¿Qué edad tendría?
Resultaba difícil calcularlo porque su piel entretejida de finas arrugas no parecía concordar con la viveza de sus ojos o la espontaneidad de su sonrisa, y aunque probablemente había superado con mucho el medio siglo, cabría imaginar que –al igual que los personaje de los libros– era un hombre sin edad que así había nacido, así había vivido y así seguiría siendo cuando todos cuantos le habían conocido llevaran más de cien años muertos y enterrados.
Ni tan siquiera su nombre recordaba; tan solo que el fondo de sus ojos se encontraba saturado de miles de paisajes e infinidad de recuerdos amargos que sin embargo no habían hecho mella en su ánimo, como si su alma hubiera sido templada de tal modo que ningún acontecimiento consiguiera quebrantarlo.
–Un hombre extraño, ¿verdad…? Extraño y fascinante.
Su madre había surgido de las tinieblas, y tras acariciarle suavemente el cabello tomó asiento a su lado y juntas contemplaron cómo se esforzaba la luna por abrirse camino entre espesas masas de nubes.
–Me gustaban las cosas que contaba.
–A mí, no. Son cosas para escucharlas a miles de kilómetros de distancia, y no aquí cuando se tienen tres hijos con la cabeza llena de pájaros. Sebastián se agita en su litera sin pegar ojo y tú contemplas el río, la selva y esas montañas como si cada hoja que brilla se te antojara un diamante del tamaño de un huevo de paloma.
–No me interesan los diamantes.
–Lo sé. Tú no los necesitas, pero aún recuerdo cuántas preguntas solías hacerme sobre los libros que leías y cómo atosigabas a tu abuelo para que te contara portentosas aventuras que jamás le habían sucedido… –Chasqueó la lengua con gesto de incredulidad–. Eras capaz de aceptar aquellas mentiras con tal de que continuara con sus cuentos.
–¿A ti no te ocurría lo mismo de pequeña…?
–Dentro de un orden, hija… Dentro de un orden. Y es que a vosotros los Maradentro, en lugar de sentido común os proporcionaron una segunda dosis de fantasía… –Le acarició nuevamente el cabello–. Así hemos tenido luego tantos problemas.
Yaiza guardó silencio, pero al fin se volvió a su madre y la miró de frente, directamente a los ojos.
–Sebastián quiere intentarlo –dijo.
–¿Qué? ¿Buscar diamantes? –Aurelia afirmó repetidas veces con la cabeza–. Sí. Ya lo sé. Sebastián salió a mi familia, y supongo que tendré que hacerme a la idea de que nunca será un lobo de mar, pero tampoco me gusta la idea de verle convertido en un vagabundo zarrapastroso.
–A mí no se me antojó zarrapastroso.
–Porque le estabas mirando como a un héroe de novela, pero llevaba la camisa raída, los pantalones remendados, el sombrero mugriento y los pies descalzos. ¿Crees que a una madre puede apetecerle que su hijo se convierta en algo semejante?
–Sebastián no pretende quedarse. Tan solo hacer una prueba.
–Todo es siempre en principio una prueba, hija; fumar, beber, el juego, la droga, e incluso el hombre con quien acabas casándote… –Aurelia agitó la cabeza con gesto pesimista–. Si va a buscar diamantes y no los encuentra, habrá perdido su tiempo. Pero si por casualidad los encuentra, perderá su vida porque ya ninguna otra cosa le interesará más que la aventura de intentar suerte nuevamente.
–Tal vez se conforme con obtener el dinero que necesitamos para ponerle un motor al barco.
–Podría creerlo si supiera que existe un sitio adonde ir, pero lo cierto es que andamos sin rumbo y no tenemos ni la menor idea de lo que va a ocurrir cuando lleguemos al mar… –Se advertía un profundo deje de amargura en su voz–. Resulta duro reconocerlo, pero la verdad es que nos hemos convertido en una familia de gitanos que en lugar de vagar por los caminos navega por los ríos y los mares.
–A mí me gusta. Estamos siempre juntos y no hay hombres que me espíen ni mujeres que cuchicheen cuando paso. En Caracas llegué a pensar que acabaría volviéndome loca. Es maravilloso poder pasear por cubierta, sentarme o moverme sin estar pendiente de si alguien me mira… –Hizo una significativa pausa–. Además, desde que estamos a bordo los muertos no vienen a visitarme.
–¿Crees que has perdido el «don»?
–Es pronto para saberlo, pero que no vengan los muertos puede ser un síntoma…
–¿Sigues queriendo perderlo?
–No ha servido más que para dejar el camino sembrado de cadáveres y, a la hora de la verdad, cuando realmente lo necesité no me valió de nada. Desde que tengo memoria sueño con convertirme en una muchacha «normal».
Aurelia extendió la mano y tomó la de su hija, acariciándola con ternura:
–Tú nunca serás «normal», pequeña –señaló–. Al menos, lo que la gente entiende por «normal»… –Suspiró profundamente–. Está mal que tu propia madre lo diga, pero es cierto: Tú eres «distinta» desde el momento en que te concebí. –Jugueteó con sus dedos como si estuviera comprobando que no le faltaba ninguno–. Nunca quise contártelo para que no aumentara tu confusión, pero quizá sea mejor que lo sepas… –Sonrió a sus recuerdos–. Aquel verano habíamos ido a pasar unos días a Isla de Lobos porque tu padre iba a emprender un largo viaje a los «calderos» de Mauritania, y la última noche, con luna llena y un calor asfixiante, nos bañamos en la laguna. La marea estaba alta, el agua nos llegaba al pecho, y allí, sobre aquella arena blanca y dentro de aquel agua tibia y transparente, hicimos el amor. –Su voz cambió de tono y se hizo más densa, más plena de matices–. Y cuando más hermoso era todo, millones de pececillos entraron por la bocaina y nos rodearon saltando, acariciándonos las piernas y lanzando a la luz de la luna destellos plateados. Fue algo tan irreal, fantasmagórico y hermoso, que en ese mismo momento tuve el convencimiento de que había quedado embarazada y traería al mundo una criatura diferente.
–¡Pues qué gracia!
–¡No debes lamentarlo, hija! No debes lamentarlo. Por pesada que se te antoje la carga de ser «distinta», mucho más pesado resulta el hecho de ser «común». El mundo está repleto de gente hastiada de una existencia que en nada se diferencia a la de cuantos los rodean y darían años de su vida porque algo los distinguiese de los demás.
–Hay muchas formas de distinguirse, y la mía resulta demasiado amarga, porque cada vez que conozco a alguien me pregunto qué clase de daño voy a causarle.
–No es tu intención causar ese daño. Jamás has incitado a ningún hombre, y si pierden la cabeza no eres responsable por lo que les ocurra. Es como si una joya se sintiera culpable porque alguien quisiera robarla.
–¡Mamá! –protestó su hija–. ¡Vaya comparación…! Lo lógico es que una muchacha guste a los hombres y pretendan acostarse con ella… –Negó con la cabeza repetidas veces como si le costara un gran esfuerzo aceptarlo–. Lo que no resulta lógico es que todo el que lo intente conmigo acabe mal.
–Eso es exagerado. La mitad de los muchachos de Lanzarote lo intentaron, y salvo al que quiso emplear la violencia, a los demás no les ocurrió nada. Pronto o tarde aparecerá un hombre que te guste y con el que te casarás. Los demás no son tu problema, porque si quisieras contentarlos a todos no podrías levantarte nunca de la cama.
–¿Y cuándo aparecerá ese hombre?
–Cuando menos lo esperes, hija. Cuando menos lo esperes. Yo estaba sentada en una playa estudiando Derecho Romano cuando alcé la cabeza y me dije: «¡Qué bestia es ese tipo sacando la barca del agua!». –Sonrió como burlándose de sí misma–. Luego añadí: «Qué bestia y qué alto»; «qué bestia, qué alto y qué guapo». Y a partir de ese momento cambié el Derecho Romano por la cocina, y te juro que durante un cuarto de siglo fui la mujer más feliz del mundo. A ti te ocurrirá lo mismo.
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