Maximiliano Matayoshi - Gaijin
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Con esta novela ganadora del premio UNAM-Alfaguara en 2002, Maximiliano Matayoshi logra conmover, al tiempo que nos devela con amabilidad la condición del inmigrante, de gran relevancia en todas las culturas y en todas las épocas
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10
Saato, el viejo del sake, había perdido el brazo defendiendo mi isla. Deberías tener un poco de respeto, respondió Kei cuando le pregunté dónde conseguiría el viejo tanto sake. Entonces supe que la botella siempre estaba llena de agua, que actuaba como un borracho porque no le gustaba estar con otras personas. Algunas veces me sumaba a ellos en el depósito para escuchar las historias del viejo, historias de guerra. Cuando estaba en la escuela, el director solía entrar a clase para informar sobre los logros de nuestros hombres: batallas que parecían perdidas y en las que siempre nos encontrábamos en desventaja terminaban por ser victorias heroicas, siempre estábamos a punto de ganar la guerra y de hacer que los americanos se arrodillaran ante el emperador. Y al final, sin que hubieran anunciado una sola derrota, nos rendimos.
Mientras tu querido director estaba en su casa, cientos de sus alumnos eran enviados al frente, dijo Saato, cuando le comenté lo que sucedía en la escuela. Chicos de tu edad morían a mi alrededor, pero las órdenes nos obligaban a seguir resistiendo. Algunos luchaban solo con varas de bambú y se lanzaban al enemigo como si fueran invencibles. Corríamos hacia las ametralladoras solo para morir y para ver morir a otros. Al fin nos empujaron hasta las cuevas, ¿conocen el lugar?, preguntó. Sí, Tatsuo y yo habíamos entrado una vez. Meses antes de la rendición las clases se habían suspendido y no se reanudaron hasta dos meses más tarde. Habían organizado grupos de estudio que se reunían en las casas de familia. Yo no asistía a esas clases, prefería caminar por los que habían sido campos de batalla y recoger los equipos abandonados en el lugar. En una de esas caminatas llegamos a las cuevas. Eran túneles cavados en granito y habían sido el refugio de nuestros soldados. Vimos cómo semanas después de la última batalla aún sacaban cuerpos y cómo los amontonaban en fosas comunes. Un camión arrojaba tierra y escombros sobre ellos y luego pasaba por encima del montículo para alisar el suelo. Había familias enteras refugiadas con nosotros, siguió contando Saato. Nuestra última resistencia fue quemada por los lanzallamas de los americanos. Muchos hombres se hacían matar por sus amigos, y otros formaban grupos para soltar una granada que los liberaría de caer prisioneros; las familias se suicidaban juntas: formaban un círculo alrededor de una pequeña mina que el padre se encargaba de activar. Los que pudieron escapar de las cuevas se lanzaron al acantilado al ver los tanques que se acercaban. Los menos afortunados fuimos capturados y llevados al campo de concentración.
Recordé a Tsuguio, un chico cuatro años mayor que yo que asistía a mi escuela. Él solía molestar a todos y le gustaba pelear a la salida del colegio. Era bastante robusto y ganaba casi siempre. Algunos se reían de él porque era gordo y en cierto sentido torpe, claro que lo hacían cuando Tsuguio no los podía escuchar. Un día fue llamado junto con otros chicos del mismo año para que fuese al patio. Se habían formado en dos filas y un hombre mayor les entregaba un rifle, un casco, una mochila y otras cosas. Tsuguio no esperó a recibir su equipo, intentó escapar corriendo, pero no era muy rápido y un soldado lo alcanzó antes de que pudiera salir del colegio. Nadie volvió a ver a los chicos que habían formado aquellas dos filas.
Una semana antes de llegar a puerto, Kei fue a buscarme a cubierta; llevaba algo envuelto en papel y pidió que lo acompañara abajo. Le pregunté qué haríamos en el depósito, pero no respondió. Cuando llegamos a su litera abrió la bolsa y sacó una botella: era sake. ¿Dónde la conseguiste?, pregunté. No importa, dijo y preguntó si tomaría con él. Como Kiyoshi es muy chico pensaba compartirla con Saato, pero después pensé que tal vez querías dejar de ser un niño y compartir la botella con nosotros, dijo mientras sacudía el sake frente a mí. Acepté, pero luego, cuando fuimos a verlo, Saato nos sorprendió: prefería seguir con su botella de agua. Esperamos que se hiciera de noche para subir a cubierta. Abrí la botella con mi navaja y le ofrecí a Kei el primer sorbo. Luego de tomar un trago largo dijo que estaba muy bien, que era mejor tomar mucho y que el líquido pasara rápido por la garganta. Le hice caso y no pude evitar escupir la mitad del sake. Tosiendo y de rodillas, lo insulté. Sin dejar de reírse, me sacó la botella de la mano. Tendré que enseñarte a tomar, dijo.
El depósito se encontraba más lejos de lo que recordaba. Sabía que para ir desde la cubierta debía mantener una mano apoyada sobre la pared derecha y luego de bajar las escaleras, dejarla sobre la de la izquierda. Había aprendido este truco después de los primeros días de tormenta, cuando varias lámparas habían caído y muchos de los pasillos se encontraban a oscuras. Pasé por muchos lugares, pero nunca llegué al depósito. Kei me había dejado solo para buscar otra botella y dijo que no lo acompañara porque yo estaba demasiado borracho como para caminar. Me sostuve aferrándome de un picaporte y vomité. La puerta se abrió, caí de rodillas y manché mi pantalón con la comida de la cena. En la habitación oscura, mamá recitaba un poema de amor.
Me incorporé y todo comenzó a girar. El eje se doblaba y retorcía como una soga. A veces la litera estaba debajo y otras por encima. Cuando intenté poner los pies sobre el piso, solo encontré aire. Mis piernas cedieron al toparse con algo sólido, me golpeé la cara con la rodilla derecha, me mordí la lengua y mi nuca resonó contra una litera. Usé el truco para llegar a cubierta y esta vez funcionó. Inclinado sobre la barandilla, Kei me miró sorprendido cuando lo saludé. Se limpió la boca con la manga para luego preguntarme cómo había dormido. No tendrías que haberme dejado solo, dije, pudo haberme pasado algo, pude haber caído al agua. Él respondió que era yo el que lo había abandonado. Al regresar con otra botella yo ya no estaba, él me buscó en el depósito y tampoco me encontraba allí, me buscó por todo el barco y cuando se fue a dormir, yo ya estaba acostado en mi litera. No sé cómo llegué, dije, lo único que recuerdo es haber soñado con mi madre y ahora tengo mucha sed. ¿No te duele la cabeza?
11
Intenté comer, pero el solo pensarlo me daba náuseas. Al salir del comedor un tripulante gaijin pasó junto a mí y sonrió. Ya estás despierto, dijo. Él me había encontrado en el puesto de comunicaciones, me había arrastrado hasta el depósito para, con la ayuda de unos hombres, subirme a la litera. Vomitaste todo el piso, dijo y ya no sonreía. Me disculpé y agradecí. Aseguré que repararía los daños y que limpiaría todo en ese mismo momento. Dijo que después de la cena fuera al puesto de comunicaciones, él ya había limpiado el piso pero aún quedaban algunas manchas. Además, necesitaba ayuda para mover unos equipos.
Al terminar de comer me disculpé con Kiyoshi: le había prometido que aquella noche cantaríamos una canción en inglés que me había enseñado; aun sin entender toda la letra ya podía pronunciar las palabras. No recordaba mucho de la noche anterior, de modo que le pregunté a Kei cómo llegar al puesto de comunicaciones, pero él tampoco sabía. Deberías preguntarle a un tripulante, dijo, por un par de dólares nadie tendrá problemas en responder. Le pedí dinero a mi amigo y subí a cubierta.
El lugar quedaba mucho más lejos de lo que pensaba, caminé por pasillos aún más angostos y oscuros que los del camino al depósito, y a veces, al pasar por una puerta, debía agachar la cabeza. El tripulante gaijin arrastraba una caja y murmuraba algo. Lo saludé en inglés y cuando le pregunté en qué podía ayudar, dijo que tomara el otro extremo: llevaríamos la caja a un lugar que quedaba en el piso de arriba. Arrastramos varias cajas más, algunas pequeñas, pero la mayoría del mismo tamaño que la primera. ¿Qué son?, pregunté después de haber dejado la última. Algunas cosas viejas, respondió y me recordó que yo aún debía limpiar el piso. Ordenó que fuera a la cocina a buscar un trapo y un balde. Fregué la mancha del piso hasta que me dolieron las manos y las rodillas, pero los espacios entre las tablas de madera seguían sucios. El tripulante dijo que ya estaba bien, era hora de dormir. Me incorporé y por primera vez me di cuenta del aspecto del lugar: una habitación pequeña llena de aparatos electrónicos y cables que colgaban por todas partes. El hombre subía el volumen de cada radio antes de apagarla. Cuando pregunté por qué hacía eso me explicó que verificaba algunas frecuencias de emergencia porque el clima en esa zona cambiaba de un momento a otro. Escuché a mamá, que recitaba un poema.
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