Y fue John Wilkinson quien ayudó a que así fuera –después, claro está, de los arrebatos geniales de Watt–. Es bastante simple resumir dichos arrebatos. Watt pasó semanas encerrado en sus aposentos estudiando intrigado un modelo de la máquina de Newcomen, famosa por inoperante e ineficiente, por derrochar todo el calor y la energía que se le suministraba. Se dice que mientras probaba pacientemente variantes para mejorar el invento de Newcomen, Watt observó fatigado que “la naturaleza tiene un punto débil, solo nos falta encontrarlo”.
Terminó por hallarlo, según cuenta la leyenda, un domingo de 1765, durante un paseo para reponer energías por un parque del centro de Glasgow. Cayó en la cuenta de que la principal ineficiencia de la máquina que había estado estudiando era que el agua fría que se inyectaba al cilindro para lograr la condensación del vapor y producir un vacío también enfriaba al cilindro mismo. Pero para mantener la máquina funcionando eficientemente era preciso mantener todo el tiempo el cilindro lo más caliente posible. ¿Y si la inyección del agua fría para condensar el vapor tenía lugar no en el cilindro, sino en un recipiente por separado, manteniendo el vacío en el cilindro? Así, el cilindro conservaría el calor y admitiría de inmediato un nuevo flujo de vapor. Más aún: para hacer el proceso todavía más eficiente, el vapor nuevo podría ingresar al pistón por la cabeza, en lugar de hacerlo por la parte inferior, asegurándose de colocar alguna suerte de empaque alrededor del émbolo del pistón que impidiera fugas de vapor.
Estas dos mejoras (añadir un condensador de vapor por separado y modificar los conductos del vapor para que este fuese inyectado en la parte superior del cilindro en lugar de por la parte de abajo) –tan sencillas que desde nuestra perspectiva actual parecen obvias, aun cuando para James Watt no lo fuesen en modo alguno–, transformaron la llamada máquina de fuego de Newcomen en una auténtica y funcional máquina propulsada por vapor. Instantáneamente se convirtió en un ingenio que podía producir cantidades casi ilimitadas de fuerza motriz.
Sección transversal de una máquina de vapor de Boulton y Watt de finales del siglo xviii. El cilindro principal (C) fue seguramente horadado por Wilkinson. El pistón (P) encaja ceñidamente en el interior, con holgura del canto de un chelín inglés, una décima de pulgada
Al comienzo de lo que resultaría ser una década entera de construir prototipos y ponerlos a prueba, exhibirlos en funcionamiento y buscar fondos (época durante la cual se mudó del sur de Escocia a los alrededores en vías de rápida industrialización de las regiones centrales de Inglaterra), Watt solicitó una patente que le fue rápidamente otorgada: la número 913 de enero de 1769. Tenía un título engañosamente inocuo: “A New Invented Method of Lessening the Consumption of Steam and Fuel in Fire-Engines” [Método de nueva invención para reducir el consumo de vapor y combustible en las máquinas de fuego]. La discreta redacción falsifica la importancia del invento: una vez perfeccionado, se convertiría en la principal fuente de potencia en casi todas las fábricas, fundiciones y sistemas de transporte, en Gran Bretaña y el resto del mundo, durante todo el siglo siguiente y algunos años más.
Lo más especialmente notable, además, es que se fraguaba una convergencia histórica. Vecino y activo en el centro del país, y pronto dueño él mismo de una patente (la ya mencionada patente número 1.063 de enero de 1774, separada de la de James Watt por exactamente 150 patentes y cinco años), había otro inventor, ni más ni menos que el maestro fundidor John Wilkinson.
Para entonces, la afable locura de Wilkinson empezaba a manifestarse en medio de la comunidad del negocio del hierro: todos se enteraron de que había construido un púlpito de hierro desde el que peroraba sus sermones, un barco de hierro que había echado a navegar en varios ríos, un escritorio de hierro y un ataúd de hierro dentro del cual se escondía de vez en cuando para dar sustos con su travesura. Muchas mujeres gustaban de visitarlo, a pesar de ser un hombre poco atractivo, con el rostro enteramente picado de viruelas. Tenía un apetito sexual vigoroso. A los setenta y ocho años engendró un hijo con una sirvienta, ímpetu del que estaba extraordinariamente orgulloso. Durante una época, mantuvo un serrallo con tres mujeres del servicio, cada cual ignorante de las otras dos.
Pero Wilkinson podía prescindir de tales distracciones y lo hizo. Para el año 1775, él y Watt, dueños de temperamentos muy diferentes, habían hecho amistad, si bien dicha amistad se cimentaba más en los negocios que en el afecto. No pasó mucho tiempo antes de que sus dos inventos fuesen combinados para su mutuo beneficio comercial. El “New Method of Casting and Boring Iron Guns or Cannon” de Wilkinson contrajo matrimonio con el “New Invented Method of Lessening the Consumption of Steam and Fuel in Fire-Engines” de Watt. Un matrimonio que resultaría a la postre tan conveniente como necesario.
James Watt, escocés afamado por su talante pesimista, su trato pedante, su escrúpulo en sus afectos y sus convicciones calvinistas, vivía obsesionado por lograr que sus máquinas fuesen lo más correctas posible. Mientras fabricaba, reparaba y mejoraba instrumentos científicos en su taller de Glasgow, se volvió poco menos que esclavo de su pasión por la exactitud, casi al mismo grado que John Harrison en su taller de relojero en Lincolnshire. Watt estaba bastante familiarizado con las máquinas para dividir, las terrajas, los tornos y otros instrumentos con los que los ingenieros se ayudaban en sus primeros pasos tentativos hacia la perfección de las máquinas. Estaba acostumbrado a usar instrumentos de fabricación cuidadosa y mantenimiento diligente, que cumplían la función para la que habían sido hechos. Le parecía entonces mortalmente ofensivo que las cosas no funcionaran, que las ineficiencias se multiplicaran y que las colosales máquinas de hierro que intentaba construir en la gigantesca fábrica de Boulton y Watt en el barrio de Soho tuvieran un desempeño inferior a los modelos de vidrio y latón con los que había experimentado cuando estaba en Escocia.
Sus primeros prototipos de gran escala eran leviatanes espectaculares: diez metros de altura, con un cilindro de vapor principal de más de un metro de diámetro y dos de largo, una caldera alimentada con carbón y aparte el condensador de vapor, todas piezas inmensas. Todas las partes móviles estaban conectadas por una retorcida telaraña de tubos de latón con válvulas y palancas bien aceitadas, con un regulador centrífugo de dos esferas para evitar el descontrol. Encima de todo había una pesada viga de madera que oscilaba con la regularidad de un metrónomo, haciendo girar un enorme volante de hierro que a su vez accionaba una bomba que escupía grandes chorros de agua o aire comprimido, o movía cualquier otra cosa quince veces por minuto. Una vez alcanzada la máxima potencia, la máquina producía un intenso barullo de ruido, calor, vibraciones y sacudidas que revolvía el estómago y hacía difícil creer que todo aquello fuese una mera consecuencia de calentar agua hasta su punto de ebullición.
Y, sin embargo, por todas partes, permanentemente envolviendo su máquina en una opaca niebla gris húmeda y caliente, había enormes nubes de vapor. Era este manto de miasma abrasador lo que sacaba de sus casillas al escrupuloso y pedante James Watt. Probara lo que probara, hiciera lo que hiciera, el vapor parecía fugarse siempre, no sigilosamente, sino en chorros prodigiosos y, lo más descarado de todo, se fugaba del cilindro principal de la máquina.
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