Alberto Vazquez-Figueroa - Trilogía Océano. Maradentro

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La familia Perdomo ha habitado durante generaciones la dramática isla de Lanzarote. Son una estirpe de pescadores formidables entre los que destaca Yaiza, una belleza enigmática dotada de un don único que le permite amansar a las fieras y hablar con los muertos, un don que se convierte en la maldición de toda la familia y de todo aquel que conoce a Yaiza.En la tercera entrega de la maravillosa trilogía Océano, la fabulosa familia Perdomo continúa sus aventuras por el Escudo Guayanés, tierra de diamantes habitada por indígenas y lo peor de la raza blanca. La ambición y los ideales son fuerzas antagónicas que se contraponen magistralmente en una novela que cierra una trilogía que los lectores nunca olvidarán.

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»¿Cree o no cree ahora en «La Madre de los Diamantes»…? ¡Ahí está, en la cumbre de uno de esos castillos de piedra, pero nadie ha sabido encontrarla nunca más!

–¿Lo han intentado?

–¡Naturalmente! Casi todos los buscadores de la región hemos soñado con reencontrar la mina del escocés, y de hecho la mayoría de las exploraciones que se han llevado a cabo entre el Roraima y el Orinoco perseguían, velada o abiertamente, el mismo objetivo.

–¿Y ese McCraken no dejó un mapa? –quiso saber Yaiza, que había escuchado embobada el largo relato–. ¿Por qué quiso llevarse su secreto a la tumba?

–No se lo llevó… –fue la aclaración del otro–. Poco antes de morir se tropezó con Jimmy Angel en Texas y le confesó que nunca había hecho ningún plano del lugar del yacimiento pero que se encontraba en lo alto de una meseta de mil metros de altura, al sur del Orinoco y al este del Caroní. Jimmy vendió cuanto tenía, se asoció con un ingeniero llamado Dick Curry, compraron un avión e iniciaron la búsqueda. Se estrellaron, primero en Nicaragua, y luego, por dos veces, aquí en La Guayana, hasta que Curry renunció a intentarlo por aire, emprendió una expedición a pie y lo mató un jaguar la noche de luna llena en que dicen que vio al «Río Padre de todos los ríos».

–¡Pero eso no parece más que una leyenda…!

–¡No tan leyenda! No tan leyenda, y voy a explicar por qué… –Zoltan Karrás había encendido una negra cachimba extrañamente parecida a la que utilizaba el abuelo Ezequiel, y se había acomodado recostándose contra un tronco caído mientras permitía que Asdrúbal llenara una y otra vez su tazón de café. Era sin duda un narrador nato que amaba sentarse junto al fuego y hablar de viejas historias o lejanos mundos, por lo que lanzó una bocanada de humo, sonrió a su concurrencia y decidió continuar su relato.

–No es una leyenda… –repitió convencido–. Al perder su tercer avión, Jimmy volvió a Estados Unidos, trabajó como piloto acrobático en una película cuyo título no recuerdo, compró otro aparato y regresó a Ciudad Bolívar… –Fumó despacio, haciendo una larga pausa, y luego se inclinó hacia delante como intentando darle intimidad a su narración–: Un día de mil novecientos treinta y seis distinguió a lo lejos el Auyán-Tepuy y llegó a la conclusión de que era aquel en el que había aterrizado con McCraken. Se aproximó en un día extrañamente despejado de nubes, y al girar en torno a él, contempló, asombrado, al «Río Padre de todos los Ríos»: una gigantesca catarata de mil metros de altura que en los días en que la cumbre del tepuy se encontraba cubierta de nubes parecía surgir del cielo. Había descubierto la catarata más alta del mundo: «El Salto Ángel», que la mayoría de la gente cree que se llama «Salto del Ángel», pero es en realidad «El Salto de Jimmy Angel», en honor del piloto que lo descubrió cuando buscaba la mítica «Madre de los Diamantes» del escocés McCraken… ¿Qué les parece?

–¡Una historia fascinante!

–¡Pues aún hay más…! –El húngaro rio como un niño travieso–. Jimmy Angel seguía fascinado por la mina y un día, en compañía de su esposa, un venezolano llamado Gustavo Henry y un «baqueano», aterrizaron en lo alto del Auyán-Tepuy, pero la época era mala y había tanto fango que las ruedas se hundieron y no pudo volver a despegar. Durante casi un mes permanecieron arriba buscando la mina, comiendo ranas y tratando de encontrar una forma de descender por aquellas paredes cortadas en vertical, y cuando al fin consiguieron escapar a través de un río subterráneo, llegaron a Ciudad Bolívar con la salud quebrantada y arruinados. Pero Jimmy es un tipo testarudo y se ha ido a Panamá a trabajar como piloto de correo aéreo para conseguir otra avioneta. La suya continúa en la cima… –Hizo una pausa–. No entiendo mucho de aviones, pero me dio la impresión de que, cambiándole el motor, aún podría volar… El fuselaje y la cabina se conservan intactos. El problema es sacarla de allí…

–¿Usted la ha visto? –se sorprendió Sebastián, y ante la muda afirmación, insistió–. ¿Dónde? ¿En lo alto del Auyán-Tepuy?

–¡Ujummm…! –fue la respuesta–. Exactamente donde él la dejó. Dimitri, el negro Porcel, un «arekuna» y yo, trepamos por la pared sur y llegamos a la cumbre, pero aunque removimos hasta la última piedra del cauce del Churum-Merú, el río que allí nace y que es el que forma la catarata, no dimos ni con el más miserable diamante. Jimmy se equivocó y el yacimiento debe estar en cualquiera de los otros cien malditos tepuys que se alzan a todo lo ancho de La Guayana.

–¿Piensa seguir intentándolo…?

Zoltan Karrás contempló largamente a Asdrúbal Perdomo, meditó unos instantes, y por último negó con un gesto:

–Tengo cincuenta y siete años –dijo– y me pesa demasiado el trasero como para pasarme otra semana colgando de una pared de piedra mientras los rayos me estallan en las narices. El negro Porcel se ahogó en un raudal del Caroní, Dimitri montó una ferretería y el indio volvió a sus selvas. ¡No! –negó convencido–. ¿Para qué querría yo tantos millones…? ¿Para construir hospitales a mi muerte? Ahora me conformo con encontrar algunas «piedras» de tanto en tanto. La ambición es cosa de jóvenes.

–Pero usted no es viejo…

–¡Gracias! –fue la exclamación–. Viniendo de una niña como tú, es todo un cumplido… ¿Cuántos años tienes? ¿Diecisiete?

–Dieciocho.

–Yo apenas tenía poco más cuando ya estaba en una trinchera en España, en el treinta y siete, y en Yugoslavia, en el cuarenta y dos. Pero ha llovido mucho desde entonces y tengo la impresión de ser tan viejo que nací, no antes de que empezara el siglo, sino incluso antes de que empezara el mundo… Por mí «La Madre de los Diamantes» puede quedarse donde está, aunque lo que en verdad me gustaría es que algún día Jimmy la encontrara. Él es el único que realmente se la merece.

Trilogía Océano Maradentro - изображение 5

Resultaba difícil conciliar el sueño después de haber oído hablar de «La Madre de los Diamantes» y «El Río Padre de todos los Ríos», o de cómo un piloto aventurero y un loco se había tropezado con la más alta catarata del planeta, «La Ultima Maravilla del Mundo», cuando su única intención era convertirse en un hombre inmensamente rico.

Le resultaba difícil a Aurelia, preocupada por la impresión que las palabras del húngaro podían haber causado en el ánimo de sus hijos, y le resultaba aún más difícil a esos hijos, para los que parecía haberse abierto de improviso un nuevo horizonte directamente entroncado con aquellos sueños infantiles que durante tanto tiempo se les antojaron lejanos e irreales. Ahora, un hombre que había vivido tales sueños y había participado en tan portentosas aventuras, se encontraba allí tendido en un «chinchorro» colgado entre dos árboles, durmiendo tan plácidamente como si en lugar de a orillas del salvaje Orinoco se encontrase en la más pacífica y confortable casa de Budapest.

¿Habría sucedido todo tal como había relatado? ¿Era posible que hubiese existido un escocés que llenaba cubos de diamantes y un héroe de guerra que continuase persiguiendo la quimera de llenar cubos semejantes con diamantes semejantes?

Era como volver a escuchar las olvidadas fantasías de Maestro Julián, el Guanche, con la diferencia de que ahora tales fantasías sonaban a realidad, porque parte de sus protagonistas aún vivían, y los lugares en que se habían desarrollado se encontraban al otro lado de la corriente de agua que continuaba fluyendo, majestuosa e inmutable, como si el ancho y profundo Orinoco se complaciese en limitarse a ejercer de mudo testigo de los mil hechos portentosos que habían ocurrido –y aún continuarían ocurriendo– a todo lo largo de su margen derecha.

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