Emily Mandel - El hotel de cristal

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Una novela cautivadora sobre el dinero, la belleza y los fantasmas del pasado.Vincent es camarera en el hotel Caiette, un palacio de cristal y madera de cinco estrellas en la isla de Vancouver, donde su madre desapareció cuando ella era una niña. El dueño del hotel, Jonathan Alkaitis, le da una propina a Vincent y eso marca el inicio de una vida juntos. Sin embargo, la aparición de un inquietante mensaje en el ventanal del hotel pondrá en peligro la felicidad de la nueva pareja.Trece años después, la misteriosa desaparición de una mujer en alta mar se entrelaza con el descubrimiento de una estafa piramidal y arrastra las vidas de Vincent y Alkaitis a un remolino que ninguno de los dos podrá controlar y donde nada es lo que parece.Entre barcos, rascacielos de Manhattan y la naturaleza salvaje de la isla de Vancouver, los personajes se mueven como fantasmas en este deslumbrante retrato de la codicia, la reconciliación con el pasado y la búsqueda del sentido de la vida en un mundo caótico. La nueva novela de la ganadora del Arthur C. Clarke y finalista del National Book Award y el PEN/Faulkner Award. «De una misteriosa originalidad. Una ficción literaria soberbia.» The Washington Post"Mandel planta su literatura en el cruce entre la realidad y la fantasía." The New Yorker"Un relato cautivador sobre vidas interconectadas." People"Una novela bellamente escrita y construida, llena de momentos memorables y personajes excepcionales." Kristin Hannah"Un libro deslumbrante y absorbente cuyos puntos fuertes son su vitalidad desbordante y el propio alcance de la novela." The Economist"Una novela ingeniosa y cautivadora." Publisher's Weekly"Mandel despliega una prosa luminosa." Kirkus Reviews

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Un extraño recuerdo: de pie al lado de la orilla en Caiette cuando tenía trece años, con mi cámara de vídeo nueva, excitante y extraña en mis manos, grababa las olas en intervalos de cinco minutos y, mientras grababa, oí mi propia voz susurrar: «Quiero ir a casa, quiero ir a casa, quiero ir a casa», aunque ¿dónde está mi casa si no está allí?

5

¿Dónde estoy? Ni dentro ni fuera del océano, ya no siento el frío ni nada más, soy consciente de la frontera, pero no sé de qué lado estoy y parece que puedo moverme por entre los recuerdos como si pasara de una habitación a otra…

6

«Bienvenida a bordo», dijo el tercer oficial la primera vez que me subí al Neptune Cumberland . Cuando lo miré, algo me llamó la atención, y pensé: «Tú…».

7

Se me acaba el tiempo…

8

Quiero ver a mi hermano. Lo oigo hablarme, y mis recuerdos de él se agitan. Me concentro mucho y, de repente, estoy de pie en una calle estrecha, en la oscuridad y bajo la lluvia, en una ciudad extranjera. Un hombre está inclinado en el umbral de una puerta frente a mí, y llevo diez años sin ver a mi hermano, pero sé que es él. Paul levanta la mirada y tengo tiempo de fijarme en que su aspecto es horrible, raquítico y desmañado, y él me ve, pero entonces la calle parpadea y se apaga…

2. Siempre voy hacia ti

1994 y 1999

1

A finales de 1999, Paul estudiaba finanzas en la Universidad de Toronto, y eso debería haberle parecido un triunfo, pero todo estaba mal. Cuando era más joven había supuesto que se licenciaría en composición musical, pero durante un bache hacía un par de años habían vendido su teclado y su madre no quería ni pensar en unos estudios que no fueran prácticos, y tras varias rondas de rehabilitación bastante costosa tampoco podía echarle la culpa, así que se había apuntado a clases de finanzas con la teoría de que se trataba de una orientación práctica y de una adultez impresionante («¡Mírame, estudiando mercados y movimientos financieros!»), pero el único fallo de su brillante plan era que el tema le parecía terriblemente aburrido. El siglo se acababa y tenía algunas quejas.

Como mínimo, esperaba acceder a una escena social más o menos decente, pero el problema de desaparecer es que el mundo sigue adelante sin uno, y entre el tiempo que había dedicado a una sustancia que lo consume todo, el que había pasado trabajando en empleos que aplastan el alma mientras trataba de no pensar en la susodicha sustancia y el que había pasado en los hospitales y los centros de rehabilitación, Paul tenía veintitrés años y parecía mayor. Durante las primeras semanas de universidad salió de fiesta, pero jamás se le había dado bien conversar con extraños y todo el mundo le parecía muy joven. Los exámenes de mitad de semestre no le fueron bien, así que para finales de octubre se pasaba todo el tiempo en la biblioteca (donde leía, pugnaba por sentir interés por las finanzas e intentaba darle la vuelta) o en su habitación mientras la ciudad se volvía más fría a su alrededor. La habitación era individual porque una de las pocas cosas que él y su madre habían acordado era que sería desastroso que Paul tuviera un compañero de habitación y que el susodicho fuera adicto a los opioides, así que casi siempre estaba solo. La habitación era tan pequeña que sentía claustrofobia a menos que se sentara directamente frente a la ventana. Sus interacciones con los demás eran escasas y superficiales. Había una nube oscura de exámenes en el horizonte cercano, pero estudiar no tenía sentido. Intentaba concentrarse en la teoría de la probabilidad y en las martingalas a tiempo discreto, pero sus pensamientos se deslizaban hacia una composición de piano que sabía que jamás terminaría, una situación de do mayor bastante sencilla, excepto con pequeños tramos de claves menores desestabilizadoras.

A principios de diciembre salió de la biblioteca al mismo tiempo que Tim, que estaba en dos de sus asignaturas y también prefería la última fila de la clase.

—¿Haces algo esta noche?

Era la primera vez que alguien le preguntaba algo en bastante tiempo.

—Tenía la esperanza de encontrar música en vivo en alguna parte.

Paul no había pensado en eso antes de contestar, pero parecía la dirección correcta para la velada. Tim se animó un poco. Su única conversación previa había sido sobre música.

—Quería ver a un grupo que se llama Baltica —comentó Tim—, pero tengo que estudiar para los finales. ¿Los conoces?

—¿Los finales? Sí, voy a pringar seguro.

—No, Baltica. —Tim parpadeó, confuso.

Paul recordó algo en que se había fijado antes, y era que Tim carecía de sentido del humor. Era como si hablase con un antropólogo de otro planeta. Paul pensó que eso debería haber creado algún tipo de apertura para su amistad, pero no se imaginaba cómo empezaría esa conversación («No puedo evitar fijarme en que pareces tan alienado como yo, ¿quieres que charlemos de ello?»), y, de todos modos, Tim ya se alejaba en el oscuro anochecer de otoño. Paul tomó unas copias de los semanarios alternativos de las cajas de periódicos que había en la cafetería y volvió a su habitación, donde puso la Quinta de Beethoven para tener compañía y luego buscó en los listados hasta encontrar Baltica, que tenía previsto un concierto a última hora en una sala de la que jamás había oído hablar, en Queen con Spadina. ¿Cuándo había sido la última vez que había salido a ver un concierto? Paul se puso el pelo de punta, luego se lo aplanó, cambió de idea y volvió a ponérselo de punta, se probó tres camisas y dejó la habitación antes de hacer más cambios, disgustado por su propia indecisión. La temperatura estaba bajando, pero el aire frío tenía algo clarificador, y hacer ejercicio era una recomendación médica que había ignorado, así que decidió pasear.

El club estaba en un sótano bajo una tienda de ropa gótica, al final de unas empinadas escaleras. Esperó en la acera durante unos minutos cuando lo vio, preocupado por si resultaba que era un club gótico donde todo el mundo se reiría de sus tejanos y de su polo, pero el segurata apenas se fijó en él y solo había un cincuenta por ciento de vampiros entre la gente. Baltica era un trío: un tío que tocaba el bajo eléctrico, otro que se volcaba sobre un montón de componentes electrónicos inescrutables conectados a un teclado y una chica con un violín eléctrico. Lo que hacían en el escenario no parecía música, más bien una radio que no funcionase bien, con estallidos extraños de notas estáticas y desconectadas, el tipo de electrónica de ambiente que Paul, que era un fanático de Beethoven desde siempre, no entendía en absoluto. Pero la chica era guapa, así que no le importó, y, aunque no disfrutaba de la música, al menos podía disfrutar mientras la miraba a ella. La chica se inclinó hacia el micro y cantó: «Siempre voy hacia ti», pero había un eco (el tío del teclado había apretado un pedal), así que se oía:

«Siempre voy hacia ti, voy hacia ti, voy hacia ti».

Y era discordante de una manera fascinante, la voz con las notas del teclado y los estallidos de estática, pero luego la chica levantó su violín y resultó que era el elemento que faltaba. Cuando movió el arco, la nota fue como un puente entre las islas de estática y Paul se dio cuenta de que todo encajaba: el violín y la estática y el tono oscuro y subyacente del bajo eléctrico; fue emocionante durante un instante, entonces la chica bajó su violín, la música volvió a deshacerse entre sus distintos elementos y Paul se maravilló de nuevo ante el hecho de que alguien escuchara esa música.

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