Dejó las bandejas en el suelo y sacó cuidadosamente el bodi con corsé y capucha de color crema, su disfraz de gusano de seda. Hacía años que no se lo ponía. Lo reservaba para ocasiones especiales y solo con verlo se animaba. Se consumía de impaciencia por ver aparecer a Aurora. Lo llevaría puesto a su llegada, tumbado en el suelo del vestíbulo. Cuando llamara al timbre, le diría que pasase. Ella abriría la puerta y allí estaría él, en el suelo, retorciéndose, serpenteando quizá. Aurora lo pisaría con sus peligrosos zapatos y él le suplicaría que no lo aplastase. Dejaría encendida la cámara que tenía escondida junto a la puerta y así más tarde podrían disfrutar del episodio una y otra vez.
Cuando volvió a la casa, sonaba el teléfono. Le alegraba oír la dulce voz de Aurora, la fantasía había comenzado. Pero entonces ella le contó que Amy no se encontraba bien y tenía que quedarse en casa.
—¡Aquí es donde tienes que estar! —gritó él.
Aurora no dijo nada.
—¿Me has oído? —chilló por el auricular.
—Está enferma —dijo Aurora con tranquilidad—. No la puedo dejar sola.
—¿Qué le pasa?
—Tiene mucha fiebre, vómitos y diarrea.
—Esto no me gusta nada. —Dio un pisotón.
—Lo siento —dijo Aurora.
Charles colgó el teléfono. Dobló el traje con cuidado sobre la mesa de la cocina, volvió a llevarlo al garaje, lo guardó y cerró el arcón. Subió y dejó la llave en la caja fuerte; luego se desvistió, se metió en la cama e intentó dormirse.
El día siguiente
Charles no estaba desayunando junto a la ventana cuando Aurora subió por el camino de acceso a la hora de siempre. Se detuvo frente a la puerta de entrada y se recolocó la minifalda de vuelo y lunares de tafetán rojo y negro para que la cremallera quedase justo en la parte de atrás. Llevaba dos coletas recogidas con dos trozos de lana gruesa de color rosa. Charles había insistido en que se pintase pecas marrones en la nariz y las mejillas. No estaba precisamente adorable. Se acuclilló para subirse los calcetines blancos tobilleros y doblarlos por encima de los zapatos de colegiala. Las bragas no formaban parte del disfraz, por lo que se las había quitado en el coche y ahora tenía que agacharse con cuidado flexionando las rodillas. Las instrucciones de Charles habían sido muy precisas. Pulsó el timbre y aguardó. Nada. Llamó a la puerta y probó a abrirla con el pomo, pero estaba cerrada con llave. Charles la había citado a las diez. Volvió a llamar al timbre y entonces oyó pasos.
Aurora se puso de espaldas a la puerta cuando oyó el pasador deslizarse. Se inclinó hacia delante y se subió la falda, exhibiéndose, y, al oír que se abría la puerta, exclamó con voz bien alta:
—Observa, estoy fresca y rosada. Me he pasado toda la mañana frotándome para deshacerme del insoportable hedor.
Aurora se preparó, anticipándose a la reacción de Charles.
—Usted debe de ser Aurora —exclamó una voz de mujer.
Aurora se volvió y vio a la señora Johns. Estaba allí de pie, delgada y frágil, con su uniforme de ama de llaves de nailon blanco, medias de descanso color carne y zapatos blancos de enfermera. Su cabello era corto y gris, y su boca, una línea arrugada que ocultaba los labios en un gesto de desaprobación.
—Charles no se encuentra bien. Me ha indicado que le diga que tiene lo mismo que Amy. —Comenzó a cerrar la puerta—. La llamará cuando esté listo.
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