Resultaba en verdad difícil conciliar el sueño tratando de imaginar cuántas gemas de más de cien quilates ocultaría en su seno el yacimiento del que los ríos iban arrancando lentamente los diamantes, y quién sería el osado que treparía sucesivamente a todos los tepuys que se alzaban en lo más recóndito de las selvas para conseguir hundir sus manos en aquel indescriptible tesoro al que únicamente dos hombres habían tenido acceso a lo largo de la Historia.
¿Qué aspecto tendría «La Madre de los Diamantes»? ¿Sería un simple hoyo sobre el que cruzaba un riachuelo, una profunda caverna, o la falda de una ladera que el agua iba lamiendo día a día…? ¿Qué explicación habría dado a Jimmy Angel aquel viejo escocés que no había querido confiar su hallazgo al papel prefiriendo mantenerlo fresco en su memoria? ¿Chocheaba cuando le confesó que lo encontraría en la cima de una meseta al sur del Orinoco, o le engañó a sabiendas para que nadie pudiera aprovecharse de un descubrimiento que le había costado años de esfuerzo?
Habían quedado flotando tantas preguntas bajo el araguaney y la lona encerada, o sobre los restos de la hoguera y la lona del playón, que resultaba comprensible que su sola presencia ahuyentara el sueño obligando a los ojos a permanecer clavados en las altas estrellas, y que al amanecer, cuando Zoltan Karrás despertó, fuera para encontrarse a Sebastián pacientemente sentado frente a él.
–¡Lléveme con usted! –pidió.
–¿Adónde?
–Adonde pueda encontrar diamantes.
El húngaro señaló con un ademán de la cabeza hacia la goleta en cuyo interior dormían Yaiza y Aurelia:
–¿Y qué harías con ellas?
–Mi hermano las cuidará hasta mi vuelta. Pueden quedarse en Ciudad Bolívar y aparejar el barco. No me necesitan para eso y mientras tanto tal vez yo consiga algún dinero… –Hizo una corta pausa y su voz sonó suplicante al añadir–: ¿Me enseñaría a buscar diamantes?
«Musiú» Zoltan Karrás tomó asiento en su hamaca, extendió la mano, se apoderó de su renegrida y cochambrosa cachimba y la encendió con parsimonia:
–El problema no está en aprender a buscar diamantes, hijo –replicó–. Eso puede hacerlo hasta el más lerdo aunque sea un trabajo pesado y decepcionante. El problema está en llegar hasta donde se encuentran… –Señaló con la pipa hacia la orilla opuesta–. La selva es muy dura: es húmeda, calurosa e insalubre, y se encuentra repleta de serpientes, arañas, bestias, indios, mosquitos, hormigas venenosas e incluso murciélagos-vampiros… Es un viaje muy largo; primero Caura arriba y luego a pie, a través de riscos y quebradas porque en esta época del año las trochas y senderos se han convertido en un fangal y por el río Paragua no hay quien suba; su cauce no es más que una maldita sucesión de raudales y chorreras. –Negó convencido–. Nunca se lo aconsejaría a un novato, y para mí significaría una tremenda responsabilidad si algo te ocurriera. Tu madre tiene aspecto de haber sufrido mucho y no me gustaría contribuir a darle un disgusto. –Agitó la cabeza convencido–. No; la verdad es que no me gustaría nada en absoluto.
–El disgusto se lo daría yo, no usted.
–Pero consideraría que tengo parte de culpa. A veces hablo demasiado y no me doy cuenta de que con mis historias puedo causar daño… –Extendió la mano y golpeó afectuosamente la rodilla de su interlocutor–. Contado al amor del fuego, todo resulta bonito, y las aventuras de McCraken o Jimmy Angel pueden antojársete maravillosas, pero te aseguro que la realidad es muy distinta. Muy dura y muy distinta.
–Ganarse la vida pescando también es duro. O de peón albañil. O de «vaquero» en Los Llanos… –Le miró largamente y había un profundo convencimiento en sus palabras cuando añadió–: No me asusta lo que es duro, sino lo que no ofrece esperanzas.
–Eso lo entiendo, pero te advierto que para la mayoría de los mineros de La Guayana tampoco hay esperanzas. Por cada McCraken que consigue morir rico, conozco mil que no disponen ni de ataúd en el que irse al otro barrio. Los entierran desnudos en el mismo hoyo en el que llevaban un mes cavando en busca de esa «piedra» que nunca aparece.
–Usted ha logrado sobrevivir.
–Yo he sobrevivido a todo, jovencito… –replicó el húngaro riendo divertido–. A veces creo que me trajeron al mundo con el único propósito de que me dedicara a hacerle quiebros a la muerte. Aquí donde me ves, soy el único tipo que conozco al que fusilaron los turcos y aún puede contarlo… –Se abrió la camisa y mostró su abdomen cuajado de cicatrices–. ¡Mira! –añadió–. Balas turcas.
Sebastián observó aquel estómago terso y bronceado por el sol guayanés y luego alzó los ojos y le miró de frente:
–Prométame que durante el viaje me contará su vida –pidió.
–¡Ah, carajito insistente! –exclamó el húngaro–. A ti no habría muchachita que te negara el coño… –Indicó con un ademán hacia Aurelia, que había hecho su aparición sobre la cubierta del Maradentro–. ¡Ahí tienes a tu madre! –dijo–. Si la convences y no me corre a palos, te llevo a la mina.
La respuesta de Aurelia fue tajante:
–Si tú vas, vamos todos.
–¿Estás loca?
–Loca me volvería si me quedara esperando… –Hizo una significativa pausa, pero se la advertía segura de sí misma cuando añadió–: Si lo que pretendes es separarte definitivamente del resto de la familia no voy a impedírtelo porque ya tienes edad para elegir tu propio rumbo, pero si vamos a continuar siendo los Perdomo Maradentro, no nos quedaremos cruzados de brazos en Ciudad Bolívar a la espera de que te hagas rico o te maten las fiebres.
–¡Pero la mina no es sitio para ti…! ¡Ni para Yaiza…!
–En ese caso tampoco lo es para ti.
–Eso no es lógico. Ni justo.
–¡Me importa un pimiento…! Como dicen en mi tierra: «O todos monjes, o todos canónigos…».
–La mina no es sitio para mujeres… –fue la sentencia de Zoltan Karrás cuando minutos después le plantearon el problema.
–¡Eso es lo que yo le he dicho! –se apresuró a puntualizar Sebastián–. Pero ella insiste… –Se volvió a su madre mientras con la mano señalaba al húngaro–. ¡Escúchale! –rogó–. Él conoce bien ese mundo y sabe que no podéis ir.
–¿Por qué?
–Porque siempre ha sido así.
–Pues ya es hora de que cambie… ¿O es que no ha habido nunca mujeres en un campamento minero? El otro día dijo que llegaban con «La Peste».
–Sí, claro… –admitió «Musiú» Zoltan Karrás un tanto confuso–. Pero se trata de otro tipo de mujeres: prostitutas y aventureras.
–¿Quiere hacerme creer que jamás ha visto una mujer «decente» en una mina? ¿La esposa, la madre, la hermana o la hija de un buscador? ¿Nunca?
»¿Quién cocina, quién lava la ropa, o quién los cuida cuando enferman…?
–Algunas he visto… –replicó el otro desganadamente–. Pero casi siempre son negras, indias o mestizas nacidas en la región y acostumbradas a este clima y esa forma de vida… –Negó con un gesto de la cabeza–. No me las imagino en un poblado minero. ¡No! No me las imagino.
–¿Se negaría a llevarnos?
–Yo no he dicho eso.
–Ya sé que no lo ha dicho… –Aurelia se mostraba agresiva–. Pero acepta que Sebastián le acompañe. Respóndame sinceramente y sin rodeos: si los demás decidiéramos ir también, ¿se negaría a llevarnos?
–Tendría que pensármelo.
–¿Por qué? ¿Cree que está en mejores condiciones que Yaiza o yo de soportar una caminata a través de la selva?
Zoltan Karrás los miró alternativamente, y al fin concluyó por darle una patada a una rama y lanzarla al río.
–¡Maldita sea! –farfulló–. ¡Esto me pasa por charlatán! Yo estaba tan tranquilo comiéndome un mono sin meterme con nadie y ahora resulta que me atacan porque considero que la mina no es lugar para mujeres. ¡Yo me largo! –concluyó–. Me largo, y si tropiezo con alguien me haré el pendejo y le hablaré en húngaro. –Agitó la mano en un brusco ademán de despedida–. ¡Chao! –concluyó.
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