Shaun David Hutchinson - Somos las hormigas

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Henry Denton lleva años siendo abducido por unos alienígenas que aparecen cuando el mundo se queda en sombras. Un día, estos le dan un ultimátum: el mundo se acabará en 144 días… a menos que él, Henry, pulse un botón rojo para evitarlo.Pero Henry no tiene razones suficientes para hacerlo. Su novio, Jesse, se suicidó el año pasado, dejando una estela de dolor y preguntas. Las cosas con su familia no es que vayan muy bien, y el chico con el que pasa el rato es uno de los matones que lo acosan en el instituto.Salvar el mundo no parece la mejor opción. ¿O sí? La decisión, como todo lo que lo rodea, es compleja. «Esta excelente novela de ideas invita a los lectores a preguntarse por su lugar en un mundo que a menudo parece indiferente y sin sentido. No es didáctica; al contrario, es invariablemente dramática y repleta de personajes que cobran vida sobre las páginas». Booklist"Un retrato valiente del dolor y la confusión del amor y la pérdida en la juventud". Publishers Weekly

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—No, seguro, pero gracias igualmente.

—Escucha, se te dan muy bien las ciencias y no me gustaría verte suspender. Piénsalo, ¿vale? —La voz de la señora Faraci era sincera, y yo no quería que lo fuese. Quería que fuera como el resto de profesores: aburrida, hastiada y contando los segundos hasta su jubilación.

—Vale. Lo haré.

Me marché antes de que pudiera retenerme más tiempo. Aunque no tenía ningún sitio adonde ir, no quería pasarme la hora de la comida con una profesora.

Mi taquilla estaba en el edificio de arte, que era céntrico y silencioso. Cuando llegué, puse la combinación y cogí mi comida. Oí que se abría la puerta al final del pasillo; me volví y vi entrar a Diego Vega. Esperaba que no me hubiera visto.

—¡Henry Denton!

Mierda. El tío me saludaba como si fuéramos los mejores amigos del mundo. Hacía un calor del copón fuera, pero él llevaba un jersey verde sobre una camisa informal con corbata. Parecía que se hubiera perdido de camino a un partido de polo, si no fuera porque llevaba la corbata torcida y el cuello de la camisa subido. Seguramente ese estilo era tan forzado como todo él.

Diego se acercó hasta mí mientras yo cerraba de golpe mi taquilla y dijo:

—Me has estado evitando.

—Culpable.

—Si es por lo que dije en la fiesta…

—Da igual. Estoy acostumbrado. —Quería marcharme por la salida oeste, pero la norte estaba más cerca, así que me fui para allá.

—La cafetería está al otro lado.

Yo seguí caminando.

—No como en la cafetería.

Diego trotó hasta llegar junto a mí; no se iba a dar por vencido.

—Por favor, dime que no comes sentado encima del váter. Eso sería demasiado trágico.

—Hay bancos cerca de la biblioteca.

Diego arrugó la nariz:

—Peor me lo pones. —Intentó agarrarme del brazo, pero me aparté—. Anda, ven, no tengo a nadie que se siente conmigo. Me estarías haciendo un favor.

—Créeme, no te estaría haciendo ningún favor.

Los dos habíamos dejado de caminar y, por algún motivo, mis pies parecían no querer moverse. La sinceridad de Diego, la misma con la que me había engañado en la fiesta, estaba totalmente activada de nuevo. El caso es que quería creerle. Por un momento, pensé que quizás no sabía lo que estaba haciendo cuando me llamó Chico Cósmico. Tal vez él era exactamente lo que parecía.

—No importa. Mi reputación no es mucho mejor —dijo.

—Lo dudo.

—Te lo digo en serio. Cualquier día de estos, me pondrán un mote a mí también.

Me encogí de hombros; era más fácil seguirle el rollo que continuar discutiéndole:

—Vale, pero si vuelves a llamarme Chico Cósmico, olvídame.

Diego pasó un brazo sobre mis hombros y dijo:

—Trato hecho.

Somos las hormigas - изображение 13

No había comido en la cafetería desde mediados del curso pasado. Jesse, Audrey y yo siempre nos sentábamos juntos. Éramos una unidad. Después de lo de Jesse, dejé de comer allí.

La cafetería no había cambiado mucho. Era bulliciosa y me hacía sentir pequeño. La mayoría de alumnos se sentaban en los mismos grupos, con la misma gente que con la que llevaban toda la vida en el instituto. Nosotros no nos definimos únicamente por quiénes somos, sino por quiénes son nuestros amigos. Tiene gracia que le demos tanta trascendencia a algo que no importará una mierda cuando nos graduemos.

—¿Tienes hambre? —preguntó Diego—. Yo mucha. Mi hermana casi no para por casa y no cocina, así que sobrevivo a base de pizza y palomitas. —Se puso a la cola, agarró una bandeja y cogió una bolsa de patatas, macarrones con queso, un pudin y algo que el tío que servía aseguraba que era empanada de pollo—. La comida aquí es mucho mejor que la que servían en mi otro instituto. Nos alegrábamos si lo único que pillábamos era Escherichia coli .

Hice una mueca mirando la comida de Diego:

—No estoy seguro de que eso se considere comida.

Diego fue hacia la caja y sacó dinero del bolsillo:

—A veces, uno tiene que ajustar sus expectativas para sobrevivir.

—¿ Tan horrible era tu otro instituto?

—Era prácticamente una cárcel.

Diego agarró su bandeja y vadeó el mar de mesas y sillas. Yo lo seguí hasta una mesa con asientos libres y lo observé devorar su comida mientras yo sacaba la mía de la bolsa de papel.

—¿Es pastel de carne? —Diego agarró mi sándwich sin preguntar y le quitó el plástico. Le dio tiempo a olerlo antes de que pudiera recuperarlo.

—Sí.

Una gruesa rodaja de pastel de carne descansaba entre dos rebanadas de pan, una de ellas untada de mayonesa y la otra, de kétchup. Una mezcla de pipas de girasol y pasas se acumulaba al fondo de la bolsa. Diego habló con la boca llena de macarrones:

—Mi madre hacía un pastel de carne buenísimo. Era mi favorito.

Dejé el sándwich a un lado y comenté:

—Nosotros comimos pastel de carne la semana pasada, y ya entonces estaba asqueroso. —Diego frunció el ceño, así que añadí—: A veces mi abuela me prepara la bolsa de la comida y está un poco senil, así que casi debería alegrarme de que no quedara salsa.

—Podría ser peor. —Diego me pasó su bolsa de patatas; yo tenía demasiada hambre como para rechazar el regalo—. ¿Has hecho algo interesante este finde?

—Me lo he pasado escondido en mi cuarto para evitar a mi madre y a mi hermano. Este último ha dejado preñada a su novia y ha mandado a tomar por saco los estudios, y mi madre no lo lleva bien. —Probablemente, Diego no querría oírme hablar de mi mierda de familia, pero no se me ocurría ningún otro tema de conversación.

—¿Y tu padre?

—No está. —Iba a dejarlo ahí, pero Diego me miraba de una forma que me motivaba a seguir hablando, como si me diera miedo que se hiciera el silencio entre nosotros—. Mis padres se divorciaron cuando yo era pequeño y mi padre desapareció. Hace años que no sé nada de él.

—Oh.

—Sí.

Diego se había comido casi todo, pero aún le quedaba algo de empanada, y la miraba como intentando decidir si comérsela o no.

—¿Te quedaste en la fiesta después de que metiera la pata hasta el fondo? Intenté buscarte, pero esa casa es enorme. Me quedé una hora perdido dentro de un armario. Fue divertido.

—Casi tanto como una hemorroide activa.

—En serio, dime cómo te sientes.

Lo último que quería recordar era la fiesta de Marcus:

—No me gustan las fiestas.

—A mí tampoco me van mucho.

—¿Y a ti qué te va, entonces?

—Pintar.

—Es verdad. Eres artista.

—Dicho así, parece un insulto —dijo él.

—Es que los artistas siempre parecen muy egocéntricos. Todo tiene que ver con su arte. —Me reí para que supiera que le estaba chinchando—. A ver, dime si no por qué hay tantos autorretratos.

Diego se quedó callado un momento, pero el espacio vacío lo rellenó el ruido caótico que llegaba de las otras mesas. Esperaba no haberlo ofendido.

—Los artistas tienen que aprender a pintar lo que ven en el espejo, aunque sea un puto desastre. —Al final se rindió y tomó el último trozo de empanada—. Si no puedes retratarte con sinceridad, el resto de cosas que pintes también serán una mentira.

—No sabía que los artistas fueran tan conscientes de sí mismos.

—Bueno, solo significa que sabemos que somos gilipollas. —Diego se encogió de hombros y apartó su bandeja—. Al menos, eso es lo que solía decirme mi exnovia.

—¿Tu ex… exnovia? —Intenté no tartamudear, pero no pude evitarlo y se me acabó cayendo la baba—. Mierda.

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