Ramón Sierra Córcoles - Con ellos aprendí a caminar

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El doctor Ramón Sierra, con una finalidad divulgativa, quiere exponer sus vivencias, hechos a veces profundos que muestran su evolución entre pacientes con dolor. Son historias que serán útiles a otras personas, que podrán ayudar a las familias a encontrar el camino como el autor fue encontrando el suyo.El libro llega avalado por la Asociación Andaluza del Dolor y Asistencia Continuada y por el Ilustre Colegio Oficial de Médicos de Córdoba. Es toda una confesión, con capítulos duros tal y como sucedieron. Así lo vivió y así lo cuenta.

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La atención que recibían todos los enfermos era muy buena, porque todos nos desvivíamos por atenderlos y llevarlos con la mayor dignidad, pero en este caso parecía como si lo sintiese con mayor intensidad, le dedicaba todo el tiempo que podía, hablaba con él y en algún que otro momento le conté chistes o le gasté bromas que provocaron alguna que otra sonrisa. Aunque mi visita era a diario, alguna vez cuando estaba de guardia también me pasaba por la sala al caer la tarde y le hacía un comentario casi siempre jocoso, lo cual agradecía especialmente con una sonrisa.

En cierta ocasión, al terminar mi jornada en el hospital sobre las tres de la tarde, marché a casa para comer y dedicar el resto del día a otras funciones, cuando me encontré con Carmen, que me esperaba sentada en el portal. Me alarmé por la sorpresa, ya que hacía solo unas dos o tres horas que había estado con su marido y se encontraba bien. Como siempre, con su vestido negro, su chal de lana, el pañuelo negro sobre su cabeza cana y un moño anudado en la parte posterior, portando, en esta ocasión, un cesto pequeño de mimbre enganchado al brazo.

—Buenas tardes, Dr. Sierra. Estaba esperándolo.

—¡Hola Carmen! ¿Pasa algo? Vengo del hospital y todo estaba bien, al menos no tengo noticias de suceso alguno.

Y con este último comentario hacía referencia, sin nombrarlo, a su marido.

—¡No!, no es por Juan. Es que me he permitido traerle un pequeño regalo. Sé que es poca cosa y deseo que no se ofenda, pero es que nosotros no somos ricos. No he querido dárselo en el hospital y por eso se lo he traído a su casa.

—Pero mujer, no es necesario nada. Y además, por qué no ha llamado a casa y me hubiese esperado dentro.

—Verá Ud., es que me ha dado vergüenza y he preferido esperar en las escaleras a que llegara.

Abrió seguidamente la cestilla de mimbre y extrajo del interior un “algo” envuelto en papel de periódico. Lo desplegó y apareció el contenido que ocultaba: tres mantecados.

—Dr. Sierra, espero que le gusten. A Juan y a mí nos haría mucha ilusión.

Me emocioné como creo que lo podría haber hecho cualquiera y le pedí que nos sentáramos en uno de los escalones.

—Carmen, no se puede hacer idea de cómo me gustan los mantecados. No se lo diga a nadie, pero es que soy muy goloso y en casa casi no me permiten tomar de estas cosas para no engordar y cuando lo hago siempre es a escondidas. Lo que no sé es como ha podido conseguirlos en el mes de mayo.

Nos sentamos los dos en la escalera y le ofrecí uno a ella que rechazó, yo me comí el segundo y guardé los otros dos. El mejor mantecado de mi vida. Cosas difíciles de olvidar.

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