—Yo —respondió el joven agradable.
—¡Ah! —dijo Menos Veinte—, amigo tuyo, supongo.
Hay noches en que la suerte parece estar de tu parte. Acabamos en menos de tres cuartos de hora y me anoté doscientos cincuenta puntos. Le expliqué a Menos Veinte (que al final se había convertido en Más Sesenta y Tres) que esa noche mi juego había sido algo excepcional. Él me dijo que había oído hablar de casos similares. Dejé que le hablara al comité con frivolidad. Estaba muy lejos de ser un hombre agradable.
Después ya no quería ganar; y eso, por supuesto, fue fatal. Cuanto más intentaba tirar mal, más imposible me resultaba fallar. Al final me tocó enfrentarme al huésped de otro hotel. Si no hubiera sido por eso, estoy convencido de que habría abandonado. Pero los jugadores de nuestro hotel no querían que renunciara de ninguna manera, más bien querían que ganara al jugador del otro hotel. Así que se reunieron en torno a mí, me ofrecieron buenos consejos y me rogaron que tuviera cuidado, con el resultado natural de que inmediatamente volví a mi forma habitual de jugar.
Nunca antes ni después he jugado como jugué aquella vez. Pero descubrí que podía hacerlo. Compraré una mesa nueva, esta vez con las troneras adecuadas. Hay algo raro en nuestras troneras. Las bolas entran y vuelven a salir. Se podría pensar que ven algo allí dentro que las asusta. Salen temblando y se aferran a la banda. También compraré una bola roja nueva. Supongo que la nuestra es muy antigua. Parece que siempre esté cansada.
—En cuanto a la sala de billar, no creo que haya problemas —le dije a Dick—. Si añadimos otros tres metros a lo que ahora es la vaquería, tendremos una superficie de nueve por seis. Tengo la esperanza de que sea suficiente incluso para tu amigo Malooney. El salón es demasiado pequeño y como ha sugerido Robina, quizá lo unamos al vestíbulo. Pero las escaleras se quedan, para los bailes, para las obras de teatro caseras y cosas así. Cosas para mantener a los niños alejados de las travesuras. Tengo un par de ideas que os explicaré más tarde. En cuanto a la cocina...
—¿Puedo tener una habitación para mí sola? —preguntó Verónica.
Estaba sentada en el suelo, mirando al fuego, con la barbilla apoyada en la mano. Verónica, en esos raros momentos en que descansa de sus travesuras, adquiere una expresión angelical, de otro mundo, pensada para engañar al que no la conoce. En esas ocasiones, las institutrices nuevas tienen sus dudas sobre si deben devolverla a la realidad para hablarle de simples tablas de multiplicar. Amigos míos poetas, que alguna vez se han encontrado inesperadamente a Verónica de pie junto a la ventana contemplando la estrella del ocaso, han pensado que era una visión, hasta que al acercarse han descubierto que estaba chupando caramelos de menta.
—Me gustaría tener una habitación para mí sola —insistió Verónica.
—¡Sería una habitación preciosa! —dijo Robina.
—No tendría tus horquillas por toda la cama, de todos modos —murmuró Verónica soñadora.
—¡Me gusta eso! —dijo Robina— ¿Por qué...?
—Eres más complicada que yo —contestó Verónica.
—Me gustaría que tuvieras una habitación para ti, Verónica —le dije—. Pero me temo que en lugar de un solo dormitorio desordenado en la casa, una habitación que me hace estremecer cada vez que la miro a través de la puerta abierta... y la puerta, por lo que puedo decir, normalmente está abierta de par en par...
—Yo no soy desordenada —me interrumpió Robina—. En realidad sé dónde está cada cosa. Con solo que me dejarais en paz…
—Sí lo eres. Estás a punto de ser la chica más desordenada que conozco —le cortó Dick.
—No lo soy —replicó Robina—. No has visto las habitaciones de otras niñas. Mira la tuya en Cambridge. Malooney nos dijo que se te había incendiado y todos lo creímos al principio.
—Cuando un hombre trabaja... —empezó Dick.
—Debe tener un lugar ordenado para trabajar —acabó Robina.
Dick suspiró y le contestó:
—Es imposible hablar contigo. Ni siquiera ves tus propios errores.
—No es así —dijo Robina—. Los veo más que nadie. Lo único que pido es justicia.
—Verónica, demuéstrame entonces que eres digna de tener tu propia habitación —le propuse—. Ahora mismo parece que crees que toda la casa es tu habitación. Encuentro tus polainas en el campo de croquet. Una prenda de tu ropa, una que cualquier chica que poseyera los verdaderos sentimientos de una dama desearía mantener oculta del mundo, aparece saludándonos desde la ventana de la escalera...
—Las puse allí para remendarlas —explicó Verónica.
—Abriste la puerta y las arrojaste fuera. Ya te lo dije entonces. Haces lo mismo con las botas —dijo Robina.
—Eres demasiado arrogante para tu estatura —le explicó Dick—. Trata de ser menos tiesa.
—También me gustaría, Verónica —continué—, que perdieras tu cepillo con menos facilidad o que al menos te des cuenta de que lo has perdido. Y en cuanto a tus guantes... Bueno, encontrar tus guantes ha llegado a ser el deporte de invierno que más hemos practicado.
—Pero si os divertís mucho cuando los encontráis en sitios raros —dijo Verónica.
—Lo reconozco. Pero ya es suficiente, Verónica —le supliqué—. Admito que a veces es divertido dar con ellos en lugares imposibles. Al buscarlos descubrimos cosas nuevas, pero no tiene que ser desesperante. Mientras siga estando en un rincón sin explorar del interior o del exterior de la casa, o dentro de un radio de quinientos metros, no hay necesidad de abandonar toda esperanza, pero...
Verónica todavía miraba el fuego, soñadora.
—Supongo que es reditario —dijo Verónica.
—¿Que es qué? —pregunté.
—Quiere decir hereditario —sugirió Dick—. ¡Jovencita descarada, me pregunto por qué papá te permite que le hables así!
—Porque, como siempre te digo, papá es un hombre de letras. Para él es una cuestión de temperamento —añadió Robina.
—Es difícil para nosotros los niños —dijo Verónica.
Todos estuvimos de acuerdo en que ya era hora de que Verónica se fuera a la cama, excepto ella. Como presidente, me encargué de dar por finalizado el debate.
1Long stop y short slip son dos de las posiciones reglamentarias en el cricket. La primera en el centro, al fondo del campo, la segunda a tres cuartas partes del campo, a la izquierda del bateador. (N.d.T)
capítulo ii
—¿Quieres decir que ya has comprado la casa, jefe? —preguntó Dick—. ¿O solo estamos hablando por hablar?
—Esta vez, Dick, lo he hecho —le contesté.
Dick se puso serio.
—¿Es la que querías?
—No, Dick, no es la que quería. Yo quería un lugar anticuado, pintoresco, aislado, con hiedra y gabletes y miradores.
—Estás mezclando las cosas —me interrumpió—; los gabletes y los miradores no casan.
—Disculpa, Dick —le corregí—, pero en la casa que yo quería, sí. Es el estilo de casa que se encuentra en el número de Navidad de las revistas ilustradas. Nunca la he visto en ningún otro lugar, pero me encapriché con ella desde la primera vez que la vi. No estaría demasiado lejos de la iglesia y estaría bien iluminada por la noche. «Uno de estos días seré un hombre inteligente y viviré en una casa así», me decía a mí mismo cuando era niño. Era mi sueño.
—¿Y a qué se parece esa casa que has comprado? —preguntó Robina.
—El agente inmobiliario me dijo que tenía muchas posibilidades de mejora. Le pregunté a qué escuela de arquitectura diría que pertenece; me contestó que pensaba que era una escuela local y señaló, cosa que parece ser verdad, que hoy en día ya no construyen casas así.
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