Rostros del perdón

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En los últimos años, el concepto de «perdón» ha adquirido una relevancia especial en el ámbito jurídico de las negociaciones y los acuerdos de paz luego de un conflicto violento. No obstante, su empleo ha generado muchas controversias, pues no termina de quedar claro en qué sentido el perdón puede ser materia de decisiones colectivas. El perdón es una experiencia humana honda y compleja que se exhibe diferentes rostros, conceptuales o metafóricos, no solo el jurídico ya mencionado, sino también muchos otros, iluminados por diferentes disciplinas. Y, actualmente, existe, además, una conciencia moral más desarrollada que nos obliga a considerar, en forma más literal, la experiencia y los rostros de las víctimas que padecieron injusticias.
Este libro recoge las reflexiones de diferentes profesionales interesados en dilucidar el sentido y las dimensiones del perdón en un coloquio internacional organizado por la Confederación Mundial de Instituciones Universitarias Católicas de Filosofía (COMIUCAP), el instituto de Democracia y Derechos Humanos y el Centro de Estudios Filosóficos de la PUCP.

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De manera que, si la verdad es una condición de la reconciliación, ella no es una verdad sin propósito, sino una que abre el camino de la justicia. Esta es, por tanto, no solo condición sino también consecuencia de la reintegración. La justicia debe ser entendida en sentido amplio. En su naturaleza judicial, implica la acción de la ley sobre los culpables de crímenes. Ello significa poner fin a la arbitrariedad. En lo social y político, la justicia demanda resarcimiento material y moral de las víctimas. En todo caso, nunca debe ser confundida con la venganza.

3. El perdón

Como justicia penal o como justicia que repara, ella es, por otro lado, condición indispensable de toda reconciliación de una comunidad política, de una comunidad de ciudadanos. Esta reconciliación, por otro lado, puede —aunque no necesariamente «debe»— ascender a otro plano no político, tal vez superior, por más completo, por medio del perdón. El acto individual de perdonar pertenece a ese ámbito de lo incondicionado donde el único aliciente es la libre voluntad de reiniciar las relaciones allí donde el agravio y la ofensa interrumpieron el entendimiento mutuo. Así pues, ante la apariencia de la ruptura y la desmembración, el perdón —si va unido al arrepentimiento y a la aceptación de las culpas y el castigo correspondiente— nos emancipa del mecanismo causal y siempre condicionado que constituye la dinámica agravio-venganza. La noción y la acción humana del perdón, sin embargo, son complejas, y lo son más aún ante la realidad de la violencia y del daño radical. Conviene, por ello, detenernos brevemente en esas complejidades.

Como ha de entenderse, el perdón constituye una gracia (un «don») que solo puede otorgarlo quien ha sufrido daño a quien lo solicita y reconoce la gravedad de la falta y los efectos del daño producido. Sin embargo, muchos actores políticos han propuesto que el Estado tiene la potestad de «perdonar» a los perpetradores. Esto es en realidad una amnistía, medida que la cultura de los derechos humanos rechaza enfáticamente, dadas sus pretensiones de asegurar impunidad para los criminales. La amnistía es impuesta desde el poder y contiene de manera inevitable un silenciamiento de los hechos, una borradura o, como se dice coloquialmente, un «pasar la página» de hechos que no deben ser confrontados. Es un falso perdón, porque resuelve por decreto que se anule de la memoria colectiva y de las páginas de la historia los hechos traumáticos. Es una negación del duelo que merecen los familiares de las víctimas y una suplantación de un privilegio que solamente los afectados por los actos de violencia poseen. Es evidente que yo no puedo perdonar las ofensas perpetradas contra el otro. Tal gracia solo corresponde a quien sufrió los agravios.

Por el contrario, el telón de fondo del perdón es el diálogo, un genuino contacto interhumano. El perdón permite a quien lo concede asumir una actitud y una «mirada» diferentes hacia el pasado: abandona una percepción agobiante y desgarrada, para asumir una posición más serena y reflexiva frente a lo vivido. Hace posible que la víctima pueda afrontar el futuro sobreponiéndose a la tentación del odio y a las expectativas de venganza. La asignación del perdón no supone en absoluto el olvido de la ofensa sufrida, ni la suspensión de la justicia. Mucho menos, por cierto, la negación de la memoria y la historia. El perdonado podría invocar que es injusto que se mantenga el recuerdo de sus ofensas. Pero parte de la sanción que debe cumplir es que los sucesos atroces en los que participó no caigan en el olvido. Notemos además que el perdón implica un arrepentimiento, un trance por el cual el ofensor realiza un acto sincero de contrición que lo pone en la obligación de contribuir a que las nuevas generaciones no cometan sus mismos errores. El arrepentimiento cumple, pues, una función docente que se dirige, al igual que el perdón, hacia el futuro.

Todo acto humano es susceptible de juicio moral, pero a la vez es menester comprenderlo. Dicha comprensión permite entender las circunstancias y las causas de los actos volitivos. En efecto, al comprender, recuperamos el sentido de nuestro proceder individual y colectivo; permitimos que nuestro pasado y nuestro destino nos sean más propios porque se nos hacen más inteligibles. Al comprender, nos reconciliamos con nosotros mismos y con nuestro mundo humano, en el que no solamente el mal es posible. La comprensión, en suma, es una actividad sin fin, que no termina sino con la muerte y que a la vez puede entregarse como legado valioso a los descendientes. El perdón, en cambio, no es ni causa ni consecuencia de la comprensión, no es ni previo ni posterior a ella. Se trata de un acto individual, gratuito y único en su género, ante la absoluta irreversibilidad del mal efectuado. El perdón, como señala Hannah Arendt, nos reinserta en el espacio público, en el ámbito de la pluralidad política, abriendo la posibilidad de un «nuevo comienzo» allí donde parecía que todo había concluido, que todo estaba consumado. Si la venganza no hace sino reflejar el crimen inicial, el perdón es su absoluta antítesis: la libertad ante la venganza. El perdón y el castigo pueden considerarse alternativos, mas no se oponen, pues ambos —según Arendt— tienen en común el intentar poner fin a un mal que se perpetuaría indefinidamente. En dicha medida, el perdón no solamente no se opone a la justicia, sino que engrandece sus efectos.

El perdón, manifestación de nuestro espíritu que está en el centro de la fe cristiana, posee una densidad de significados íntimos, a veces difíciles de entender para quienes observan desde fuera el acto de perdonar. Muchas veces, guiados por la empatía, imaginamos la furia o la indignación que sentiríamos si estuviésemos en el lugar de los que perdonan actos que consideramos imperdonables. Sin embargo, suele ocurrir, y es así porque el perdón posee la propiedad de liberar a quien concede tal gracia del pasado, de un pretérito gravoso que amenaza petrificarnos en el sufrimiento. Sin embargo, es un acto que no puede constituirse en una obligación para quien ha padecido atropellos sin nombre, pero es valioso saber que, a través de él, nos habilitamos para empezar de nuevo, para hacer del mundo que nos rodea, una vez más, un espacio de libertad.

Conocimiento de los hechos, reconocimiento de las víctimas, arrepentimiento del ofensor y perdón de quienes están dispuestos a perdonar forman, pues, eslabones de un ineludible proceso de restauración de nuestro tejido moral. Cada uno de ellos nos acerca más a una meta que estuvo en el origen y en el fin de nuestro cometido como Comisión de la Verdad. Me refiero a la reconciliación, que ha de ser a la vez un punto de llegada y una estación de partida para nuestra Nación. Debe ser un punto de llegada, porque solamente si las verdades que hemos expuesto se ponen al servicio de un nuevo entendimiento, de un diálogo más puro y franco entre los peruanos, tendrá sentido y estará justificada esta inmersión en recuerdos insufribles, esta renovación del dolor pasado que hemos solicitado a un número considerable de nuestros compatriotas. Ha de ser también un punto de inicio, puesto que será a partir de esa reconciliación genuina —es decir, sustentada en un acto de valentía cívica como es el examen propuesto— que se hará más robusta nuestra fe en la creación de una democracia que se constituya en el espacio común en el que nos reunamos todos los peruanos reconocidos plenamente en nuestra condición de seres humanos y ciudadanos plenos, sujetos libres llamados a responder la alta invocación que nos dirige la trascendencia.

Como he señalado repetidamente, el perdón es una posibilidad humana de profundo contenido moral, pero nunca, en los procesos de los cuales hablamos, puede ser considerado una obligación. El perdón solo es genuino y valioso si es que es el resultado de un ejercicio pleno de la libertad incondicionada. Sin embargo, es un obligado tema de reflexión porque, entre varias razones, nos coloca más allá de la política. Consolidar la paz y la democracia serán siempre, en principio, tareas políticas, en el sentido más elevado de ese término, es decir, el de la organización de la convivencia humana en busca del bien compartido. Pero la búsqueda de la verdad, la procura de la reconciliación, la práctica del reconocimiento, la contemplación del perdón como una posibilidad nos invitan a pensar paz, democracia y justicia, asimismo, como ámbitos donde se manifiesta también nuestro fuero interno y donde nos relacionamos con los demás en una dimensión eminentemente moral. Y ello no significará un rechazo de la política, pero sí el colocar a la política ante un horizonte de expectativas mayor, más exigente y con una más clara vocación de absoluto y de trascendencia: un horizonte donde el ciudadano es visto también como prójimo, es decir, como un igual, no porque las leyes lo digan, sino porque su humanidad es un reflejo y un complemento de nuestra propia humanidad.

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