Barney Hoskyns - Hotel California

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A mediados de los sesenta, la música popular norteamericana dio un giro copernicano cuando la fábrica de hits de Nueva York se vio desplazada por los himnos aterciopelados y edénicos que empezaron a brotar de Los Ángeles de la mano del genial productor Phil Spector y grupos como los Beach Boys, los Byrds o The Mamas and the Papas. A partir de ese momento, una serie de artistas, que empezaron a reivindicarse como cantautores de sus propios temas, encontraron en las colinas californianas de Laurel Canyon y en sus alrededores un paraíso virginal —en plena naturaleza pero a un paso del fragor de la gran ciudad— donde establecerse, echar raíces y dar rienda suelta a sus canciones de corte intimista y reivindicativo. Locales como el Troubadour, en La Cienega Boulevard, empezaron a ser frecuentados por la nueva horda de músicos, que aspiraban a tocar sus canciones en directo frente a la exigente audiencia, formada en buena parte por los propios músicos y aspirantes a estrellas. Se iría así fraguando una de las eras doradas del rock norteamericano, que empresarios de la música como un joven y aguerrido David Geffen y su socio Elliot Roberts convertirían casi de la noche a la mañana en un emporio. De este modo, sellos como Warner/Reprise, dirigidos por los linces Mo Ostin y Joe Smith, o Asylum, del tándem Geffen/Roberts, apostaron por un repertorio de folk rock y nuevo country que vio nacer a cantautores y grupos de la talla de Neil Young, Joni Mitchell, Gram Parsons, Crosby, Stills & Nash, Jackson Browne, Linda Ronstadt, James Taylor, The Flying Burrito Brothers, The Eagles o Fleetwood Mac, entre muchos otros, que se convertirían en el nuevo canon del rock y el folk de la música norteamericana a base de música introspectiva y de raíces. Sin embargo, el idealismo, la solidaridad y el talento no tardarían en dar paso a un pandemónium de celos, consumo exacerbado de drogas y sobredosis, relaciones sentimentales tormentosas, éxitos clamorosos y caídas en picado que convirtieron el paraíso en un infierno de egoísmo y capitalismo desbocado que preconizó las maneras que la industria musical desarrollaría a partir de ese momento. Esta es la historia de los artistas de aquella generación, que alumbraron algunas de las mejores canciones de todos los tiempos y cuyo legado sigue más vigente que nunca.

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The Mamas and the Papas ensayando en el Hollywood Bowl 1967 De izquierda a - фото 3

The Mamas and the Papas ensayando en el Hollywood Bowl, 1967. De izquierda a derecha: Cass Elliot, Michelle Phillips, John Phillips y Denny Doherty.

© Henry Diltz Photography & Morrison Hotel Gallery.

«Para entonces ya estábamos todos más que quemados», reconoce Lou Adler. «Estuvimos de un subidón durante aquellos tres o cuatro años… Todo lo que tocábamos se convertía en oro, y el estilo de vida que llevábamos era increíble. Llevábamos tal subidón que no había donde ir.» John Phillips ya empezaba a mostrar los signos incipientes de la arrogancia insaciable que acabaría por destruir su vida. Intoxicados por el éxito, John y Michelle se mudaron de Laurel Canyon a Bel Air Road, a la mansión imitación Tudor de la difunta Jeanette MacDonald, y llenaron la casa de cristal de Lalique, porcelana de Limoges y demás accesorios propios del estilo de vida de los famosos. «El público se identifica enormemente con la música y con el estilo de vida», declaró Phillips. «Todo se reduce a lo mismo. Se trata de un estilo de vida aristocrático. Lo que cuenta es la vida de la estrella del pop; eso es lo que te llama la atención, y no sus directos.»

«Norteamérica siempre es muy dada a recrear una aristocracia, y para ello suele tirar del mundo del deporte, de la política, de las artes y del espectáculo», escribió Carl Gottlieb. «Los nuevos príncipes y princesas del rock no perdieron el tiempo en explorar el tipo de vida que había llevado a la nobleza del Viejo Mundo a la ruina y a la revolución.»

IV. La carretera humana

El orgullo desmedido de John Phillips era más que evidente una vez hubo menguado el éxito de The Mamas and the Papas. Cometió el error garrafal de no ser capaz de percatarse del nuevo espíritu que representaba Laurel Canyon. Para los nuevos trovadores terrenales —que vestían vaqueros con parches y se pasaban el tiempo en plan relajado con sus gatos en unas cabañas de dos plantas componiendo canciones introspectivas sobre sí mismos y los demás— vivir en Bel Air y conducir un Rolls-Royce no molaba nada. «Gran parte de la música evocaba una época y un lugar más sencillos», afirma Chris Darrow. «La manera de vestir emulaba la época victoriana. Todos queríamos que las cosas fueran como pensábamos que habrían sido en los años veinte o treinta. Queríamos ser vaqueros.»

Si Laurel Canyon era un lugar ecológico, Topanga Canyon —a unos quince kilómetros al oeste y lindante con el Océano Pacífico— era una auténtica tierra salvaje. En Laurel Canyon ibas en moto; en Topanga, a caballo. Era el lugar al que acudía la gente para huir de Hollywood. El sonido de Topanga era acústico y relajado. Cansados de tanta grandilocuencia amplificada, los cantautores volvían a entrar en contacto con sus raíces folk y a sumergirse en la música country que se acababa de poner de moda. «Una de las razones por las cuales la gente se iba a Topanga era que podías hacer como que estabas en Kentucky o en Tennessee», afirma Dan Bourgoise, que por aquel entonces trabajaba de A&R para Liberty Records. «Todo se iba volviendo más silvestre y rústico, y la música se volvió muy country.»

Mark Volman de los Turtles, que había saboreado el éxito casi tanto como los Monkees o The Mamas and the Papas, tardó menos que John Phillips en percibir aquel cambio de sensibilidad generalizado. «Lo que apareció en aquel momento fue realmente la base de la música de los setenta», reflexiona ahora Volman. «Los Turtles no estábamos vinculados a aquella especie de contracultura molona que empezaba a prosperar. Lo que sí puede que fuéramos es el remanente de otro tiempo; los últimos vestigios de aquella época del Brill Building de principios de los sesenta.»

Aquella nueva idiosincrasia de los cantautores y de las bandas autosuficientes fue un problema para gente como P.F. Sloan y Warren Zevon, que compusieron algunos éxitos menores para los Turtles. «Creo sinceramente que las compañías discográficas se olvidaron sin más de tipos como Phil Sloan», comenta Volman. «Dunhill era una discográfica muy pop que realmente no sabía cómo tratar a un artista como él.»

El compositor de pop/MOR Jimmy Webb, otro «talento de trastienda» con éxito en Los Ángeles, también tuvo la sensación de que había un cambio de aires. Para su primer álbum compuso un lamento por Sloan que versaba sobre el pathos del compositor contratado relegado por el nuevo tipo de cantautor más de moda. «Yo creía sinceramente que [Phil] era el primero que intentaba —y muy heroicamente— escapar de aquella etiqueta de “compositor de pop”», dice Webb, «y que debería habérsele concedido algo de mérito por habernos ayudado a muchos de nosotros a liberarnos de aquella etiqueta.»

La cantante Jackie DeShannon, que había empezado en Metric Music, compaginaba las dos labores de componer y actuar. También fue lo suficientemente avispada como para publicar, en el otoño de 1968, un disco titulado Laurel Canyon , que incluía un himno entonado con aquella garganta dorada al lugar edénico que se había convertido en su hogar. «Eran el momento y el lugar adecuados», declaró. «Todos los elementos que yo había imaginado encajaban.»

Aquellos cambios fueron percibidos en Warner/Reprise con mayor entusiasmo que en ningún otro sitio. «Nos daba la impresión de que nos habíamos quedado solos», afirma Stan Cornyn. «Ahí estaba Capitol sin hacer nada, afrontando sus problemas con los Beatles, por no hablar de Liberty, Dot, ABC y todos los demás sellos que luchaban por salir a flote y que no acababan de pillar lo que estaba pasando. Nosotros sí que parecíamos haberlo pillado y estábamos disfrutando de lo lindo.» Probablemente el mayor catalizador de la compañía no fuera Lenny Waronker, sino el esbelto, sarcástico y muy británico Andy Wickham. Siguiendo el ejemplo de Billy James, Mo Ostin, el dueño de Reprise, también quería tener su propio «hippie de la casa», y Wickham encajaba perfectamente. «Mo se percató muy astutamente de la necesidad de contar con un embajador de la contracultura», afirma el productor Joe Boyd, que conoció a Ostin y Wickham a finales de 1967. «Mo pasaba tiempo con la gente, escuchaba lo que decía y le hacía caso», dice Stan Cornyn. «Andy también era digno de ser escuchado. Era muy inteligente. Todo lo que tramaba era por regla general una incógnita.»

Wickham había sido un artista comercial en Londres antes de ponerse a trabajar en Immediate Records para Andrew Loog Oldham, el mánager de los Rolling Stones. Su fascinación por la cultura norteamericana lo había llevado a California —y a aceptar trabajar de publicista para Dunhill, el sello de Adler— en 1965. «En aquella época ya iba con pinta de hippie», afirma el cantante Ian Whitcomb, otro compatriota británico que había aterrizado en Hollywood. «Llevaba collares, cadenas y el pelo largo. Le encantaba Los Ángeles.» Ostin le pagaba a Wickham doscientos dólares a la semana, un sueldo generoso teniendo en cuenta que la principal tarea de Andy era alternar con los músicos en Laurel Canyon y estar al tanto de todo lo que pasaba. Como resultado, el cañón se convirtió —en palabras de Stan Cornyn— en «toda una mina de oro de Reprise».

«Para mí, Andy fue quien tomó la batuta en Laurel Canyon por nosotros», opina Cornyn. «No se me ocurre nadie más que nos representara así de bien en aquellas colinas de carreteras estrechas. Se quedaba allí de alterne con la gente, llevaba el pelo largo y no tenía horario de oficina.» A Mo Ostin y Joe Smith, el jefe de Warner Brothers Records, no les resultó nada fácil que sus colegas aceptaran a Wickham, pero la trayectoria de aquel inglés empezaba a hablar por sí misma. «Andy sabía cómo funcionaban las cosas», afirma Smith. «Era nuestro melenudo. Nosotros lo guiábamos a través de las aguas turbulentas del resto del personal, que era un grupo de gente mucho más convencional.»

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