Verónica Foxley - Agonía en Malasia

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Agonía en Malasia: краткое содержание, описание и аннотация

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"En mayo de 2018 una noticia marcó los titulares de los medios: dos jóvenes chilenos que hacían un viaje de aventura turística arriesgaban una condena a morir en la horca por el asesinato de una ciudadana trans en Kuala Lumpur, capital de Malasia. Confinados en una cárcel digna del Expreso de medianoche, vivieron un calvario, mientras desde Chile se movilizaban sus familiares, amigos y autoridades. Parlamentarios y la cancillería intervinieron buscando vías para evitar que fueran al patíbulo.
¿Qué pasó realmente aquella noche en que dieron muerte a una persona? ¿Hubo intención de matar o fue un homicidio culposo como dictaminó la sentencia? ¿Quién era la víctima? ¿Cómo sobrevivieron ese largo tiempo en la cárcel?
¿Por qué deciden escapar y cómo lo consiguen?
Esta acuciosa y documentada investigación periodística explora los secretos de la historia. Desde el inicio, la autora viaja al sitio de los sucesos y recorre lugares claves del crimen, se entrevista con los familiares de la víctima, con presos de la cárcel, policías y con testigos de lo ocurrido, entre otros. Incluso con el verdugo, cuya profesión usual consiste en asegurar que la soga de la horca cumpla su cometido. La indagación nos devela un contexto social y cultural ineludible para comprender lo ocurrido. Así se aproxima magistralmente a la verdad de los hechos y puede construir este relato escalofriante y conmovedor, con la intensidad narrativa de un thriller. En efecto, la sucesión de acontecimientos y su verosimilitud alumbrarían fácilmente una novela o película de corte policial, de no mediar el contenido dramático de los sucesos que los designios del destino impusieron."

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En la construcción de esta historia entrevisté a policías corruptos, pero también a gendarmes amables que accedieron a contar su propia experiencia como custodios de una cárcel inhumana, la de Sungai Buloh, donde estuvieron recluidos los chilenos durante dieciséis meses. También me encontré con antiguos presos, cuyo paso por ese infernal agujero los dejó con marcas indelebles en su cuerpo y en su espíritu pero que, a pesar de ello o quizás por eso mismo, continuaron con su vida delictual luego de recobrar la libertad.

Asimismo, hablé con otros presos en los días de visita de la prisión, rostros macilentos y curtidos por la experiencia carcelaria, cuyo dolor, sin embargo, podía palpar a pesar del grueso vidrio que nos separaba. Esas imágenes no las olvidaré jamás.

Aparecieron en el camino activistas de ONG y abogados de derechos humanos que luchaban por los presos y sus aberrantes condiciones carcelarias, labor que hacían con miedo pero con enorme convicción, y que aplacaban rezando y actuando siempre con sigilo. Y pude también entrar en contacto con parte de la mafia local que trafica personas y que además facilita la logística para la fuga de quienes quieren cruzar las fronteras con papeles o sellos migratorios adulterados.

Por último, decir que esta historia tuvo para mí dos epílogos: el primero, cuando Candia y Osiadacz salieron en libertad, y el segundo cuando —con meses de diferencia— se fugaron de Malasia y, tras algunas apariciones en la prensa, desaparecieron del radar público. Eso hasta hoy, hasta estas páginas que contienen y relatan la historia de un caso que impactó a la opinión pública de nuestro país y que movilizó a ministros, parlamentarios y alcaldes para traerlos de regreso a Chile.

Este libro cuenta, en síntesis, el caso de dos compatriotas y de una ciudadana malasia unidos en una tragedia que terminó con una vida y afectó para siempre la de otros. Como tantas veces ocurre en la vida de los seres humanos, el destino y sus azarosos designios terminó por imponer su ley.

Capítulo 1

LA LLAMADA DE LA MUERTE

Pero aquellos que se arrepientan

y se enmienden y aclaren,

A esos me volveré.

Yo soy el indulgente, el misericordioso.

El Corán , 2:160

Tebal es un pequeño pueblo malasio que tiene un cementerio, una mezquita, una escuela, uno que otro pequeño almacén, un par de comercios y comida al paso. Sus habitantes están unidos por lazos de sangre y por un angosto camino de asfalto rodeado de palmas y frondosos árboles a cuyo costado se asientan un cordón de coloridas casas que atraviesan la localidad casi de punta a punta.

El ritmo de su gente es pausado, silencioso. La aldea solo sale de su modorra cuando el paso de una moto rompe el silencio.

Las mujeres cubren su cabeza con el hiyab, pañuelo con el que las musulmanas tapan su pelo, y sus maridos se pasean por el antejardín vistiendo un sarong , una especie de faldón largo propio de su cultura que se suele usar al momento de rezar.

El sol brillante y la nitidez de la luz hacen que el verde sea más intenso. Las aguas del río situado en los márgenes del camino van cambiando de color a medida que avanzan los rayos solares. Pero también depende del tiempo, las lluvias y los presagios, según dicen los viejos de la localidad.

Muchos de sus habitantes trabajan en el vecino pueblo de Temerloh, al que llegan en no más de diez minutos caminando y que está al otro lado del río.

Comparado con Tebal, Termerloh tiene un aspecto más citadino, es algo así como la gran metrópoli. Con los años se ha ido convirtiendo en un centro industrial y también en proveedor de la mejor tilapia y pez cirujano real de Malasia. El pueblo tiene buenos hospitales, calles amplias, bien señalizadas y edificios de varios pisos. En su parte antigua, que los lugareños con cierto orgullo llaman old town , algunas de sus casas aún conservan el estilo colonial, con ventanas y balcones de madera, veredas de azulejos y descascaradas paredes.

A la gente mayor, acostumbrada a la cadenciosa forma del tiempo pasado, no le ha quedado más remedio que aprender a convivir con la llegada del progreso. Enormes carteles publicitarios copan las esquinas de la ciudad, decenas de vulcanizaciones y cableados que cuelgan de los techos. El ruido, el tráfico, los restaurantes, los supermercados, las peluquerías, los bancos, las fiestas religiosas, los días libres y los grandes eventos. Todo está allí.

En cambio, en Tebal nunca pasa nada. La vida discurre en sordina, en voz baja. Se reza cinco veces al día, se sale a pescar, se trabaja la tierra de sol a sol, se toma té y se duerme la siesta. El viento sopla caliente como un vaho húmedo que atraviesa la ropa, que recorre cada espacio, cada centímetro, sin dar tregua a sus escasos habitantes que luchan contra los mosquitos que vagan buscando sangre.

La mayoría de las casas mira al ancho río Pahang, que en la época del monzón, y aun cuando su lecho está casi cuarenta metros más abajo, crece demasiado rápido e inunda las tierras de cultivo circundantes, los caminos, y termina desparramándose sobre sus afluentes, verdaderos tentáculos acuáticos. Como pasó en el 2014 cuando las lluvias torrenciales arrasaron con todo y el pueblo se convirtió en un pantano. Los pescadores perdieron sus botes, las familias hijos, hermanos, sus hogares, los campos de labranza y sus tumbas. A los animales se los tragó la corriente. Nadie allí olvida esa calamidad. Las paredes de las casas —que aún conservan las marcas de aquella voraz crecida— persisten como mudos testigos del rigor de la naturaleza.

Además de sus hogares, algunos comerciantes vieron destruirse sus pequeños negocios. Tal fue el caso de Ishak Mohd Jaafar, quien hacía cuarenta y cuatro años vendía comestibles y café en un pequeño quiosco instalado a doscientos metros de su casa y al borde del camino de ripio. Tras la inundación, y ante la congoja del anciano, su hijo Khairyddin golpeó puertas pidiendo ayuda para reparar el local y comprar nuevos equipos; llegó incluso a salir en un portal de noticias local, pero nada resultó, las promesas que le hicieron en su momento quedaron en palabras huecas. Un año después, entre la enfermedad, la demencia y la pena, el patriarca de la familia Ishak dejó de existir.

En ese pueblo de pescadores —al noreste de Kuala Lumpur y en una casa de fachada de madera color café, paredes interiores turquesas, piso de baldosas— vive su viuda Siti Juhar Binti Omar, madre de doce hijos, y a quien ahora le falta el menor de ellos, Yusaini Bin Ishak, cuya muerte ocurrió en agosto del 2017 en un hotel en Kuala Lumpur y en medio de una violenta riña con los chilenos Fernando Candia y Felipe Osiadacz. Eso partió su vida en dos. También la de los chilenos, porque ese homicidio los llevó a la cárcel y a vivir durante dieciséis meses en prisión con la pena de muerte sobrevolando sus cabezas.

No hay nombre para referirse a los padres a los que se les muere un hijo. No se ha creado aún en el vocabulario. Sus huellas en el alma se muestran como ventanas al mar a través de rostros adustos donde los ojos sin luz se juntan con los surcos que recorren las mejillas en una comunión insondable de tristeza, grietas como aludes en la memoria.

Han pasado dieciséis meses de ese aciago día y allí está ahora Siti Juhar, sentada en el pórtico de su casa con su cabeza cubierta y una larga pollera sobre un destartalado y agujereado sillón mirando el vacío, imaginando a su hijo, quizás recorriendo en su mente los miles de momentos, viéndolo jugar en el descampado aledaño o regresando de la escuela. Una actitud en la que el estoicismo y la resignación se interpelan mutuamente y en que la mujer ya no espera nada, pero lo recuerda todo.

картинка 1

El teléfono sonó varias veces ese mediodía del 4 de agosto. Su sonido repicó por las cuatro habitaciones de la sencilla pero espaciosa casa. Nadie atendió.

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