Jerome Jerome - Ellos y yo

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Un escritor y sus tres hijos llegan a la campiña para supervisar la remodelación de su nueva casa. Metido en harina, el novelista hará uso de toda su inteligencia para enfrentarse a la peculiar manera de encarar la vida rural que tienen sus retoños, cuyo hábitat natural debería ser el zoo. Dick, el mayor, hambriento bon vivant, experimentará una epifanía que le hará sentar cabeza, o eso quiere creer todo el mundo. Robina, su hermana, tan arisca con los demás como clemente consigo misma, conocerá el amor a su pesar, y a pesar de su enamorado. Verónica, la pequeña, cuyas aficiones incluyen invariablemente el dolor físico y mental de los que la rodean, hará estallar la cocina en pedazos gracias a un providencial paquete de pólvora. Un pollino chantajista, una vaca insomne, y una lechuza entusiasta del bel canto cierran el desquiciado elenco de esta historia hilarante. El caos está servido.

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—¿No había ningún arroyo con truchas? —preguntó Robina.

—Había un arroyo —le contesté—. En todo caso, un arroyo con exceso de corriente. La corriente fue lo primero en lo que se fijó tu madre. Casi un cuarto de hora antes de llegar a la casa. Antes de que supiéramos que aquello era el arroyo. Así que regresamos a la ciudad y ella se compró un frasco de sales, del tamaño más grande. Aquel arroyo le dio a tu madre un buen dolor de cabeza y a mí me puso furioso. La oficina del agente inmobiliario estaba enfrente de la estación. Vuestra madre se fue y yo retrasé media hora la vuelta a casa para decirle al agente lo que pensaba de él; y perdí el tren. Podría haber llegado a tiempo si me hubiera dejado hablar, pero me interrumpía constantemente. Dijo que lo del arroyo era por culpa de los de la fábrica de papel y que ya había hablado con ellos sobre ese tema más de una vez. Debía de pensar que todo lo que quería yo era que me demostrara un poco de simpatía. Me aseguró, y para ello me dio su palabra de vendedor de casas, que había sido un arroyo repleto de truchas. Y que existía constancia histórica. Isaac Walton había pescado allí... Pero eso fue antes de que construyeran la fábrica de papel. Él creía que se podía comprar una buena cantidad de truchas machos y hembras, y repoblar el arroyo, dándole preferencia a alguna raza rústica de trucha, más acostumbrada a pasar apuros. Yo le dije que no estaba buscando un sitio donde jugar a ser Noé y salí de allí, como bien le expliqué, con la intención de ir directamente a mis abogados y abrir un proceso contra él por hablar como un idiota; y él se puso el sombrero y se dirigió a sus abogados para iniciar un procedimiento contra mí por difamación.

»Supongo que al final, como yo mismo, pensó que era mejor olvidarse de todo el asunto. Pero estoy cansado de ver que mi vida se ha convertido en un perpetuo primero de abril. No he comprado la casa que deseaba con el corazón, pero tiene muchas posibilidades. Pondremos celosías en las ventanas, y decoraremos las chimeneas. Quizá pongamos una losa sobre la puerta principal, con una fecha: 1553. Siempre da buena impresión, es un número pintoresco, con los cincos al estilo antiguo. Cuando hayamos acabado de arreglarla, a todos los efectos, será una casa señorial de estilo Tudor. Siempre he querido una antigua casa señorial de estilo Tudor. Y no hay ninguna razón, por lo que yo puedo ver, por la que no deba haber historias relacionadas con esa casa. ¿Por qué no deberíamos tener una habitación donde hubiera dormido Alguien? Pero que no sea la reina Isabel. Estoy cansado de la reina Isabel. Además, no creo que fuera simpática. ¿Por qué no la reina Ana? ¿Una dama educada y gentil, que no molestaba a nadie? O, mejor aún, Shakespeare. Estaba constantemente de aquí para allá entre Londres y Stratford. No estaría demasiado apartada de su camino. ¡La habitación donde dormía Shakespeare! Y es una idea nueva. Nadie parece haber pensado nunca en Shakespeare. Tenemos esa con las cuatro columnas. A vuestra madre no le gustó. Insiste en decir que alberga cosas. Podríamos colgar en la pared escenas de las obras de teatro de Shakespeare y poner un busto del viejo caballero de la puerta. Si me dejáis en paz y no me causáis más problemas, probablemente acabaré por creerme que durmió allí de verdad.

—¿Qué pasa con los armarios? —preguntó Dick—. Mami clamará por los armarios.

Es inexplicable la pasión que la mujer media demuestra por los armarios. En el Paraíso, su primera petición, estoy seguro, es: «¿Puedo tener un armario?». Si se saliera con la suya mantendría a su esposo y a los hijos dentro de los armarios; sería su idea de casa perfecta, todo el mundo envuelto en alcanfor en su propio armario adecuado. Una vez conocí a una mujer que era feliz, para ser mujer. Vivía en una casa con veintinueve armarios. Creo que debió de construirla una mujer. Eran armarios amplios, muchos de ellos con puertas que no se diferenciaban en nada de las puertas de las habitaciones. Los visitantes se daban las buenas noches y desaparecían dentro de los armarios portando sus velas encendidas, tambaleándose hacia atrás al siguiente segundo, con expresión asustada. Un pobre caballero, me contó el marido de aquella mujer, se vio obligado a descender a la planta baja a por algo que había olvidado y a su regreso no encontró otra cosa que armarios, se perdió y terminó pasando la noche dentro de uno de ellos. A la hora del desayuno, mientras los invitados bajaban a la sala, él abrió las puertas del armario con un alegre buenos días. Cuando aquella mujer estaba fuera, nadie de la casa sabía nunca dónde estaba nada; y cuando ella misma estaba en casa, solo sabía dónde deberían estar las cosas. Sin embargo, una vez que uno de esos veintinueve armarios tuvo que ser limpiado temporalmente por reparaciones, no sonrió, según me dijo su marido, durante más de tres semanas: no hasta que los obreros se fueron de la casa y pudieron usar el armario de nuevo. Dijo que era vergonzoso no tener un lugar donde guardar las cosas.

La mujer media no quiere una casa, en el sentido común de la palabra. Lo que quiere es algo hecho por el genio de una lámpara. Uno ha encontrado, o al menos eso cree, la casa ideal. Le enseñas la chimenea Adams del salón. Tocas el revestimiento de madera de la sala con el paraguas: «Roble —le dices para impresionarla—; todo de roble». Llamas su atención sobre las vistas. Le cuentas la leyenda local: apoyando el rostro contra el cristal de la ventana se puede ver el árbol en el que fue ahorcado aquel hombre. Te detienes en el reloj de sol. Mencionas por segunda vez la chimenea Adams. «Es todo muy bonito —te responde ella—, pero ¿dónde van a dormir los niños?». Es tan desalentador.

Y si no son los niños es el agua. Ella quiere agua, y quiere saber de dónde viene. Tú le muestras de dónde viene. «¿Qué? ¿De ese horrible lugar?», exclama. Estará igual de insatisfecha si el agua se extrae de un pozo o cae del cielo y se almacena en depósitos. No tiene fe en el agua de la naturaleza. Una mujer nunca cree que el agua pueda ser buena si no viene de una fábrica embotelladora de agua. Está convencida de que la empresa la fabrica fresca todas las mañanas, siguiendo una vieja receta familiar.

Si consigues reconciliarla con el agua, entonces está segura de que el tiro de las chimeneas no saca bien el humo; le parece que ahuman la casa. Pero es que, como le has explicado antes, las chimeneas son lo mejor de la casa. La llevas fuera y se las enseñas. Son auténticas chimeneas esculpidas del siglo XVI. Es imposible que no tiren bien. Nunca harían algo tan antiartístico. Te dice que solo espera que tengas razón y que, en caso contrario, te sugiere ponerles capuchas de hierro laminado.

Después quiere ver la cocina: «¿Dónde está la cocina?» Tú no sabes dónde está. Tú no te preocupas por la cocina. Debe de haber una cocina, por supuesto. Procedes a buscar la cocina. Cuando la encuentras, ella está preocupada porque el comedor está en el extremo opuesto de la casa. Le señalas la ventaja de estar lejos de los olores de la cocina. Y entonces entra en el plano personal: te dice que eres el primero en quejarte cuando la cena está fría; y en su locura acusa a todo el sexo masculino de ser poco práctico. La mera visión de una casa vacía hace que una mujer se muestre inquieta.

Por supuesto, los fogones están mal. Los fogones de la cocina siempre están mal. Le prometes que tendrá unos nuevos. Seis meses más tarde va a querer los viejos de nuevo: pero decírselo sería cruel. La promesa de la nueva cocina la consuela. La mujer nunca pierde la esperanza de tener algún día una cocina que la satisfaga, la que soñó de niña.

Zanjada la cuestión de la cocina, te imaginas que has silenciado toda oposición. En ese instante empieza a hablar de cosas de las que nadie más que una mujer o un inspector de sanidad pueden hablar sin sonrojarse.

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