Preparados
La casa de Charles estaba sobre una colina, en un bosque de viejos eucaliptos limón de gran altura. Tenían el tronco muy blanco y suave y, donde las ramas se curvaban, la corteza se apelotonaba y se arrugaba como si de piel se tratase. Algunos de aquellos troncos se bifurcaban en gruesas extremidades que se asemejaban a unas piernas. A Charles le gustaba sentarse en el jardín y admirar sus árboles; le gustaba apretar las mejillas y las manos contra los troncos para sentir su frescor, le gustaba raspar la blanca corteza con una navaja simplemente para ver la pulpa verde y cruda de su interior. Cuando le hacía un corte así a un árbol, le dejaba una cicatriz permanente y, aunque no era muy a menudo, todos llevaban su marca.
La enorme casa de madera estaba pintada de un tono marrón intenso. Tenía un tejado de color oscuro, vigas de un tamaño considerable y pesadas puertas de madera. En los dormitorios del piso de arriba había balcones de forja y desde la mayoría de las estancias se veía el océano. Charles llevaba toda la vida allí; cuando murió su madre, cinco años atrás, tiró las fotos de familia y le dio a la señora Johns, el ama de llaves, la mayor parte de la ropa de la difunta. Regaló la cama y los muebles de su dormitorio y convirtió la habitación en un almacén. Vendió sus joyas, incluso las de la familia. Hizo limpiar los muebles y desodorizar los cojines para eliminar el olor de su madre de la casa. Cogió sus cuadros y los donó a un museo. Pinturas de mujeres inglesas de aspecto anodino, que posaban sobre el seno unas manos frágiles y delicadas y tenían la mirada perdida en el espacio, o valles ingleses, con arroyos, árboles y flores, y enormes barcos de vela con el capitán al timón. Revendió las sillas del comedor isabelino al anticuario y donó los libros a la biblioteca que llevaba el nombre de su madre. Tiró todo el chutney, las galletas y la fruta en conserva que había en la despensa y también toda la comida del congelador.
—¿Le sirvo hoy la comida en el jardín? —preguntó la vetusta señora Johns cuando entró Charles.
—Estaría muy bien, gracias.
Charles pasó junto a ella a toda prisa y subió las escaleras traseras.
Las estanterías de su habitación cubrían por completo la pared que daba al este, del suelo al techo. Aquí guardaba su colección de revistas de culturismo: todos los números de todas las revistas estadounidenses, europeas y japonesas de los últimos cinco años. Las de años anteriores las almacenaba en la antigua habitación de su madre. Sacó los números de octubre y noviembre de 1995 de Women’s Physique World y Muscle Mag y no tardó en encontrar los artículos dedicados al Campeonato de los Estados Sureños. Allí estaba: Jeanine Johnson, la ganadora de pesos pesados y vencedora absoluta del certamen, con su biquini de competición amarillo chillón. Jeanine, ahora Aurora, en una pose de frente, doble bíceps con la pierna derecha estirada hacia un lado y sus fabulosos tríceps activos y expandidos. Una pose de perfil, caja torácica, de antes de ponerse los implantes de mama, gracias a los cuales ganaba simetría. A Charles le sorprendía no haberse fijado en ella antes, con lo espléndida que era. Pasó otra hora ojeando revistas en busca de más información sobre Aurora, pero encontró muy pocos artículos; solo halló un par de descripciones en las que se hablaba de sus técnicas de entrenamiento, así como una entrevista, en la que ella no mencionaba a su hija. Al parecer no competía desde 1995. Probablemente se había concentrado en ganar masa y, por lo que había visto en la playa, ahora era bastante voluminosa. Apiló las revistas con mimo en su mesilla de noche, se duchó y se vistió para el almuerzo.
Charles siempre había sido endeble y tenía el estómago delicado. De pequeño era alérgico a la lactosa, los frutos secos, el marisco y el trigo; ahora ya toleraba la lactosa y el trigo, pero el marisco y los frutos secos le daban urticaria. A menudo estaba estreñido y con que la comida fuese un poco picante ya le entraban ardores, por lo que tenía que cuidar mucho su alimentación.
Ese día, para comer, la señora Johns había preparado crema de zanahoria con pan tostado en porciones, ensalada de pollo con cama de lechuga mantecosa y, de postre, rodajas de plátano con su compota de ciruela recién hecha. Charles se metió la servilleta en el cuello de la camisa, como siempre que comía solo. Vouvou, su jadeante bulldog inglés, salió al jardín y se sentó junto a su silla babeando y suplicando. Charles tocó la campanita de plata que reposaba junto al vaso para llamar a la señora Johns.
—Tráigale un cuenquito de pollo a Vouvou, por favor. Tiene mucha hambre.
Una redecilla caoba mantenía en su sitio el quebradizo cabello gris de la señora Johns. Llevaba toda la vida trabajando para la familia de Charles, primero como niñera y después de ama de llaves. Ahora venía tres veces por semana a limpiar la casa. Puso las manos, retorcidas y llenas de manchas, en sus huesudas caderas y negó con la cabeza.
—Esta perra está muy gorda.
—Solo un cuenquito.
Charles tomó un sorbo de agua y acarició a Vouvou en la cabeza.
La señora Johns suspiró, entró tambaleándose en la casa con sus andares pausados de esqueleto y regresó con una pechuga de pollo troceada para Vouvou. Charles puso la comida de la perra al lado de su silla y se comió el almuerzo.
Ya
Eran las cuatro y media de la tarde y Aurora aún no había llegado al gimnasio. Charles empezaba a cansarse de la bicicleta estática. Estaba sudando, y eso que no la había encendido. A su lado, salpicando todo el suelo de sudor, estaba Baron Hacker, El Murciélago. En todas sus fotos promocionales salía con capa y máscara de Batman; tenía el logotipo pintado en el cinturón de pesas, en la bolsa del gimnasio y en el coche y a menudo se lo veía con capa negra. Baron llevaba los cascos puestos y cantaba en voz alta, desentonando. De vez en cuando movía los brazos al ritmo de la canción o hacía que tocaba una compleja batería invisible, regando con su sudor a Charles y toda la zona que quedaba a su alrededor.
En el piso de abajo empezaba a amontonarse la gente que salía de trabajar. Flacas secretarias con mechas en el pelo —vestidas con mallas acampanadas a rayas, deportivas de plataforma y tops a juego— y con una gruesa capa de maquillaje y labios oscuros, se entremezclaban con jóvenes ejecutivos que mostraban principios de alopecia y se paseaban llevando mallas de ciclista por debajo de los pantalones cortos de baloncesto, así como gorras de béisbol y deportivas a la última. Aquellos jóvenes profesionales gritaban, se abrazaban y se daban palmaditas en la espalda. Tíos blancos que se llamaban entre sí «hermano» y «G»1 . Era gente corriente con la actitud impostada de los deportistas de élite. A Charles no le interesaban en absoluto y estaba a punto de marcharse cuando vio entrar a Aurora, toda vestida de blanco. Fue como una aparición. Se bajó de la bicicleta y fue a la zona de musculación, en el piso de abajo, para apreciarla mejor. Ella estaba junto a la máquina de polea alta, poniéndose los guantes, cuando él se le acercó.
—¿Aurora Johnson?
—Sí —contestó con una sonrisa.
Charles se quedó encantado al ver que era aun más guapa en persona. Tenía unos bonitos labios carnosos, una nariz delicada —casi aristocrática— y una hermosa dentadura blanca y bien alineada. Y encías sanas.
—Charles Worthington. —Le tendió la mano—. Llevo tiempo siguiendo tu carrera.
—Gracias. —Estrechó su mano apretándola con tanta fuerza que hasta le hizo algo de daño.
—Estuviste sensacional en el Campeonato de los Estados Sureños. —Le soltó la mano con suavidad.
—Tuve suerte. —Bajó la mirada tímidamente y se ajustó la correa del guante a la muñeca—. Aquí hay mucha más competencia.
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