Jonathan Maberry - Ruina y putrefacción

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En el mundo postapocalíptico infestado de zombis donde vive Benny, todo adolescente debe encontrar trabajo al cumplir quince años o su ración de comida será reducida a la mitad. Benny no quiere ser aprendiz de su hermano mayor Tom Imura, un mítico cazador de zombis armado con una katana al que llaman «el Samurái», pero no le queda otra opción. Cuando comienza a acompañar a Tom a la zona llamada «Ruina y Putrefacción», habitada exclusivamente por zombis, piensa simplemente que tendrá que matar zombis por dinero, sin embargo, allí descubrirá algo mucho más importante que le enseñará lo que significa ser humano.Acompañado de sus amigos, Benny se aventurará en un viaje más allá de la seguridad de su pueblo cercado para entrar en el mundo de los muertos. En el camino, deberá enfrentarse a un mal más grande que el de los infectados: la crueldad que corroe a los vivos. «Una impresionante mezcla de significado y caos.» Booklist «Una mirada llena de acción que invita a reflexionar sobre la vida y la muerte, mientras el lector habrá de determinar cuál es el verdadero enemigo.» Kirkus Reviews

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—¿Nunca los atacan?

Tom asintió.

—Todo el tiempo, me apena decir. Sé de al menos cincuenta muertos en esta parte del país que eran Hijos. Yo los aquietaría, pero el Hermano David no me deja. E incluso he oído decir que algunos de los Hijos se entregan a los muertos.

Benny se quedó mirándolo:

—¿Por qué?

—El Hermano David dice que algunos de los Hijos creen que los muertos son los humildes que se supone que heredarán la Tierra, y que todas las cosas bajo el cielo están allí para sostenerlos. Piensan que permitir a los muertos que se alimenten de ellos es cumplir con la voluntad de Dios.

—Eso es estúpido —dijo Benny.

—Es lo que es. Pienso que muchos de los Hijos son gente que no sobrevivió a la Caída. Sí, claro, sus cuerpos sí, pero creo que una parte fundamental de ellos se quebró por lo que pasó. Yo estuve allí, puedo entenderlo.

—Tú no perdiste la cordura.

—Tengo mis momentos, niño, créeme.

Benny lo miró de modo extraño. Luego sonrió.

—Creo que a la pelirroja, la hermana Sarah, le gustas. Por asqueroso que sea esa idea.

Tom sacudió la cabeza.

—Demasiado joven para mí. Aunque… creo que ella se parecía un poco a Nix. ¿Qué piensas?

—Creo que deberías meterte eso por el…

Fue entonces cuando escucharon los disparos.

10

Cuando el primer estruendo reverberó en el aire, Benny se agachó, pero Tom se quedó erguido y miró a lo lejos hacia el noreste. Cuando Tom escuchó el segundo disparo, giró la cabeza ligeramente más hacia el norte.

—Pistolas —dijo—. Alto calibre. A cinco kilómetros.

Benny miró hacia él por entre sus brazos, que había colocado sobre su cabeza.

—Las balas pueden viajar cinco kilómetros, ¿no?

—Habitualmente no —dijo Tom—. Incluso así, no nos están disparando a nosotros.

Benny se irguió con cautela.

—¿Lo sabes? ¿Cómo?

—Ecos —dijo Tom—. Esas balas no llegaron lejos. Su objetivo está cerca, y lo encuentra.

—Vaya… es genial que sepas eso. Un poco raro, pero genial.

—Sí, todo esto se trata de mostrarte lo genial que puedo ser.

—Oh, sarcasmo —dijo Benny con sequedad—. Entiendo.

—Calla —replicó Tom con una sonrisa.

—No, cállate tú.

Se sonrieron el uno al otro por primera vez en todo el día.

—Vamos —dijo Tom—. Veamos a qué le están disparando —y echó a andar en dirección de los ecos de los tiros.

Benny permaneció en pie, observándolo, por un momento.

—Espera… ¿Vamos a ir hacia los disparos? —sacudió la cabeza y lo siguió tan rápido como pudo.

Tom aceleró el paso, y Benny con el estómago lleno de frijoles y odiosa carne seca, mantuvo el ritmo. Siguieron un arroyo hasta las tierras bajas, pero Benny notó que Tom nunca se acercaba a menos de mil metros del agua del arroyo Coldwater. Le preguntó a Tom al respecto.

Tom le contestó con otra pregunta:

—¿Puedes oír el agua?

Benny se esforzó por escuchar.

—No.

—Ahí está tu respuesta. El agua que fluye es un ruido constante. Enmascara otros sonidos, lo que significa que no es segura a menos que estés viajando en una canoa rápida, y esta agua no es lo bastante profunda para eso. Sólo nos acercaremos para cruzarla o para llenar nuestras cantimploras. De lo contrario, mantenernos lejos es lo mejor. Siempre recuerda que si podemos oír algo, ese algo probablemente puede oírnos a nosotros. Y si no podemos oír algo, ese algo igual puede oírnos a nosotros, y no lo sabremos sino hasta que sea demasiado tarde.

Sin embargo, mientras seguían los ecos de los disparos, su camino se fue desviando hacia la corriente. Tom se detuvo por un momento y luego sacudió la cabeza con desaprobación.

—Poco inteligente —dijo, pero no explicó su comentario. Siguieron su carrera.

Mientras se movían, Benny practicaba hacerlo en silencio. Era más difícil de lo que había pensado, y por un momento sonó —para sus oídos— como si estuviera haciendo un terrible escándalo. Las ramas se rompían bajo sus pies produciendo un estruendo de cohetes, su aliento resonó como el de un dragón, el roce de las perneras de sus pantalones parecía el ruido de una sierra. Tom le dijo que se concentrara en silenciar una cosa a la vez.

—No trates de aprender demasiadas habilidades al mismo tiempo. Elige una y concéntrate. Una vez que la hayas dominado, sigue con otra.

Para cuando estuvieron cerca de donde pensaban que se habían hecho los disparos, Benny se movía más silenciosamente y notó que disfrutaba el desafío. Era como jugar al escondite con Chong y Morgie.

Tom se detuvo e inclinó su cabeza para escuchar. Cruzó un dedo sobre sus labios e hizo un gesto para indicar a Benny que se mantuviera quieto. Estaban en un campo de hierba alta, que conducía a un denso bosque de abedules. De más allá de los árboles pudieron escuchar el sonido de hombres riendo y gritando, y ocasionalmente el tronar hueco de un disparo de pistola.

—Quédate aquí —murmuró Tom, y se movió tan rápida y silenciosamente como una brisa repentina, desvaneciéndose entre la alta hierba. Benny le perdió la pista casi de inmediato. Más disparos resonaron en el aire seco.

Pasó un minuto entero, y Benny sintió una abrasadora presión en el pecho: estaba conteniendo la respiración. Exhaló y volvió a inhalar.

¿Dónde estaba Tom?

Otro minuto. Más risas y gritos. Unos pocos disparos, dispersos. Un tercer minuto. Un cuarto.

Entonces algo grande y oscuro se movió rápidamente hacia él por entre la alta hierba.

—¡Tom! —Benny casi gritó el nombre, pero Tom lo hizo callar. Su hermano se acercó y se inclinó para murmurar.

—Benny, escúchame. Del otro lado de esos árboles hay algo que necesitas ver.

—¿Qué es?

—Mercenarios. Tres de ellos. Los he visto antes, pero nunca tan cerca del pueblo. Quiero que vengas conmigo. Muy silenciosamente. Quiero que veas, pero no digas ni hagas nada.

—Pero…

—Esto va a ser feo. ¿Estás listo?

—Yo…

—¿Sí o no? Podemos ir al noreste y continuar nuestro camino. O regresar a casa.

Benny negó con la cabeza.

—No… Estoy listo.

Tom sonrió y le apretó el brazo.

—Si las cosas se ponen serias, quiero que corras y te escondas. ¿Entendido?

—Sí —dijo Benny, pero sus palabras fueron como una espina atorada en su garganta. Correr y esconderse. ¿Era la única estrategia que Tom conocía?

—¿Lo prometes?

—Lo prometo.

—Bien. Ahora, sígueme. Cuando me mueva, tú te mueves. Cuando me detenga, te detienes. Pisa sólo donde pise yo. ¿De acuerdo? Bien.

Tom lo guio a través de la hierba alta, moviéndose despacio, cambiando de posición a tiempo con las fluctuaciones del viento. Cuando Benny lo notó, encontró más sencillo igualar los movimientos de su hermano, paso a paso. Se adentraron entre los árboles, y Benny pudo escuchar más fácilmente la risa de los tres hombres. Sonaban alcoholizados. Luego escuchó el relinchar de un caballo.

¿Un caballo?

Los árboles se espaciaban, y Tom se acuclilló y tiró de Benny hacia abajo. La escena ante ellos era propia de una pesadilla. Incluso mientras observaba, una parte de la mente de Benny le murmuraba que nunca iba a olvidar lo que estaba viendo. Pudo sentir cada detalle grabándose a fuego en su cerebro.

Más allá de los árboles había un claro bordeado en dos extremos por las curvas de un torrente de agua profunda. Éste desaparecía alrededor de un acantilado de piedra arenisca que se elevaba diez metros por encima de las copas de los árboles y reaparecía en el lado opuesto del claro. Sólo un estrecho sendero de tierra llevaba a los árboles donde los hermanos Imura se agachaban sobre la extensión de tierra enmarcada por la corriente y el acantilado. Era un claro natural que le daba a los hombres una buena vista de quien se acercara por cualquier lado. Una carreta con dos grandes caballos descansaba bajo la sombra de los abedules. En la parte trasera de la carreta había una alta pila de zombis que se revolvían y se retorcían en un esfuerzo inútil por huir o atacar. Inútil, porque junto a la carreta había un gran montón de brazos y piernas cortados. Los zombis en la carreta habían sido desmembrados.

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