María Maratea - Mora. Confesión travestí

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"Lo que más inquieta a los hombres de estar con chicas como nosotras es que, tarde o temprano, nos van a meter la mano en la entrepierna. Saben que detrás de esa mujer hay un hombre pero, cautivados por la máscara, es más fácil de enfrentar. Siento que soy una diosa cuando voy por la calle y se dan vuelta para mirarme. Me gritan: yegua, potra, divina. Y me río de los que se ríen porque sé que algo les pasa. Yo los vi, en mi cama. Tipos que al principio se reían: los escuché pidiéndome por favor. También se acercan hombres y mujeres buscando una falsa amistad para sentirse modernos y exóticos, sólo por decir: Yo tengo un amigo travesti. Como si dijeran: En casa tengo una pantera negra…"
Que un hombre se apellide Mora no llama particularmente la atención. Que una mujer se llame Mora, tampoco. Pero que un hombre apellidado Mora se convierta en una mujer llamada Mora, sí. Y esta es su historia, desde el día en que fue encontrado en el armario de un hotel, recién nacido, y llegó al orfanato del cual saldría años después adoptado por un matrimonio de Barrio Norte. Esta es la historia de un adolescente obeso sometido a crueles internaciones y tratamientos psiquiátricos, que busca contra viento y marea su identidad, y empieza a encontrarla en un par de zapatos taco aguja, unas medias de red, una minifalda ceñida y unas inyecciones de silicona industrial aplicadas a su pecho plano.
Esta es la historia de Mora, travesti, pantera negra, trabajadora del sexo en Buenos Aires.

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Están quienes se hacen los novios, vienen todas las noches y nos confiesan su amor para que lo hagamos gratis. Les tenemos que pedir que se vayan porque no nos dejan laburar. Otros paran el auto, abren la puerta y mostrandolá dicen: Mirá que linda ¿te gusta? Vení, subí un ratito. Y hay que explicarles que en esta profesión se cobra por eso, que si quieren hacerlo gratis se busquen un marica o una puta. Hay que decirles mil veces que para nosotras esto es un trabajo. Que no es lo mismo ser puta que prostituta.

Unas compañeras han canjeado sus servicios por licuadoras, equipos de música, televisores, videos. Después los venden.

El más desubicado me ofreció un lechón. Para sacármelo de encima le dije que, como no tenía freezer, pasara más cerca de Navidad:

–No –me contestó –, el chancho está vivo.

–Qué querés, ¿qué lo saque a pasear todas las mañanas con una correa?

7

De a poco, me fui haciendo una buena cartera de clientes. Algunos internacionales.

El filipino es de barco. Llega caminando y me lleva a un hotel. Machista, dominante, agresivo, me arranca la ropa y me la pone de una, sin saliva. Agarra fuerte, pega palmadas, clava los dedos. Es tosco, apurado. Parece una maquinita de coser. Termina, se levanta, se viste y se va.

El francés, en cambio, se toma su tiempo. Quiere cumplir sus fantasías, me pide la ropa prestada. Está acostumbrado a las drag-queens, los chicos que se travisten con grandes producciones. No tiene ningún prejuicio. Besa, acaricia, abraza. Es ameno, relajado.

El brasilero para con el camión y me ofrece la cajita de vino. Siempre quiere pagar después. Dice que en Brasil primero se trabaja y después se paga. Pero acá, sin billete no hay arreglo. Lo tengo que mandar a lavar. Apenas subo al camión ya se siente la baranda. No quiero ni pensar si se baja el pantalón. Se cree que porque una trabaja de esto se tiene que tragar el “cogotito de cóndor”:

–No mi amor –le digo–, así no es.

Fastidiado, agarra el bidón con agua, el jabón y se lava por ahí. Es metódico, apenas se la empiezo a besar ya me pide que me dé vuelta.

El chileno, en cambio, es un placer. Huele a perfume. Educado, atento, pregunta cómo estoy, se interesa por mis cosas. Confiesa la falta de interés sexual con su pareja:

–Como vos trabajás de esto, calculo que debés tener la solución –dice.

No hay cosa menos encantadora que el boliviano en bolas. Es retacón y “pijicorto”, me ofrece dos pesos, a lo sumo tres. No transo.

Dicen que los árabes la tienen grande. No sé si será cierto, pero si Yamil es el exponente de esa raza, cumple con el mito. Un metro ochenta, ojos verdes, peludo, musculoso, buenas patas, buena cola. Me gusta y encima paga: bingo. Es fogoso. Un movimiento de cintura espectacular. Y buena concentración. Cuarenta y cinco minutos sin parar. Me deja partida al medio.

El japonés es callado, serio. Le falta gracia. Le hago señas para que ponga un poco de onda. No le puedo sacar ni una palabra en argentino. De vez en cuando se ríe. Se ve que le gusta, porque viene bastante seguido.

Los argentinos merecen un renglón aparte, por “pajeros”.

Me divierte verlos disimular: son encantadores. Dan vueltas, franelean, pelean precio, se hacen los “langas”. Una vez que pagan, reclinan el asiento y esperan que una haga todo, inclusive desabrocharles la bragueta. Me besan las tetas, la panza, y como quien no quiere la cosa, de pronto, los tengo entre las piernas. Me agarran la pija y mirandolá, dicen: que linda conchita que tenés.

Todos tienen la fantasía de ser penetrados. Algunos se animan.

Está el que viene sólo a masturbarse.

Hay dos cosas que prefieren: cojerme mientras me pajean y el bucal; les encanta levantarme el pelo y mirar cuando la tengo en la boca. Después, aclaran:

–Pero mirá que yo no soy puto, eh. Yo lo tengo sanito.

Y se van, cancheros, sin darse cuenta de su gran putez.

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