—¿Cerca del río? —preguntó Dick.
—Bueno, de camino —le contesté—. Me atrevería a decir que está quizá a un par de kilómetros.
—¿Y por el camino más corto? —siguió Dick.
—Ese es el camino más corto —le expliqué—. Hay un camino más bonito por el bosque, pero son unos tres kilómetros y medio.
—Pero habíamos decidido que estaría cerca del río —dijo Robina.
—También habíamos decidido —le contesté—, que estaría construida sobre suelo arenoso y orientada al suroeste. Solo hay una cosa en esa casa orientada al suroeste y es la puerta de atrás. Le pregunté al agente sobre la arena. Me aconsejó que si quería una buena cantidad, le pidiera una cita a la Compañía del Ferrocarril. Yo quería que la casa estuviera en una colina. Está en una colina, pero tiene otra grande enfrente. No quería la otra colina. Quería una vista ininterrumpida de la mitad sur de Inglaterra. Quería llevar a nuestros amigos al porche y contarles historias, decirles que en los días claros se ve hasta el canal de Bristol. Puede que no me creyeran, pero sin esa colina en medio podría haber insistido en mi versión y al menos no estarían completamente seguros de si mentía o no.
»Personalmente preferiría una casa donde hubiera pasado algo que me gustara. Una casa con una mancha de sangre. No una mancha escandalosa; una discreta mancha de sangre que estuviera escondida la mayor parte del tiempo, oculta debajo de la alfombra, y que mostraríamos solo en ocasiones, como un regalo para las visitas. Hasta tenía la esperanza de que hubiera un fantasma. No quiero decir uno de esos fantasmas ruidosos que no parecen saber que están muertos. Mi fantasía era el fantasma de una dama, el fantasma de una señora gentil y tranquila, educada. Esa casa, bueno, mi principal objeción acerca de esa casa es que es demasiado sensata. Tiene eco. Si vas hasta el final del jardín y gritas en voz muy alta, te contesta. Esa es la única diversión que puedes sacarle. E incluso entonces te responde en un tono tal que parece que esté pensando que todo el asunto es una tontería, que simplemente se está burlando de ti. Es una de esas casas que siempre parece estar pensando en sus tasas y en sus impuestos.
—¿La has comprado por alguna razón en especial? —preguntó Dick.
—Sí, Dick. Estamos todos cansados de este barrio de la periferia. Queremos vivir en el campo y estar bien. Vivir en una casa en el campo con toda la comodidad que sea necesaria. Y eso está claro y aceptado y de eso se deduce que debíamos construirnos una casa o comprar una; y he preferido no construirla. Talboys se construyó una casa. Ya sabes quién es Talboys. Cuando lo conocí, antes de que empezara la construcción, era un alma alegre, siempre tenía una palabra amable para todo el mundo. El constructor le asegura que dentro de veinte años, cuando el color haya tenido tiempo de rebajar el tono, su casa será muy hermosa. Pero ahora, la mera visión de la misma lo corroe por dentro. Le han dicho que con el paso de los años, a medida que vaya desapareciendo la humedad, le afectarán menos el reúma, la fiebre intermitente y el lumbago. Tiene un seto alrededor del jardín. Mide medio metro de altura. Para mantener a los chicos alejados ha puesto una cerca de alambre de púas; pero la cerca de alambre no permite una verdadera intimidad... Cada vez que los Talboys se ponen a tomarse un café en el césped, suele haber una multitud de habitantes del pueblo observándolos. Tienen árboles en el jardín y se sabe qué árboles son porque hay una etiqueta atada a cada uno que dice qué clase de árbol es. Por el momento hay cierta similitud entre ellos. Talboys estima que de aquí a treinta años le darán sombra y comodidad, pero para entonces espera estar muerto. Quiero una casa que haya superado todos sus problemas. No quiero pasar el resto de mi vida educando a una casa joven y sin experiencia.
—Pero ¿por qué esta casa en particular si, como dices, no es la que querías? —instó Robina.
—Porque, mi querida niña, hay menos diferencias entre esta y la que quería que todas las demás casas que he visto. Cuando somos jóvenes tratamos de conseguir lo que queremos y cuando hemos llegado a los años de la discreción decidimos tratar de querer lo que podemos conseguir. Eso nos ahorra tiempo. Durante los últimos dos años he visto cerca de sesenta casas, y en todo el lote solo una era realmente la casa que quería. Hasta ahora me he guardado la historia para mí. Incluso en este momento, solo pensarlo me irrita. No fue un agente inmobiliario el que me habló de ella. Conocí a un hombre por casualidad en un vagón de tren. Tenía un ojo morado. Si alguna vez me encuentro con él de nuevo… yo… le pondré el otro del mismo color. Se justificó explicando que había tenido problemas con una pelota de golf y en aquel momento le creí. Durante la conversación mencioné que estaba buscando una casa. El hombre describió aquel lugar y a mí me pareció que pasaban horas sin que el tren se detuviera en una estación. Cuando lo hizo me bajé y me subí al primer tren de vuelta. Ni siquiera me detuve a almorzar. Llevaba la bicicleta y me dirigí allí directamente. Era… bueno, era la casa que quería. Si hubiera desaparecido de repente y me hubiera despertado en la cama, todo el asunto habría parecido más razonable. Me abrió la puerta el propio dueño. Tenía porte de militar retirado. Fue después cuando me enteré de que era el propietario. Me dirigí a él: “Buenas tardes. Si no le parece inadecuado, me gustaría ver su casa”.
»Estábamos de pie en un pasillo con paneles de roble. Me fijé en la escalera tallada sobre la que me había hablado el hombre del tren y también en las chimeneas Tudor. Eso es todo lo que tuve tiempo de ver. Al segundo siguiente estaba tendido de espaldas en medio de la grava y con la puerta cerrada a cal y canto. Miré hacia arriba. Vi la cabeza del viejo maniático sobresaliendo entre las cortinas de una pequeña ventana. Su expresión era terrible. Llevaba una escopeta en la mano y dijo: “Voy a contar hasta veinte. Si cuando acabe no está al otro lado de la puerta de la cerca, le disparo”.
Yo mismo contaba mientras corría hacia la cerca. Estaba al otro lado antes de llegar a dieciocho. Faltaba una hora para que llegara el siguiente tren. Hablé del asunto con el jefe de estación.
»—Sí —dijo—, un día de estos allí arriba habrá problemas.
»—Me parece que ya los hay —comenté.
»—Es el sol de la India; se mete en la cabeza. Tenemos uno o dos así en el barrio. Están lo suficientemente tranquilos hasta que sucede algo.
»—Si hubiera pasado allí dos segundos más, creo que me habría disparado.
»—Es una casa bonita. Ni demasiado grande ni demasiado pequeña. Es el tipo de casa que la gente parece buscar.
»—No envidio a la siguiente persona que la visite —afirmé.
»—Se instaló aquí hace unos diez años —me contó el jefe de estación—. Desde entonces, al menos un millar de personas le han pedido que les venda la casa. Al principio se mostraba alegre, con buen carácter y les explicaba que su idea era vivir allí mismo, en paz y tranquilidad, hasta que se muriera. Dos de cada tres de los interesados expresaban su voluntad de esperar a que muriera y le sugerían un arreglo para poder entrar a vivir, decían, una o dos semanas después del funeral. En los últimos meses ha sido peor que nunca. Creo que usted es el octavo que ha ido esta semana, y solo estamos a jueves. Hay mucho que explicar sobre el viejo, ya sabe.
—¿Y le disparó al siguiente que fue? —preguntó Dick.
—No seas tan tonto, Dick —contestó Robina—. Solo es una historia. Cuéntanos otra, papi.
—No sé a qué te refieres, Robina, con una historia —le repliqué—. Si estás sugiriendo que...
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