Shaun David Hutchinson - Somos las hormigas

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Henry Denton lleva años siendo abducido por unos alienígenas que aparecen cuando el mundo se queda en sombras. Un día, estos le dan un ultimátum: el mundo se acabará en 144 días… a menos que él, Henry, pulse un botón rojo para evitarlo.Pero Henry no tiene razones suficientes para hacerlo. Su novio, Jesse, se suicidó el año pasado, dejando una estela de dolor y preguntas. Las cosas con su familia no es que vayan muy bien, y el chico con el que pasa el rato es uno de los matones que lo acosan en el instituto.Salvar el mundo no parece la mejor opción. ¿O sí? La decisión, como todo lo que lo rodea, es compleja. «Esta excelente novela de ideas invita a los lectores a preguntarse por su lugar en un mundo que a menudo parece indiferente y sin sentido. No es didáctica; al contrario, es invariablemente dramática y repleta de personajes que cobran vida sobre las páginas». Booklist"Un retrato valiente del dolor y la confusión del amor y la pérdida en la juventud". Publishers Weekly

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Forcé una risa y me limpié la boca con una servilleta. Diego fingió no darse cuenta, pero lo pillé sonriendo:

—Se llamaba Leigh. Ella te diría que soy el tío más capullo de todo el país. Probablemente del mundo.

Habiéndome recuperado de mi repentina incapacidad de mantener la saliva dentro de la boca, dije:

—¿Lo dejasteis porque te mudaste aquí?

—Nah, rompimos mucho antes.

—Lo siento.

—Yo no. Ella solo me quería por mi gran pollón. ¿No te lo había comentado?

Solté una carcajada; los alumnos que había al otro lado de la mesa se quedaron mirándome, pero eso solo hizo que fuera más difícil parar.

—Sé lo que se siente.

—¿También tienes un…?

—La verdad es que no —dije—. Quizás. No lo sé. Más bien, lo que tengo es un gran follón. —Pensé en contarle a Diego lo que tenía con Marcus, pero apenas lo conocía, y no era de estos secretos que se pudieran contar; Marcus acabaría en la mierda si la gente se enterara de que estaba enrollado con el Chico Cósmico—. ¿Por qué te mudaste a Calypso?

En vez de contestar, Diego miró a la mesa, a las paredes y por encima de mi hombro; miró a todas partes menos a mí, así que dije:

—Bueno, parece que no quieres hablar de ello. Solo quería charlar.

—Es complicado. —Pensé que Diego me lo iba a contar, pero en vez de eso, dijo—: ¿Qué hace uno por aquí para divertirse?

Que Diego evitara hablar de por qué se había mudado desde Colorado a un pueblucho de mierda en la polla flácida de la nación solo hacía que tuviera más curiosidad. Quizás sus padres lo habían enviado aquí como castigo por atracar licorerías o por copiar en los exámenes de Historia. O a lo mejor era un agente secreto del gobierno cuya misión era hacerse amigo mío y descubrir qué sabía de los limacos. Realmente, eso tenía más sentido que cualquier otra cosa. De todas formas, yo odiaba los secretos. Jesse había tenido secretos. Quizás, si no los hubiera tenido, seguiría vivo. Pero Diego no era Jesse. Diego no era nadie para mí, y no quería que se cabreara conmigo por entrometerme, así que dije:

—Ya has estado en la fiesta más grande del año, ¿qué más quieres?

Diego se inclinó en su silla:

—Algo emocionante.

—¿Qué hacías en Colorado?

—Cosas.

—¿Cosas?

—Sí. Salir con los colegas, evitar a mis padres. Cosas. Todo era muy emocionante, lo echo de menos.

Sus ojos se perdieron en la distancia, como si hubiera viajado allí en el silencio que había entre nuestras palabras. Ese es el problema de los recuerdos: puedes visitarlos, pero no puedes vivir en ellos.

—Entonces, ¿por qué no vuelves? —Me arrepentí de la pregunta en cuanto salió de mi boca. La cara de Diego se ensombreció y todos sus músculos se tensaron. Los hombros, los puños, las mejillas. Me aclaré la garganta y dije—: Lo único que tenemos aquí son las playas, pero ya las conoces.

—Pues vamos.

—¿Adónde?

Diego agarró su bandeja, ya medio de pie:

—A la playa. Nos saltamos las clases y me haces de guía por Calypso. Tengo coche. Pillamos unos sándwiches y salimos por ahí.

Jesse y yo nos saltamos las clases una vez durante el curso anterior. Fue justo la semana que se había sacado el carnet de conducir. El subdirector Marten casi nos pilla escabulléndonos del campus, pero el coche de Jesse era más veloz que el carrito de golf de Marten. Bebimos cerveza en la playa y estuvimos el uno en los brazos del otro hasta que el sol no fue más que un recuerdo luminoso. Me dijo: «¿Sabes? Creo que te quiero, Henry Denton», y yo le creí. Me creí todas las mentiras de Jesse.

—No puedo.

Diego se dejó caer en su asiento:

—No pasa nada.

—Quizás otro día.

En vez de hacerme sentir culpable, Diego dijo:

—Cuando quieras. —Y supe que estaba siendo sincero—. Bueno, háblame de esos alienígenas tuyos.

Retorcí parte del envoltorio de plástico de mi sándwich en torno a mi dedo índice, que se fue poniendo rojo. Diego chasqueó los dedos delante de mi cara.

—Oye, no me estoy riendo de ti.

—No he…

—No puedes engañar a un mentiroso.

—No suelo hablar de ese tema.

—Pues escribe sobre él, entonces.

—Déjalo.

O bien Diego no se daba cuenta o estaba decidido a extraer información de mí. O simplemente era un capullo, tal y como había dicho su novia.

—Escribir es como pintar. Tienes que escribir sobre ti mismo antes de que puedas escribir sobre cualquier otra cosa. —La conversación había acabado para mí, pero no para Diego. Era como si algo dentro de él hubiera saltado y fuera a seguir divagando hasta que se le acabaran las pilas—. Ahí fuera hay un mundo increíble por descubrir, Henry Denton, pero primero tienes que estar dispuesto a descubrirte a ti mismo.

El sonido del timbre me salvó. Todos nos levantamos como perros de Pavlov, ansiosos por ir a las siguientes clases. Excepto Diego. Él seguía sentado, como si estuviera esperando a que yo dijera algo, pero no sabía qué. Al final, dije:

—¿Y si a mí el mundo me importa una mierda?

Diego recogió nuestros desperdicios y frunció el ceño:

—Pues te diría que me parece una puta lástima.

—¿Por qué?

—Porque el mundo es precioso.

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