QUÍMICA ROSA
KATIE ARNOLDI
QUÍMICA ROSA
Traducción del inglés de
Marta Díaz Rodríguez
Título original: Chemical Pink
Ilustración de cubierta: Cecilia G.F.
Diseño de colección: Cristal Reza
Fotografía de solapa: Jason Dunsmore
Chemical Pink, © 2001 by Katie Arnoldi
© De la edición en castellano: Bunker Books, 2019
© De la traducción: Marta Díaz Rodríguez, 2019
Bunker Books S.L.
Cardenal Cisneros, 39, 2º - 15007 A Coruña
www.bunkerbooks.es
Los personajes y situaciones que aparecen en esta obra son ficticios.
Cualquier parecido con personas reales, vivas o muertas, es pura coincidencia.
Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, http://www.cedro.org) si necesita algún fragmento de esta obra.
ISBN: 978-84-120978-8-7
Depósito legal: CO 1433-2019
Dedico este libro al amor de mi vida,
Chuck Arnoldi, y a
Jamie Thompson Stern, una amiga de verdad.
UNO
El recuerdo de May
Para Charles había sido una gran satisfacción deshacerse de la bañera verde de mármol italiano, de los apliques dorados y el inodoro de porcelana verde pálido con su bidé a juego, e instalar espejos en ángulo, una intensa iluminación cenital y, en el centro de la habitación, una plataforma de posado de casi dos metros cuadrados. Había convertido el santuario de su madre en un templo del culturismo y había hecho instalar una vitrina a medida para guardar los fármacos de May. El mobiliario se completaba con un pequeño frigorífico para las hormonas de crecimiento y un sofá cama donde podían relajarse juntos.
Encendió la luz. La sala y los espejos estaban limpios. La señora Johns seguía manteniéndolo todo igual aunque Charles ya apenas entraba en esa estancia. Abrió la puerta de cristal de la vitrina y allí estaban, perfectamente dispuestos y clasificados por orden alfabético, todos los antiguos fármacos de May. Aldactone, Anadrol, Anavar, clembuterol, Cytomel, Deca-Durabolin, Halotestin, humulina R y humulina N, Lasix, Nolvadex, parabolano, Primobolan en acetato, Primobolan Depot, propionato de testosterona, Winstrol. Aunque algunos habían caducado, Charles no era capaz de tirarlos. También guardaba las diferentes cremas depilatorias, las esponjas vegetales que utilizaba para exfoliarla y eliminar el abundante vello corporal, la toallita de yute con la que le limpiaba el rostro, las pomadas antibióticas para las espinillas de la espalda y de la cara interna de los muslos y la amplia variedad de hormonas tiroideas sintéticas que habían usado al final para revertir o borrar los tristes efectos de su aventura polifarmacéutica.
May había sido una estrella. Era preciosa, brillante y colosal. Los jueces la adoraban; había sido portada de todas las revistas. Si hubiesen parado a tiempo, ahora sería una campeona. Nadie le habría podido hacer frente.
Cuando se le enronqueció la voz, que acabó por volverse grave, ninguno de los dos se había sorprendido. Todas las profesionales tenían la voz profunda y a Charles le resultaba sexi. Por las noches, se tumbaba cómodamente con la cabeza en su regazo y le hacía leer extractos de sus memorias económicas. Cerraba los ojos y vislumbraba su éxito.
La piel se le endureció y volvió áspera; los poros se abrieron e hicieron visibles. Charles gastó un dineral en cremas exóticas en un intento de recuperar algo de suavidad. May lo llevaba con deportividad, destacando lo bien que su nueva piel mantenía el bronceado. Ninguno se planteó bajar el ritmo ni dar marcha atrás.
Charles consultó a varios expertos cuando se le empezó a hipertrofiar el clítoris. A May le preocupaba que le creciese y que él acabase por no encontrarla atractiva. Los médicos confirmaron que los efectos secundarios de virilización que acarreaban los esteroides anabolicoandrogénicos eran irreversibles. Pero resultó que a Charles le resultaba incluso más fascinante. Su minipene, incipiente y duro, le imponía. Cuanto más le crecía, más crecía también la devoción de él, y ella, por su parte, admitía que ahora llegaba a excitarse más.
May ganaba cuanto concurso había. Recibía ofertas para posar por todo el mundo; no dejaban de llamarla para protagonizar sesiones fotográficas y le dieron una columna de preguntas y respuestas en la revista Flex Magazine, que en realidad era Charles quien escribía.
Se hizo más grande, más fuerte y mejor.
Durante muchos meses, su hirsutismo fue llevadero. Le salió un vello rubio en la espalda y los hombros. Charles recordaba meterse junto a ella en la bañera con tres o cuatro cuchillas desechables a mano. Le enjabonaba aquellas partes con suavidad y luego la afeitaba delicadamente para eliminar el jabón y el vello. Después del baño, untaba en aceite su cuerpo resbaladizo y se quedaba maravillado ante el brillo de su piel. Pero el vello fue haciéndose más fuerte y los folículos se le infectaban cuando el pelo crecía hacia dentro hasta formar granos enormes. Ahí empezaron a usar cremas depilatorias que Charles le aplicaba y retiraba con una esponja para dejarle la piel impoluta, y también encontraron una facial, más suave.
May era famosa. Resultaba esencial que estuviese en forma todo el año a fin de mantener el nivel de grasa corporal muy por debajo del nueve por ciento incluso fuera de temporada. Tomaba Cytomel para acelerar el metabolismo y así preservar su delgadez, y diuréticos para evitar la retención de líquidos. El tratamiento hizo efecto durante casi dos años y luego dejó de funcionar. Por más que lo intentase, Charles no encontró nada que estimulara su tiroides; el metabolismo se le paralizó y ella se hinchó como una morsa. Él, impotente, no pudo más que mirar cómo engordaba hasta la enormidad, cómo se le espesaba la barba, cómo se le endurecían las facciones. Le aseguró que no tenía importancia, que él la seguía queriendo. Daba igual que no volviese a competir, y lo decía de corazón. Pero May no se soportaba a sí misma ni soportaba las atenciones de Charles. Se negó a volver a verlo y regresó a Florida. Charles siguió enviándole generosos cheques mensuales con sus cartas; May los cobraba, pero nunca respondía.
Charles
Liz Movino tenía un físico glorioso: hombros inmensos, cintura caprichosamente estrecha y una región glútea completamente redondeada que a Charles le quitaba el sueño.
Eran las nueve y media de la mañana. Liz solía llegar a las diez y Charles debía estar en la recepción cuando lo hiciese. Había decidido que era la elegida. Su sexto proyecto. Una gran promesa.
Charles se puso el chándal de nailon negro, se sentó en su taburete de pata de elefante y se calzó unas deportivas blancas de lona con calcetines también blancos a estrenar. Se metió en el baño, se quitó las gruesas gafas de carey y se lavó enérgicamente la cara, pálida y pecosa, con jabón de avena y agua caliente. Se secó, volvió a ponerse las gafas y se enjuagó la boca con Listerine, a la antigua. El pelo, que llevaba muy corto, cada vez era más escaso y apenas requería atención. Se echó manteca de cacao en sus finos labios marrones y salió hacia el coche a toda prisa. Eran las diez menos veinticinco.
Se deleitó con el frescor de aquella mañana soleada y se estremeció de emoción al sacar el coche por el camino de acceso. Este iba a ser un nuevo comienzo, el principio de una relación gloriosa.
May había sido la primera. La hermosa May, fuerte, rubia y tan cariñosa. Apenas había necesitado que la instruyese. Lo entendía. Le había agradecido mucho que le consiguiese el apartamento y le pasase aquella asignación; ya podía dejar la lucha libre y centrarse en el culturismo. May, con sus capas majestuosas y sus biquinis deslumbrantes. Nunca nadie había hecho sentir así a Charles. Tan fuerte, tan poderoso. Amaba a May y, tras su marcha, lo embargó la tristeza. Aún la extrañaba.
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