Por lo tanto: ¡fuera pasteles!, ¡es la guerra! Preparémonos para ella o no habrá dosis de insulina suficiente para sobrevivir.
Lo que sigue ahora es asistir a un incendio. Cada capítulo, con su consejo rector, trata de aportar algo de madera para quemar esta escuela tan dependiente de planes y protocolos. Hay que esperar a que el fuego discrimine, y hay que tratar también de invocar a la lluvia para que las llamas no prendan en todo. Hay que salir del foso, hay que abandonar el bloqueo.
Si conseguimos que arda y luego que llueva, igual la desviamos de la catastrófica vía en la que se encuentra y logramos que de nuevo cielo y tierra se abracen.
Todo el mundo puede traer su fuego y su agua, todo el mundo puede poner en marcha, de modo urgente, su creatividad y su receptividad. Sólo esta comunión podrá salvar a nuestra malherida escuela. De no hacerlo, el peligro que habremos de afrontar en un futuro no muy lejano puede ser de proporciones apocalípticas.
EL PARADIGMA DE UNA PAJA AL DÍA
Cuando a un ser humano se le atosiga con actividades que siente como inconexas, el que acaba desconectándose es él mismo, y entonces cualquier cosa es esperable.
Un ser humano desconectado se autodestruye. La autodestrucción es un camino inconsciente hacia la reconexión. La forma de autodestruirse de los adultos es, por regla general, distinta a la de los jóvenes; el resultado de la destrucción, sin embargo, es idéntico. Por desgracia rara vez se alcanza la conexión por esta vía y hay veces que cuando se alcanza es ya demasiado tarde. No consintamos la desconexión.
Voy a hacer una composición de lugar sin aportar cifras, que las hay, para no desviarme en exceso de lo que quiero lograr con este primer capítulo. Voy a transcribir una conversación que considero paradigmática, mantenida entre el profesor que esto escribe y un alumno (de unos quince años).
Después de unos diez años impartiendo clases de Filosofía, Antropología y Psicología en un oasis minúsculo, llegó el fin. ¿Por qué era un oasis? Porque era un pequeño lugar con sólo alumnos de bachillerato.
Además de con palmeras datileras y agua fresca, un oasis también se logra en cualquier espacio en el que se pueda permanecer algunas horas de silencio relativo, es decir, donde de ninguna forma se divisen alumnos de la ESO (la Educación Secundaria Obligatoria y el silencio son incompatibles). Con todo, el duro desierto también puede resultar bello.
Escenario:
Tras una fusión 1 de institutos me han destinado a un centro educativo con todos los monstruos dentro. Al convertirse en un macrocentro público, los «malotes» de la zona, que antes estaban diseminados, se han concentrado en un mismo lugar, contraviniendo una de las pocas certezas que tienen muchos psicólogos y diría que todos los profesores. ¿Hacia dónde apunta esta certeza? Cuando se coloca a uno de estos «malotes» en un grupo de adolescentes «responsables», es mucho más fácil que la convivencia empeore y, en consecuencia, disminuya la «responsabilidad». Esto es algo que a los bienintencionados pedagogos —¿qué tendrán, por cierto, los pedagogos, para ser siempre tan absurdamente bienintencionados?— les cuesta mucho ver.
Los alumnos desmotivados, y por ello muy ruidosos, son mayoría cuando se sienten una «minoría» y ya se sabe que el ruido siempre gana al silencio en la batalla por la presencialidad. Sólo cuando no llegan a sentirse una «minoría»y permanecen como individuos aislados pueden pasar desapercibidos.
El asunto es que nuestro nuevo centro ha decidido crear esta «minoría» selecta que está destinada a crecer año tras año (se da la circunstancia de que este tipo de estudiante es el que más años pasa en el centro. Muchos de ellos agotan todo plazo posible. Nuevas camadas se irán uniendo a las veteranas).
¿Qué hace la comunidad educativa, es decir, nosotros y nuestros jefes, ante este problema? Creamos nuevos planes de estudio. Y advierto: tan importante es que sea «plan» como que sea «nuevo». De hecho, sospecho que es más importante que sea «nuevo» a que sea «plan».
Dicho lo cual añado que tengo la firme convicción de que una buena forma de meter la cabeza debajo de la tierra es tener nuevos planes de estudio:
• Nuestros jóvenes cada vez están más gordos: pongamos una hora más de educación física a la semana.
• Nuestros jóvenes no saben leer: pergeñemos un absurdo plan de lectura.
• Nuestros jóvenes se drogan (mucho): impartamos dos divertidas charlas de prevención al año (con las sillas bien dispuestas en círculo).
• Nuestros jóvenes (drogados) conducen a lo loco: exijamos asistencia obligatoria al salón de actos a la periódica y cruda charla de educación vial.
• Nuestros jóvenes son porno-consumidores: ofrezcamos un cómodo pack del programa de educación sexual (con las sillas bien dispuestas en círculo).
• Nuestros jóvenes sufrirán los efectos del cambio climático: escribamos, esta vez los profesores, una línea en las programaciones curriculares diciendo que utilizaremos poco papel y que siempre será reciclado.
• Nuestros jóvenes son sexistas: hagamos ambiciosos planes transversales de coeducación que se visibilicen con multitud de pegatinas y manifestaciones no mixtas en el patio, siempre en los dos días señalados en el calendario.
La lista con las taras potenciales que rondan a «nuestros jóvenes» es larga y, según pasen cosas y adquieran la suficiente notoriedad en los noticiarios, se renueva continuamente. Cuántas veces no oiremos eso de «se debería de enseñar X en la escuela como asignatura fundamental».
A la vez que van asomando las taras, muestran el hocico sus correlatos preventivos:
• Urge educación financiera o tal vez geopolítica.
• Se necesita prevención frente al juego. O tal vez…
• Nuestros estudiantes necesitan conciencia constitucional, europea, cósmica…
Lo que haga falta, ¡da igual! El plan de estudios siempre estará presto. Y, podemos estar muy tranquilos, porque quien lo redacte también.
El objetivo principal parece consistir en dar acuse de recibo escolar a la tara social y sellarlo con un absurdo «misión cumplida», sin cumplir absolutamente nada.
Luego, power-point mediante, cualquier experto nos formará convenientemente ante la novedad. Y siempre sabremos, mientras nos formamos, que ni se va a leer más, ni se van a dejar de comer napolitanas baratas a la entrada de los hipermercados, ni se va a dejar de consumir porno, ni se va a arreglar eso que se pretende arreglar al convertirlo en asignatura o en charleta quincenal.
Lo que sí hace un buen plan de estudios es mostrar cuáles son nuestras vergüenzas sociales, contradicciones, que dirían los marxistas. Quien trabajando en la escuela crea que la institución puede con todas estas vergüenzas, está dando demasiada importancia a su trabajo. Si quien lo cree no pertenece al gremio de educadores está excusado por su inocencia. Desgraciadamente tampoco podemos descartar esta inocencia en la arrogancia del que trabaja en la escuela. Y eso sí que es peligroso, como veremos.
Y dicho esto último, me pregunto: ¿hacia qué vergüenza se apunta cuando desde primero de la ESO hasta cuarto nuestros guías imponen una clase de una hora semanal con el pomposo título de Valores Éticos?
Existe una famosa anécdota de Tolstói, contada por el filósofo italiano Norberto Bobbio. Durante una marcha el escritor ruso apostrofa a un sargento que maltrata a un soldado con un ¿Es que no conoce el Evangelio? A lo cual el sargento replica: Y usted, ¿no conoce el reglamento militar? Julien Benda, dice el mismo Bobbio, comenta la anécdota con las siguientes palabras:
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