Simon Winchester - Los perfeccionistas

Здесь есть возможность читать онлайн «Simon Winchester - Los perfeccionistas» — ознакомительный отрывок электронной книги совершенно бесплатно, а после прочтения отрывка купить полную версию. В некоторых случаях можно слушать аудио, скачать через торрент в формате fb2 и присутствует краткое содержание. Жанр: unrecognised, на испанском языке. Описание произведения, (предисловие) а так же отзывы посетителей доступны на портале библиотеки ЛибКат.

Los perfeccionistas: краткое содержание, описание и аннотация

Предлагаем к чтению аннотацию, описание, краткое содержание или предисловие (зависит от того, что написал сам автор книги «Los perfeccionistas»). Если вы не нашли необходимую информацию о книге — напишите в комментариях, мы постараемся отыскать её.

La perfección no existe, pero los desconocidos ingenieros que se han empeñado en alcanzarla han tenido más importancia en nuestra vida de lo que pensamos. A través de anécdotas y ejemplos, teje la historia de la ingeniería de precisión y hace comprensibles sus inestimables aportaciones: el avión, la lente de una cámara Leica, las máquinas de rayos X, el telescopio Hubble, el microchip, el smartphone… Simon Winchester, venerado autor de bestsellers internacionales, hasta ahora no se había publicado en español. «Hipnotizante y fascinante. El Sr. Winchester es un maestro de la narración, y todos los individuos, lugares y eventos sobre los que escribe apasionadamente cobran vida con exquisito detalle» New York Journal of Books

Los perfeccionistas — читать онлайн ознакомительный отрывок

Ниже представлен текст книги, разбитый по страницам. Система сохранения места последней прочитанной страницы, позволяет с удобством читать онлайн бесплатно книгу «Los perfeccionistas», без необходимости каждый раз заново искать на чём Вы остановились. Поставьте закладку, и сможете в любой момент перейти на страницу, на которой закончили чтение.

Тёмная тема
Сбросить

Интервал:

Закладка:

Сделать

Para entonces el esfuerzo me había hecho sudar y mi madre, de vuelta de la cocina, comenzaba a impacientarse, así que mi padre dejó a un lado su pipa, se quitó la chaqueta y comenzó a servir los platos. Junto al vaso de agua de mi padre reposaban las piezas, símbolo de mi pobre musculatura, de mi derrota. ¿Puedo intentarlo de nuevo?, le pregunté mientras cenábamos. No hace falta, dijo tomándolas con una mano y separándolas con un giro de la muñeca, deslizando una sobre la otra. Se separaron enseguida, con gracia y soltura. Me quedé boquiabierto frente a aquello que, para un chico de primaria, parecía un acto de magia.

No hay magia alguna, dijo mi padre. Lo que pasa es que las seis caras son perfecta, impecablemente planas. Las hicieron con tal precisión que no existe la menor aspereza en ninguna de las superficies que deje entrar el aire en la unión entre ambas y debilitarla. Eran tan perfectamente planas que las moléculas de sus caras se ligaban unas con otras al ponerlas en contacto y se volvía prácticamente imposible separarlas, aunque nadie sabe muy bien por qué. Solo podían separarse deslizando una sobre la otra, no había otra manera. Había una palabra para esto: zafar.

Mi padre se arrancó a hablar animadamente, emocionado, con una intensa pasión que siempre le admiré. Estas piezas de metal, decía con un orgullo muy ostensible, son probablemente los objetos más precisos que se fabrican. Se llaman bloques patrón, o bloques Jo, en recuerdo de quien los inventó, Carl Edvard Johansson. Se usan para medir cosas con la tolerancia más extrema y quienes los fabrican trabajan en la cúspide más alta de la ingeniería mecánica. Son objetos preciosos y yo quería que los conocieras, ya que en mi vida son muy importantes.

Dicho esto, se calló, guardó cuidadosamente los bloques de calibración en su caja de madera forrada de terciopelo y se quedó dormido junto a la estufa.

Mi padre trabajó como ingeniero de precisión durante toda su vida. En los últimos años de su carrera diseñó y fabricó motores eléctricos minúsculos para los sistemas de guía de los torpedos. La mayor parte de su trabajo era secreto, pero de vez en cuando me colaba en alguna de sus fábricas, donde yo veía con admiración o perplejidad máquinas que cortaban y entallaban los dientes de pequeñísimos engranajes de latón o pulían vástagos de acero que parecían no más gruesos que un cabello humano, o bien enredaban alambres de cobre alrededor de imanes que parecían no más grandes que la cabeza de los fósforos con que mi padre encendía su pipa.

Recuerdo con gran cariño el tiempo que pasaba con uno de los trabajadores más apreciados por mi padre, un hombre mayor enfundado en una bata de laboratorio marrón que, al igual que él, sostenía una pipa entre los dientes, sin encenderla cuando estaba trabajando. Tenía el ceño permanentemente fruncido mientras permanecía sentado frente al árbol de una fresadora especial –de fabricación alemana, decía mi padre; muy cara–, con la mirada fija en el filo de una herramienta de corte que giraba a una velocidad invisible, enfriada por un chorro constante de una mezcla de aceite y agua con aspecto de crema para las manos. La máquina cortaba con un movimiento de vaivén un pequeño cilindro de latón y sacaba microscópicos tirabuzones de metal amarillo conforme este rotaba lentamente. Yo no podía dejar de mirar la hilera de minúsculos dientes que iba apareciendo tallada en la superficie del metal, como si se tratara de un curioso proceso mágico.

La máquina se detuvo un momento, se hizo de pronto un silencio y enseguida, mientras yo trataba de escudriñar la inquieta masa de confusión alrededor de la pieza, un nuevo conjunto de herramientas más finas de carburo de tungsteno apareció en mi campo de visión y fue prontamente asegurado en su sitio; los buriles empezaron a girar y a cortar de manera que los dientes recién creados ahora eran modelados, curvados, ranurados y achaflanados. A través de una lente de aumento instalada en la máquina, podía verse exactamente cómo cambiaba la forma de los bordes cuando pasaban bajo las cuchillas hasta que, con el roce de algo que se desacoplaba, la cabeza de la fresadora dejó de girar, el cilindro fue rebanado como un salchichón, aflojaron las mordazas y en un colador que emergió del baño del aceite-crema se alzó una confección chorreante de engranajes terminados, con un brillo inverosímil; serían unos veinte, de un milímetro de grueso y quizá un centímetro de diámetro.

Un brazo mecánico oculto a mi vista los retiró del torno y los volcó sobre una bandeja, donde esperarían a ser deslizados en sendos ejes e incorporados de manera misteriosa a los motores que hacían girar una aleta, los unos, o modificar la inclinación de un tornillo, los otros, cumpliendo la intención, regida por un giróscopo, de mantener el rumbo recto y franco de un potente proyectil explosivo submarino hacia el blanco enemigo, en medio de los vaivenes impredecibles de un mar frío y agitado.

Solo que, en este caso, el veterano maestro decidió que la Armada Real bien podía prescindir de uno de los engranajes de este lote recién terminado. Tomó unas pinzas de punta fina y extrajo una pieza de entre el líquido cremoso, la enjuagó bajo un chorro de agua limpia y me la tendió con una expresión de triunfo y orgullo. Se dejó caer en su asiento, sonrió anchamente frente al trabajo bien hecho y encendió una pipa muy merecida. El diminuto engranaje era un regalo para mí, diría luego mi padre, un recuerdo de tu visita. Difícilmente volverás a ver un engranaje tan preciso.

Al igual que a su colaborador estrella, a mi padre su profesión lo hacía sentirse particularmente orgulloso. Le parecía algo profundo, importante y valioso transformar barras de metal duro en objetos útiles y bellos, cada uno finamente cortado y limpiamente terminado y ajustado a propósitos de todas las clases imaginables, exóticos y prosaicos. Porque, además de armamento, las fábricas de mi padre producían dispositivos que formaban parte de automóviles, calefactores de convección y tiros de mina; motores que cortaban diamantes o molían granos de café, que se alojaban en las entrañas de microscopios, barógrafos, cámaras fotográficas y relojes; no relojes de pulso, decía mi padre con desconsuelo, pero sí relojes de mesa, cronómetros de navíos y relojes de péndulo, en los que sus engranajes seguían con paciencia las fases de la Luna y las mostraban en lo alto de la carátula en miles de vestíbulos.

Otras veces traía a casa piezas más elaboradas, aunque no tan mágicas como los bloques de calibración con sus caras maquinadas ultraplanas. Las traía básicamente para despertar mi interés y las exhibía en la mesa del comedor, para aflicción de mi madre, pues invariablemente estaban envueltas en un papel de estraza encerado y aceitoso que dejaba una mancha en el mantel. ¿Podrías ponerla encima de un periódico?, clamaba mi madre, casi siempre inútilmente, pues ya la pieza estaba desenvuelta, brillando bajo las luces del comedor, con sus ruedas listas para girar, sus manivelas listas para ser accionadas, su óptica (pues a menudo había una o dos lentes o un espejito montados en el dispositivo) lista para mostrar su funcionamiento.

A mi padre le fascinaban y reverenciaba los autos bien hechos, muy especialmente los de la armadora Rolls-Royce. Eran días, hace muchos años, en los que la altanería de estas máquinas representaba no tanto la alcurnia de sus dueños como la destreza de sus hacedores. A mi padre lo habían invitado una vez a visitar la línea de montaje en Crewe y había pasado un rato conversando con el equipo que hacía los cigüeñales. Lo que más lo había impresionado es que aquellos cigüeñales, que pesaban varias decenas de libras, eran terminados a mano y estaban tan bien balanceados que una vez puestos a girar en un banco de pruebas, no parecía que fueran a detenerse nunca, pues cada uno de los lados no pesaba un ápice más que el otro. Si no existiese el fenómeno de la fricción, decía mi padre, el cigüeñal de un Phantom V, una vez puesto a girar, podría seguir haciéndolo a perpetuidad. Como resultado de aquella conversación, me retó a diseñar mi propia máquina de movimiento perpetuo, sueño al que dediqué –dados mis muy vagos conocimientos de las dos primeras leyes de la termodinámica y, por ende, de la imposibilidad de hacerlo– muchas horas de mi tiempo libre y varios cientos de cuartillas.

Читать дальше
Тёмная тема
Сбросить

Интервал:

Закладка:

Сделать

Похожие книги на «Los perfeccionistas»

Представляем Вашему вниманию похожие книги на «Los perfeccionistas» списком для выбора. Мы отобрали схожую по названию и смыслу литературу в надежде предоставить читателям больше вариантов отыскать новые, интересные, ещё непрочитанные произведения.


Отзывы о книге «Los perfeccionistas»

Обсуждение, отзывы о книге «Los perfeccionistas» и просто собственные мнения читателей. Оставьте ваши комментарии, напишите, что Вы думаете о произведении, его смысле или главных героях. Укажите что конкретно понравилось, а что нет, и почему Вы так считаете.

x