Alekt huyó avergonzado esa misma noche de la ciudad, aprovechando el par de días acordados con Gotert, para que el devenir de los hechos no perturbase sus ineludibles tareas necesarias. En un ambiente enfervorecido por tal actividad no podía concentrarse ni mirarse al espejo como hombre. Volvió al cuartel general de su clan a trote lánguido, por la misma senda por la que vino hasta el cercano pueblo de Erevost. En su marcha le acompañaban flujos de refugiados que huían de Eretrin, familias enteras, madres con sus hijos que miraban con temor a aquel jinete acorazado, desnudo de su yelmo, con la cabellera bailando al son del viento frío. El jinete, no podía expresar su condolencia hacia los inocentes, porque no hablaba su lengua; no podía decir cuánto lo sentía y cómo se encontraba en esa ciudad, en esa horrible situación, por razones ajenas a su voluntad. Algunas gentes huían cuando se percataban de su presencia: Alekt se les aparecía como una amenaza, pero lejos de ser peligroso, en realidad resultaba una salvaguarda contra los soldados menos piadosos de su propio ejército, o contra las aviesas intenciones de aventureros que se acercaban allí donde había una batalla para rapiñar a personas, inmuebles y cadáveres, como unos carroñeros más. La presencia de un notable del imperio, tal como se mostraba por los distintivos recién impuestos y visibles para todos, era un hecho que imponía respeto y cautela entre la chusma saqueadora, máxime cuando Alekt iba magníficamente pertrechado.
Detrás de él, columnas de humo se alzaban desde el campo de batalla y de la misma Eretrin, pero él, sabiéndolo, no quería mirar hacia atrás por nada del mundo, no deseaba volver siquiera tras los dos días acordados con Gotert. Prácticamente, ya ni deseaba hacer su expedición, ¿a qué precio? El recién proclamado notable Alekt Tuoran seguía conservando su alma de hombre sencillo, de artesano de la mar, de niño de vecindario que había crecido mucho; y por ese motivo, por tener esa alma, Alekt lloró. Por suerte, para cubrir la vergüenza de ese llanto, una fina lluvia empezó a caer, fría casi como el hielo que pinchaba la piel hirviente de los que habían hervido por dentro.
Al cabo de cuatro horas de viaje, con las luces crepusculares, llegó al campamento de los Tuoran y aprovechó para hacer una revisión informal a los supervivientes de la batalla: familiares, seguidores y empleados, que habían llegado mucho antes que él para atender a los heridos. La milicia familiar estaba comandada simplemente por su padre, su hermano y él mismo. Su hermano Argüer había sufrido peor suerte en la lucha y descansaba de las costuras practicadas en el vientre por su cirujano, a causa de un largo sablazo que le había seccionado superficialmente, por suerte. Los demás tampoco estaban muy enteros, y había habido alguna que otra lamentable baja: de los cuarenta que vinieron, seis habían muerto, y doce tenían heridas graves; algunos, lisiados para el resto de sus vidas. Este era parte del precio del emperador, que Alekt de entrada se había negado a pagar.
Los sanadores comentaron que Argüer tenía altas probabilidades de recuperarse puesto que el tajo había cortado solo la piel, aunque todos eran realistas con los riesgos, porque sabían que se podían presentar las fiebres de infección. Alekt sufría por su hermano como no había sufrido hasta ahora por nadie. Así que, harto de dolor, fue a hablar con su padre, que se encontraba retirado a una distancia del campamento familiar, también contrito, padeciendo y rogando por su hijo herido. Sin embargo, Alekt, tras saludarlo con poca efusión, le habló así:
—Tú también me hiciste esa recomendación, la gran sugerencia de obtener el favor del emperador mediante la guerra, y mira en qué se ha convertido para nosotros y, de hecho, para todos. A veces, me pregunto si unas vidas humanas valen cuatro ideas.
El padre comprendía sus dudas, y no se alteró por sus reproches, sin embargo más que contestarle, le argumentó en contra:
—Deberías pensar que, muy probablemente, esas vidas humanas creían en esas ideas. Incluyendo a tu hermano.
Pero Alekt no se amedrentó y le contestó de forma razonada; algo que su propio padre les había fomentado desde que eran pequeños. Por eso le dijo:
—Padre, las ideas son eso: ideas, imágenes en nuestra mente de lo que pudiera ser la realidad. Esa realidad lleva a la perversión de esas ideas irremisiblemente. Sin ir más lejos, fíjate en la pantomima que ha sido nuestra petición. Yo, sinceramente, no sé cuál es el estado de las fragatas prometidas. En fin, preferiría que fueran dos desperdicios para darme la excusa de abandonar todo esto. ¡Oh! Y si pudiese canjear ante Dios nuestro proyecto por la salud de Argüer. Si Dios me oyese, esto debería cumplirse por ser un pensamiento justo. Pero, ¡ah, padre! Aquí no hay Dios. Ni creo que nunca lo haya habido.
—Vivirá, Alekt, tenlo por seguro, porque yo soy su padre. Y esas ideas son más importantes y más fuertes que los deseos pedidos a Dios. Ya sean los del presente o los del pasado.
—Sí. Ya sabes que yo contengo el pesimismo de madre —añadió, sonriendo.
—Por suerte. Si no, todo sería muy aburrido siendo todos tan optimistas.
Padre e hijo se rieron con un tono cansado y amargado. No tenían muchas fuerzas, ni mucho ánimo, pero pudieron abrazarse, encontrando consuelo. Alekt, no obstante, volvió a recaer en su pesimismo obsesivo: se volvió a lamentar de su suerte y de lo que padecían:
—Y todo porque ahora es la época de la partida. ¡Maldigo las corrientes y las mareas!
El padre, sorprendido, le contestó:
—Parece mentira que un marinero como tú se pueda quejar del tiempo. Cosa que ya es tonta de por sí, ¿realmente has escuchado lo que tú mismo has dicho?
—Disculpa, padre. En alta mar sabes que no diría semejante cosa. Llevo unos correajes y pertrechos que solo me recuerdan lo que he tenido que hacer, y lo que nunca he sido. Debo de estar trastornado por esa razón.
—Vamos, hijo, no te maldigas a ti mismo. Ve a comer y a descansar. Mañana empujaremos un poco más hacia adelante nuestro futuro. —Y padre e hijo se acompañaron a tomar su reconfortante caldo, a reposar sus cuerpos, a abandonar armas y armaduras, a untar heridas y magulladuras para curarlas con el reparador descanso que les daba esa noche calmada.
En la recién tomada ciudad de Eretrin, otro personaje del pueblo de los nalausianos (así se denominaban a los habitantes de Eretrin) permanecía oculto en el sótano de su casa con su mujer y su hijo pequeño. Ni con insinuaciones ni con drogas iban a abusar de su mujer, y por eso ahora se escondían. Sin embargo, después de haber luchado sin descanso contra el imperio, en esa misma batalla y en otras anteriores, los planteamientos que debía hacerse para sobrevivir tenían que ser realmente complejos: resistir y enfrentarse era la opción más estúpida, porque no podía ni vencer ni llevar a rastras a su familia bajo una amenaza de muerte continua. Salir y exponerse era por supuesto lo menos recomendable. Y por si fuera poco, el taller donde ejercía su oficio de ebanista había quedado muy maltrecho por los incendios producidos en la toma de la ciudad. ¿Hasta cuándo podría y debería estar escondido? En ese sótano solo había comida y bebida para tres días. Él, de nombre Trucano Negosores, excarpintero y exespadero ligero de la República Autónoma de Eretrin, estaba abrazado a su mujer y a su hijo, los cuales dormían agotados por la ansiedad y el miedo, mientras él estaba intentando elaborar en su mente el plan para su huida de esa ciudad. Cuando encontró la solución, sus ojos se abrieron como si se hubiese descubierto un tesoro. Con intención de comentárselo a su mujer, la despertó susurrando:
—Nitavi, Nitavi, despierta, amada…
Читать дальше