el paro obrero. El corte de unos cables telegráficos permitió al gobierno declarar subversivo al movimiento. Sin embargo, unos días más tarde, el gobernador del departamento prometió trasladarse hasta la localidad de Ciénaga para mediar en el conflicto.

Una inmensa multitud de trabajadores con sus familias fue a esperarlo a la estación del ferrocarril, con la esperanza de que fueran escuchadas algunas de sus peticiones. Pero el gobernador no apareció y la respuesta la dio el general Cortés Vargas: hacia la una de la madrugada del 6 de diciembre de 1928, el militar ordenó a su tropa ametrallar a la multitud que acampaba en la plaza. No debía ser poco el gentío, porque aunque Cortés Vargas reconoció la muerte de nueve personas, el embajador norteamericano Jefferson Caffery envió un informe a su departamento de Estado donde señalaba que los cadáveres superaban el millar.

La masacre quiso ser ocultada por el gobierno, pero la rápida publicidad de los hechos tornó imposible su objetivo. Jorge Eliécer Gaitán, que comenzaba entonces su carrera política, se constituyó personalmente en la zona bananera y encabezó una comitiva de investigación legislativa. El escándalo conmovió al Parlamento de Colombia que aprobó una ley que ordenaba la revisión de los procesos verbales y anulaba las condenas dictadas por las autoridades provinciales. Desafortunadamente, el desconcierto producido entre los huelguistas por la feroz represión estatal los llevó a negociar en una situación de debilidad. El paro fue levantado rápidamente, aunque lo conseguido distaba enormemente de las demandas contenidas en su pliego de peticiones. Apenas si alcanzaron la mitad del incremento de salarios anhelado, pero ello no significaba poco para estos trabajadores: triunfaba la primera huelga obrera contra una empresa multinacional en Colombia.

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