Jerome Jerome - Ellos y yo

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Un escritor y sus tres hijos llegan a la campiña para supervisar la remodelación de su nueva casa. Metido en harina, el novelista hará uso de toda su inteligencia para enfrentarse a la peculiar manera de encarar la vida rural que tienen sus retoños, cuyo hábitat natural debería ser el zoo. Dick, el mayor, hambriento bon vivant, experimentará una epifanía que le hará sentar cabeza, o eso quiere creer todo el mundo. Robina, su hermana, tan arisca con los demás como clemente consigo misma, conocerá el amor a su pesar, y a pesar de su enamorado. Verónica, la pequeña, cuyas aficiones incluyen invariablemente el dolor físico y mental de los que la rodean, hará estallar la cocina en pedazos gracias a un providencial paquete de pólvora. Un pollino chantajista, una vaca insomne, y una lechuza entusiasta del bel canto cierran el desquiciado elenco de esta historia hilarante. El caos está servido.

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Robina dijo que no insinuaba que yo mintiera, pero sé muy bien que lo pensaba. Como soy escritor, cuando cuento historias de mi vida la gente piensa que ni siquiera sé lo que es verdad y lo que no lo es. Ya resulta bastante molesto que crean que quizá estoy exagerando, pero que la sangre de tu sangre y tus propios amigos se burlen de ti a la cara cuando estás luchando por ceñirte a los hechos desnudos… Bien, ¿dónde está entonces el incentivo para ser sincero? Hay momentos en que casi me digo que nunca más volveré a decir la verdad.

—La historia es verdadera, en muchos aspectos. Y hago caso omiso de tu indiferencia ante el riesgo que corrí. Aunque una chica sensible, en el momento en que he mencionado la escopeta habría expresado su alarma. En cualquier caso, al final podría haber dicho algo más simpático que un simple cuéntanos otra. No le disparó a la siguiente persona que fue, por la sencilla razón de que al día siguiente su mujer, alarmada por lo que había pasado, se fue a Londres y consultó a un especialista…, pero ya era demasiado tarde, porque resultó que el pobre diablo murió seis meses después en un manicomio privado. Esto último me lo contó el jefe de estación cuando pasé por allí esta primavera. La casa acabó en posesión de su sobrino, que ahora vive en ella. Es un hombre más bien joven, con una gran familia, y la gente ya se ha enterado de que el lugar no está a la venta. A mí me parece más bien una historia triste. El sol de la India, como piensa el jefe de estación, pudo haber comenzado el trabajo... pero, sin duda, el final se precipitó por las molestias a las que el desafortunado caballero estaba sometido, y yo mismo podría haber recibido un disparo. Lo único que me consuela es pensar en el ojo morado de aquel idiota... del idiota que me mandó allí.

—¿Y ninguna de las otras casas estaba bien? —preguntó Dick.

—Eran puros desastres, Dick —le expliqué—. Había una casa en Essex; fue una de las primeras que inspeccionamos tu madre y yo. Casi me eché a llorar cuando leí en el anuncio que una vez fue un priorato donde la reina Isabel había dormido de camino a Greenwich... Una fotografía de la casa acompañaba el anuncio. No debería haber creído lo que vi en la imagen. Estaba a menos de veinte kilómetros de Charing Cross. El propietario, decía el anuncio, estaba abierto a ofertas.

—Todo patrañas, supongo —aventuró Dick.

—El anuncio, en todo caso —le contesté—, había subestimado la belleza de la casa. Y de todo lo que se podía culpar a la publicidad era que no mencionaba otras cosas. No mencionaba, por ejemplo, que desde la época de la reina Isabel el barrio había cambiado mucho. No mencionaba que la entrada tenía un edificio público a un lado y una tienda de pescado frito al otro, que la Great Eastern Railway Company había establecido un depósito de bienes en la parte posterior del jardín, que las ventanas del salón daban a una enorme fábrica de productos químicos y que el ventanal del comedor daba a la esquina, al patio de un cantero. Pero la casa, en sí, era un sueño.

—Pero ¿qué sentido tiene todo eso? —inquirió Dick—. ¿Por qué mienten los agentes inmobiliarios? ¿Creen que las personas pueden comprarse una casa simplemente después de leer un anuncio, sin ir a verla?

—Una vez le hice esa misma pregunta a un agente —le contesté—. Me dijo que lo hacen, en primer lugar, para mantener la moral del propietario, el que quiere vender la casa, porque cuando un hombre trata de desprenderse de una casa se siente insultado de muchas maneras por parte de los que van a verla: si no la valoran bien, si no dicen todo lo mejor que se puede decir de la casa y no justifican sus defectos, podría terminar por avergonzarse hasta el punto de olvidarse de ella o, peor, volarla con dinamita. Me explicó que la lectura de la publicidad en el catálogo del agente inmobiliario es lo único que lo reconcilia con el hecho de ser el dueño de la casa. Dijo que un cliente suyo había tratado de vender su casa durante años, hasta que un día, en la oficina, leyó por casualidad la descripción que la agencia había hecho y se fue directamente a casa, quitó el anuncio, y desde entonces ha vivido en ella contento. Desde ese punto de vista, el sistema es bueno, pero para el que va a comprarla es muy ineficaz.

»Una vez un agente me mandó a ver una casa en medio de una fábrica de ladrillos, con vistas al Canal Grand Junction. Le pregunté dónde estaba el río que había mencionado. Me explicó que estaba al otro lado del canal, pero a un nivel inferior. Esa era la única razón por la que no se podía ver desde la casa. Le pregunté por su paisaje pintoresco. Me explicó que estaba un poco más allá, a la vuelta de la esquina. Parecía pensar que yo era poco razonable porque esperaba encontrar frente a la puerta todo lo que quería tener. Añadió que podía tapar las vistas de la fábrica de ladrillos con árboles, suponiendo que no me gustara. Me sugirió eucaliptos. Dijo que era un cultivo muy rápido; también me dijo que producían goma.

»Para ver otra casa viajé hasta Dorsetshire. Contenía, según el anuncio, tal vez la muestra más perfecta de arco normando de todo el sur de Inglaterra. Había sido mencionado en la obra de Dugdale y databa del siglo xiii. No sé muy bien lo que me esperaba. Me defendí a mí mismo argumentando que también en aquella época debió de haber rufianes de modestos medios financieros. Aquí y allá algún barón ladrón se habría instalado en alguna zona pobre del país y habría tenido que conformarse con un pequeño castillo familiar. Algunos de aquellos castillos, escondidos en barrios poco frecuentados, habían escapado a la destrucción y algunos descendientes más civilizados los habrían adaptado a las necesidades modernas. Antes de que el tren llegara a Dorsetshire, me imaginaba algo entre la Torre de Londres en miniatura y una versión medieval de la casa de Anne Hathaway1 en Stratford. Me imaginé mazmorras y un puente levadizo, tal vez un pasaje secreto. Lamchick tiene un pasadizo secreto que va desde detrás de una especie de retrato en el comedor, hasta la parte posterior de la chimenea de la cocina. Lo usan como armario para la ropa. Me parece una lástima. Por supuesto, originalmente llegaba más lejos. El vicario, que es un poco anticuario, cree que se comunicaba con alguna parte del cementerio. Yo le digo a Lamchick que debería abrirlo completamente, pero su esposa no quiere ni que se acerque. Es evidente que piensa que está bien como está. Siempre he tenido una debilidad por los pasadizos secretos. Decidí que repararía el puente levadizo y que lo usaría. Flanqueado a cada lado por tinajas llenas de flores plantadas, sería un enfoque novedoso y pintoresco.

—¿Había un puente levadizo? —preguntó Dick.

—No había puente levadizo —contesté—. La entrada de la casa era a través de lo que el cuidador llamaba jardín de invierno. No era el tipo de casa que tiene un puente levadizo.

—Entonces ¿qué pasa con los arcos normandos? —preguntó Dick.

—Nada de arcos —le corregí—; arco. El arco normando estaba en el sótano, en la cocina, que había sido construida en el siglo XIII y, al parecer, a partir de aquel momento no se había hecho mucho por mejorarla ni mantenerla. Originalmente, diría, debía de ser la sala de torturas; eso os dará una idea de cómo era. Creo, en todo caso, que vuestra madre habría puesto algunas objeciones a la cocina, sobre todo al pensar en la cocinera. Habría sido necesario preguntarle antes de contratarla: «No le importaría cocinar en un calabozo oscuro, ¿verdad?». Algunas cocineras habrían mostrado sus reservas. El resto de la casa era lo que ahora describen como de estilo mixto. El último inquilino había hecho instalar un cuarto de baño de chapa ondulada.

»Otro día fui con vuestra madre a ver una casa en Berkshire, que tenía un arroyo de truchas que corría por los jardines. Me imaginé saliendo después del almuerzo a pescar unas cuantas truchas para la cena; fanfarroneando delante de mis amigos e invitándolos a venir a mi pequeño retiro de Berkshire para pescar durante unos días. Hay un hombre que conocí una vez que ahora es un baronet. Era un fanático de la pesca. Pensé que podría invitarlo. Habría mirado bien en la crónica de chismes literarios del periódico: “Entre los distinguidos invitados estaba...”. Ya sabéis, ese tipo de cosas. Ya tenía el párrafo en la cabeza. Lo increíble es que no me comprara una caña...

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