–¿Entonces…? –repitió impaciente Aurelia–. ¿Cómo es posible que Yaiza asegure que me parezco a ella y a usted no le sorprenda?
–Porque captó una idea que me daba vueltas en la cabeza… –La miró fijamente–. Ella puede hacerlo. ¿Es que no lo sabía?
–¡Mierda!
Juan Socorro Torrealba permitió que el líquido rebosara del vaso que estaba sirviendo mientras observaba, profundamente sorprendido, a la educada señora que había dejado escapar tan inapropiada interjección.
–¿Qué ocurre? –quiso saber–. ¿Por qué se arrecha? –Se volvió a su compadre–. ¿Has dicho algo malo?
–Le molesta que haya advertido que su hija tiene algo de «santera» y «adivinadora…». –Bebió su ron con parsimonia–. ¿Tú lo habías notado?
–Desde que entró por esa puerta… –admitió el cauchero–… se le nota, como se le nota que es alta y tiene los ojos verdes. –Rio mostrando que le faltaban cuatro dientes–. ¿Acaso pretende ocultarlo? Aquí le va a resultar difícil, porque vivimos rodeados de brujos, hechiceros, «piaches», «ojeadores», «ensalmadores», «milagreros», y toda clase de gentes con poderes ocultos… –Sirvió de nuevo el vaso que su compadre había vaciado y añadió–: Estas selvas y estos tepuys tienen un atractivo especial para los «dotados».
Aurelia fue a responder agriamente, pero el húngaro se apresuró a extender las manos en actitud conciliadora.
–¡No se enfade! –pidió–. Socorrito no ha querido molestarla y las cosas son como dice. Al igual que la India o el Nepal, estos ríos y estas mesetas atraen desde muy antiguo a quienes se sienten fascinados por cuanto resulta misterioso o inexplicable. Están convencidos de que aquí encontrarán respuestas a extrañas preguntas que siempre se hicieron, porque este es el último lugar de la Tierra que aún puede considerarse esencialmente virgen.
–¿Usted cree en esas cosas?
–Poco importa lo que yo crea. Lo que importa es lo que veo, y cuando veo que su hija es capaz de leer un nombre que tan solo está en mi subconsciente, no me queda más remedio que admitir que hay cosas que escapan a mi entendimiento… –Hizo una pausa que aprovechó para apurar el nuevo vaso que el cauchero le había servido, y añadió–: Algunos de los mejores yacimientos de este territorio se descubrieron porque alguien escuchó «La Música».
»’Makunaima’ se apareció indicando el punto exacto en que había que buscar, o un rayo milagroso partió un árbol como en las minas de oro de El Callao.
–¡Tonterías…!
–¿Y usted lo dice? –intervino Juan Socorro Torrealba incrédulo–. ¿Usted, que trajo al mundo una criatura que tiene más poder que veinte hechiceros juntos…? –Sacó la lengua por entre una inmensa mella de sus dientes y la agitó de un lado a otro en lo que podría considerarse un tic nervioso–. No está bien que yo intervenga, puesto que nadie me da vela en este entierro, pero le repito que aquí, al sur del Orinoco, su hija va a tener demasiados problemas a causa de sus poderes. –Movió la cabeza pesimista–. Demasiados –concluyó.

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