Llegaron a la gasolinera. Tom se detuvo ante el antiguo despachador y golpeó la superficie de metal tres veces, luego dos, y luego cuatro veces más.
—¿Qué haces?
—Saludar.
—¿Saludar a…?
Se produjo un gemido bajo, y Benny se volvió para ver a un hombre de piel gris dando despacio la vuelta a la esquina del edificio. Vestía un viejo overol con manchas oscuras y, de modo incongruente, una guirnalda de flores frescas alrededor del cuello. Caléndulas y madreselvas. El rostro del hombre quedó en la sombra durante algunos pasos, pero entonces caminó hasta quedar bajo la luz del sol y Benny casi gritó. La boca gimiente no tenía dientes, los labios y las mejillas estaban hundidos. Lo peor de todo: a medida que el zombi alzaba las manos hacia ellos, Benny vio que todos sus dedos habían sido cortados a la altura de las falanges.
Benny hizo un ruido de asco y se echó hacia atrás, con los músculos tensos para darse vuelta y correr, pero Tom le puso una mano en el hombro y le dio un apretón para tranquilizarlo.
—Espera —dijo.
Un momento después la puerta de la pequeña tienda de la gasolinera se abrió, y un par de mujeres de ojos adormilados salieron, seguidas por un hombre un poco mayor con una barba larga y marrón. Eran todos delgados y estaban vestidos con túnicas que parecían hechas de sábanas viejas. Cada uno llevaba una gruesa guirnalda de flores. El trío miró a Benny y Tom y luego al zombi.
—¡Déjenlo en paz! —gritó la más joven, una chica negra en sus últimos años de adolescencia, mientras corría por el suelo de tierra hacia el hombre muerto para quedar entre él y los hermanos Imura, con los pies bien plantados y los brazos extendidos para escudar al zombi.
Tom levantó una mano y se quitó el sombrero para que pudieran verle la cara.
—Paz, hermanita —dijo—. Nadie ha venido a hacer daño.
El hombre barbado sacó unos lentes de un bolsillo bajo su túnica, y miró con los ojos entrecerrados a través de los cristales sucios.
—¿Tom…? —dijo— ¿Tom Imura?
—Hola, Hermano David —puso la mano en el hombro de Benny—. Éste es mi hermano Benjamin.
—¿Qué haces por aquí?
—Vamos de paso —dijo Tom—. Pero quería venir a dar mis respetos. Y enseñarle a Benny los modos de este mundo. Nunca antes había estado fuera de la cerca.
Benny notó el énfasis que ponía Tom a la palabra este.
El Hermano David caminó hacia ellos rascándose la barba. De cerca era más viejo de lo que parecía. Tal vez cuarenta años, con ojos profundos y marrones y unos cuantos dientes de menos. Su ropa estaba limpia pero desgastada. Olía a flores, ajo y menta. El hombre estudió a Benny durante un largo momento, durante el que Tom nada hizo y Benny se agitó, nervioso.
—No es un creyente —dijo el Hermano David.
—La fe es difícil de conseguir en estos tiempos —dijo Tom.
—Tú crees.
—Hay que ver para creer.
Benny pensó que el intercambio tenía la cadencia de una letanía de iglesia, como si fuera algo que hubieran dicho antes y que volverían a decir.
El Hermano David se inclinó hacia Benny.
—Dime, joven hermano, ¿vienes aquí trayendo daño y dolor para los Hijos de Dios?
—Eh… ¿no?
—¿Traes daño y dolor para los Hijos de Lázaro?
—No sé quiénes son, señor. Sólo estoy aquí con mi hermano.
El Hermano David dio vuelta hacia las mujeres, que empujaban gentilmente al zombi para dirigirlo de vuelta al lado lejano del edificio.
—Aquél, el Viejo Roger, es uno de los Hijos de Lázaro.
—¿Qué? ¿Quiere decir que es un zo…?
Tom hizo un ruido para callarlo.
Una sonrisa tolerante destelló sobre la cara del Hermano David.
—No usamos esa palabra, hermanito.
Benny no supo qué responder, así que Tom acudió a rescatarlo.
—El nombre viene de Lázaro de Betania, un hombre que fue levantado de entre los muertos por Jesús.
—Sí, recuerdo haber oído de eso en la iglesia.
La mención de la iglesia abrillantó la sonrisa del Hermano David.
—¿Crees en Dios? —preguntó, esperanzado.
—Supongo…
—En estos tiempos —dijo el Hermano David—, con eso estás mejor que la mayoría —y dedicó un guiño disimulado a Tom.
Benny miró más allá del Hermano David, a donde las muchachas se habían llevado al zombi.
—Estoy, vaya, totalmente confundido. Ese tipo era… Ya sabe. Estaba muerto, ¿no?
—Muerto viviente —corrigió el Hermano David.
—Eso. ¿Por qué no estaba tratando de…? Ya sabe —hizo la mímica de agarrar y morder.
—No tiene dientes —dijo Tom—. Y ya viste sus manos.
Benny asintió.
—¿Ustedes le hicieron eso? —le preguntó al Hermano David.
—No, hermanito —dijo el Hermano David haciendo una mueca—. No, otras personas le hicieron eso al Viejo Roger.
—¿Quién?
—¿No querrás decir “por qué”?
—No… Quién. ¿Quién haría una cosa así?
El hermano David dijo:
—El Viejo Roger es sólo uno de los Hijos que han sido torturados así. Puedes verlos por todo este condado. Hombres y mujeres con los ojos arrancados, los dientes extraídos o las mandíbulas destrozadas a balazos. A casi todos les faltan dedos o manos enteras. Y no voy a hablar de algunas de las otras cosas que he visto que han hecho. Cosas que tú eres demasiado joven para saber, hermanito.
—Tengo quince —dijo Benny.
—Eres demasiado joven. Yo recuerdo cuando tener quince significaba que aún eras un niño —el Hermano David se dio vuelta y miró a las dos jóvenes regresar sin el viejo zombi.
—Está en el cobertizo —dijo la joven negra.
—Pero está agitado —dijo la otra, una pelirroja pálida de veintitantos años.
—Se calmará después de un rato —dijo el Hermano David.
Las mujeres estaban en pie ante el despachador de gasolina y miraban a Tom, aunque Tom parecía haber encontrado de pronto algo fascinante en el movimiento de las nubes. La propensión habitual de Benny hubiera sido hacer alguna broma a expensas de Tom, pero no quiso. Giró hacia el hombre barbado.
—¿Quién hace esas cosas de las que está hablando? A ese viejo. A los… otros que mencionó. ¿Qué clase de malditos hacen eso?
—Cazarrecompensas —dijo la muchacha pelirroja.
—Asesinos —dijo la muchacha negra.
—¿Por qué?
—Si tuviera una respuesta —dijo el Hermano David—, sería un santo en vez de un monje de estación de paso.
Benny volteó hacia Tom.
—No entiendo. Tú eres un cazarrecompensas.
—Supongo que eso soy para algunas personas, sí.
—¿Tú haces ese tipo de cosas?
—¿Tú qué crees? —preguntó Tom, pero Benny ya sacudía la cabeza—. ¿Qué sabes tú en realidad de los cazarrecompensas?
—Matan zombis —dijo Benny, y se encogió al ver las expresiones de disgusto en las caras del Hermano David y las dos mujeres—. ¡Bueno… eso hacen! Para eso están los cazarrecompensas. Vienen a Ruina y Putrefacción y cazan a los… este… ya saben, a los muertos vivientes.
—¿Por qué? —preguntó Tom.
—Por dinero.
—¿Quién les paga? —preguntó el Hermano David.
—La gente del pueblo. La gente de otros pueblos —dijo Benny—. He oído que el gobierno lo hace a veces. Casi siempre para limpiar de zoms una ruta comercial y cosas así.
—¿De quién oíste eso? —preguntó Tom.
—De Charlie Matthias.
El Hermano David miró intrigado a Tom, quien dijo:
—Charlie Ojo Rosa.
Las caras del monje y las dos mujeres hicieron muecas de asco. El hermano David cerró los ojos y sacudió la cabeza despacio de un lado a otro.
—¿Qué pasa? —preguntó Benny.
—Se pueden quedar a cenar —dijo el Hermano David, tieso, con los ojos todavía cerrados—. Dios pide compasión y generosidad para todos Sus hijos. Pero… una vez que hayan comido, quiero que continúen su camino.
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