Brenda Darke - Un camino compartido

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Estudios recientes muestran que un 15% de la población mundial vive con algún tipo de discapacidad. En América Latina hay alrededor de 85 millones de personas en esta condición. Se trata, pues, de un sector de la población que -no solo por las condiciones de discapacidad en sí mismas sino también por comportamientos sociales e injusticia-enfrenta serios obstáculos para participar en sus comunidades y a menudo viven excluidas de la sociedad, estigmatizadas y privadas de sus derechos fundamentales.
En este libro, la autora, analiza, desde la perspectiva del evangelio, el significado de la discapacidad, las implicancias de caminar junto a las personas con discapacidad, el sentido de la inclusión en la misión cristiana en este campo y la responsabilidad de la iglesia frente al desafío de la discapacidad. El libro, que incluye preguntas para la reflexión personal y en grupos, ha sido concebido como un recurso para la acción y para generar compromisos con la integración e inclusión de las personas con discapacidad tanto en las iglesias como en la sociedad.

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Importancia del lenguaje

Nos preguntamos, entonces, ¿quién es la persona con discapacidad? ¿Cómo podemos hablar de ellos y con ellos? ¿Cuál es el lenguaje apropiado? Hoy en la sociedad se habla mucho del uso de términos que mantienen la dignidad de la persona con discapacidad; es un cambio muy necesario. Pero cuando preguntamos a nuestros amigos o vecinos, encontramos una confusión. Existen muchas expresiones para referirse a una persona que debe usar una silla de ruedas o no oye bien o que necesita ayuda para comer o que aprende muy despacio. Los términos que se usan hoy son diferentes respecto del lenguaje que utilizaban nuestros padres.

En la Biblia encontramos que las palabras suenan aún más anticuadas y posiblemente ofensivas para algunos (paralítico, cojo, inválido, sordomudo, lunático). Los expertos y traductores del texto bíblico nos explican que la razón de estos términos es la fidelidad al original. En los manuscritos antiguos, en su idioma original, se usaron términos de su contexto sociohistórico. Como hoy vivimos en una sociedad totalmente distinta, con conocimientos científicos y modernos, es obvio que utilizamos palabras más técnicas y términos médicos para describir una condición del cuerpo humano. Nuestro entendimiento ha cambiado mucho a lo largo de los siglos, y en los últimos cincuenta años el ritmo de cambio ha sido más veloz.

Pero seguimos usando viejos términos del siglo pasado y palabras ofensivas, mayormente sin pensar en el daño que podemos hacer con palabras como “minusválido”, “idiota” o “enano” para mencionar algunos ejemplos. La palabra “imbécil”, que suena tan fuerte para nosotros, fue usada como un término técnico en el siglo diecinueve, pero ahora es sumamente ofensivo. De igual manera, “vegetal”, “subnormal”, “retardado” son palabras peyorativas. Es increíble que todavía se escuchen. Igualmente, en textos para estudiantes universitarios se leen términos como “retardo mental”, no solamente en América Latina, sino también en los Estados Unidos.

El poder de la palabra

¿Importan las palabras? Si nuestra intención es buena y no queremos dañar a la persona, quizás no importen tanto, pero las palabras tienen un poder que afecta nuestras mentes y corazones. Un lenguaje negativo acerca de las personas con discapacidad envía un mensaje muy sutil: que son personas sin futuro, sin esperanza, que no vale la pena invertir nuestra energía, ni los escasos recursos, en ellas. Como no podemos imaginar una vida con discapacidad, pensamos que sus vidas deben ser tristes.

Sin embargo, no es así. Muchas personas con discapacidad viven felices. Algunas están muy ocupadas, tienen trabajos y familias; otras disfrutan la vida a pesar de sus limitaciones, no están tristes. Elena, una joven sorda, dice: “Estoy enamorada de Cristo. No podría vivir sin él. Me llena de amor, esperanza, y felicidad en el corazón. He descubierto que el hecho de ser una persona sorda, no me tiene que impedir ser feliz”.

Entonces, ¿por qué insistimos en usar un lenguaje para víctimas o de inutilidad cuando hablamos de personas con discapacidad? Quizás no somos conscientes del efecto de nuestras palabras, pero la Biblia sí reconoce el poder de la palabra: “Ciertamente la palabra de Dios es viva y poderosa, y más cortante que cualquier espada de dos filos. Penetra hasta lo más profundo del alma y del espíritu, hasta la médula de los huesos, y juzga los pensamientos y las intenciones del corazón” (He 4.12).

Si la palabra de Dios puede cortar como una espada, también es cierto que nuestras palabras pueden ser dañinas, como dice Santiago en su carta: “Con la lengua bendecimos a nuestro Señor y Padre, y con ella maldecimos a las personas, creadas a imagen de Dios. De la misma boca salen bendición y maldición. Hermanos míos, esto no debe ser así” (Stg 3. 9,10). Como cristianos tenemos la responsabilidad de cuidar nuestras bocas y evaluar nuestro lenguaje, preguntando si reconoce dignidad en el ser humano o le quita todo respeto.

Un lenguaje apropiado

Tristemente, algunos usan palabras peyorativas a propósito para herir o sacar provecho de alguien que no puede defenderse. El uso de la palabra “mongolito” es un ejemplo (“mongol” es una expresión que ha sido utilizado para referirse a la persona con síndrome Down y que hoy se considera como sumamente abusivo y ofensivo. También es usada con relación a personas que no tienen síndrome Down, simplemente porque es muy insultante). Así que en nuestros barrios, en la calle y en nuestras instituciones, en presentaciones de teatro de índole “humorístico” o por radio y televisión, se escucha todavía un lenguaje que carece de respeto y veracidad.

El síndrome Down se relaciona con el nombre del médico John Langdon Down, quien en 1866 fue el primero en identificarlo como algo específico. El mismo Down lo asoció con razas orientales como la de Mongolia y aplicó el nombre de “mongoles” a las personas afectadas, sin dar una explicación, debido a que la ciencia aún no estaba en capacidad de realizar una investigación profunda. En 1959, Jérôme Lejeune descubrió que se trata de una anormalidad cromosómica, pues la persona afectada, en vez de 23 pares de cromosomas, tiene un cromosoma más en el par 21, una trisomía. Por ello se le llama trisomía 21 o síndrome Down. Así, posee un total de 47 cromosomas, lo cual produce en ella características especiales, algunas muy obvias, y otras que no se ven, como algunos problemas en el corazón.

Como es un tema tan sensible, muchas personas tienen opiniones muy marcadas. Algunos de mis amigos que viven con discapacidad me han dicho que lo que más les ofende son los términos negativos (por ejemplo, “un discapacitado”), mientras otras dicen que son las expresiones como “usted es especial” o “usted es muy valiente”. Estos últimos suenan bonitos, pero contienen un mensaje, escondido, de lástima.

Entre la terminología usada, escuchamos expresiones tales como “personas especiales”, “discapacitados”, “personas con retardo mental”, “sordos”, “ciegos” o “paralíticos”. Se dice también que son personas con “necesidades diferentes” o con “capacidades especiales”. Algunos suelen llamarlos “personas con necesidades especiales” y otros “minusválidos”. También se dice “pobrecito”, cuando se trata de personas que “sufren” de parálisis o pospolio, o que están “postradas” en una cama u “obligadas” a usar una silla de ruedas. Todo implica que sus vidas no son felices y que nunca podrán lograr éxito en ningún área. Este paradigma de víctima está muy lejos de la experiencia de la gran mayoría de estas personas, quienes sólo quieren disfrutar de la vida y nos piden apoyo.

Debido a una condición genética, Julia tiene poca fuerza en sus brazos y no puede caminar. Ella lo expresa así: “Para mí, una silla de ruedas me da libertad. Sin una silla de ruedas yo no puedo movilizarme, pero con ella tengo la posibilidad de salir de mi casa, estudiar, trabajar, hacer compras, ir a la iglesia o tomar café con mis amigas. Con este aparato eléctrico tengo mi independencia”. Cabe decir que Julia sabe muy bien cómo disfrutar de su libertad, ¡de ninguna manera es “una pobrecita”! Trabaja en computación y maneja su vida por sí misma.

El hecho de que todavía haya muchos lugares inaccesibles para ella en su silla de ruedas, no tiene que ver con su condición, sino con las barreras sociales en el ambiente. Las calles sin aceras, con huecos enormes, las gradas sin rampa, los baños pequeños y las puertas estrechas son algunas de las trabas para su vida independiente.

Entre los dos extremos, de lo peyorativo a lo excesivamente “dulce”, la mayoría de nosotros seguimos con un vocabulario dudoso, limitando nuestra comunicación transparente. Pero prestemos atención a las palabras de Noel Fernández, un pastor bautista de Cuba, una persona invidente y coordinador de la red en defensa de las personas con discapacidad: “Las personas con discapacidad no son más santas ni más malas que los demás, todos somos iguales”.

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