Durante los cinco siglos desde la conquista española, los pueblos indígenas de Colombia —y de otros lugares en América Latina— se han visto forzados a enfrentar explotación, despojo y otras formas de opresión. En teoría, esta situación debería haber mejorado en el siglo XX, dado que los países de la región han abogado por “ciudadanía universal e indiferenciada, identidad nacional compartida e igualdad ante la ley”. 2Sin embargo, aunque ha habido mejoras considerables, de hecho, la realidad es que las desigualdades raciales, étnicas y de clase han continuado a lo largo de este tiempo, revelando una enorme brecha entre los ideales y la realidad. Durante un periodo de liberalización política conocida como la transición democrática , 3a finales del siglo XX, iniciando en la década de 1970 y despegando en la de 1980, 4muchos países promovieron reformas neoliberales, 5que comprendieron un giro hacia el gobierno civil, la reducción de la represión estatal y la promoción del multiculturalismo. Quince repúblicas latinoamericanas instauraron reformas constitucionales dirigidas a frenar la corrupción y a la pérdida de legitimidad, 6las cuales también promovían discursos sobre derechos 7que según se esperaba serían de gran ayuda para resolver la “crisis de representación” por la que pasaban los gobiernos de la región. Al responder también al descontento y movilización generalizados de los grupos indígenas y de los afrodescendientes, el giro hacia la democracia y el multiculturalismo fue impulsado de manera adicional por dos importantes reuniones internacionales celebradas en 1971 y 1977, la primera dedicada a la difícil situación de los pueblos indígenas de la Amazonía, y la segunda, a la represión y explotación de las comunidades indígenas en toda la región. 8La Declaración de Barbados —como se denominó el documento que surgió de estas reuniones— llamó la atención sobre la difícil situación de dichas comunidades, que hasta entonces había permanecido generalmente oculta.
En varios sentidos, la organización del movimiento indígena estimulada por las reuniones de Barbados partió de esfuerzos previos que se hicieron en años anteriores del mismo siglo. Así es como, a medida que los activistas forjaron vínculos con los movimientos ambientales y de derechos humanos internacionales, 9empezaron a poner el relieve en la identidad y la cultura, por los temas en sí y como fundamento de los reclamos políticos y territoriales. En cuanto al tema central de los derechos a la tierra, si bien las organizaciones indígenas demandaban control territorial para promover la subsistencia económica, así como para alcanzar autonomía política y autodeterminación, también llegaron a adoptar una noción culturalista de territorio que destacaba los espacios dentro de los cuales los pueblos indígenas podrían vivir de acuerdo con sus tradiciones, una tendencia que fue reforzada por nociones emergentes de derechos de propiedad intelectual, debido al creciente interés en las plantas medicinales por parte de las compañías farmacéuticas. A finales de los años noventa, tanto la prospección de productos farmacéuticos como las pruebas, las patentes y la comercialización de recursos genéticos humanos ocasionaron protestas indígenas. 10
Durante el mismo periodo, los financiadores internacionales, como el Banco Mundial y el Banco Interamericano de Desarrollo, promovieron reformas políticas y económicas como parte de un paquete neoliberal integral que buscaba reducir el tamaño del Estado corporativista 11y fortalecer a la sociedad civil. En el contexto del cambio político para pasar de la exclusión al plurinacionalismo, se abrieron espacios que incentivaron un debate sobre la definición de democracia, ciudadanía e incluso del propio Estado. Desafiando imaginarios dominantes del ciudadano nacional ideal como aquel de habla española o portuguesa, católico, y “moderno”, nuevas voces reconocieron la diversidad de los países latinoamericanos, ahora celebrando muchas veces su ciudadanía pluriétnica y multicultural. Muchos países redefinieron el estatus jurídico de sus pobladores indígenas, algunos con constituciones que reconocían explícitamente derechos especiales para grupos étnicos y raciales. La demografía, la geografía y la historia política de cada país han moldeado profundamente su respectivo movimiento indígena, así como sus políticas públicas. 12En México, Guatemala, Ecuador y Bolivia, por ejemplo, hay poblaciones indígenas muy considerables que viven tanto en tierras altas como en tierras bajas. En Colombia también se encuentran comunidades indígenas de tierras altas y bajas, pero el porcentaje global de ciudadanos indígenas es bastante menor, pues constituye menos del 4 % del total de la población. Brasil, Venezuela y Argentina también presentan porcentajes reducidos, pero estos países carecen de extensas regiones altas, donde las concentraciones de comunidades indígenas tengan importancia política.
Algunas constituciones incorporaron nociones provenientes de las cosmologías indígenas. Por ejemplo, el artículo 71 de la Constitución ecuatoriana del 2008 se refiere a “la naturaleza, o Pacha Mama” (Madre Tierra). Los derechos colectivos otorgados a las comunidades indígenas a través de estas reformas comprendieron el reconocimiento formal de la condición multicultural de la nación, gobierno autónomo y propio a nivel local, estatus oficial para las lenguas minoritarias en regiones donde predominaban, garantías de educación bilingüe y reconocimiento de los sistemas tradicionales de salud, tenencia de tierra y justicia consuetudinaria. 13
En las fases tempranas de estas campañas, las demandas indígenas pasaron de “derechos como minorías” a “derechos como pueblos”. Al reclamar derechos inherentes derivados de su estatus como pueblos autóctonos, evitan las implicaciones asimilacionistas de un estatus como minorías, puesto que los derechos de las minorías dependen por definición de su membresía en un cuerpo político más amplio; mientras que los derechos inherentes implican autonomía y autodeterminación. Estas demandas fueron respaldadas por varios convenios y tratados internacionales, particularmente el Convenio sobre Pueblos Indígenas y Tribales de la Organización Internacional del Trabajo (también conocido como la Convención 169 de la OIT), el cual fue firmado por la mayoría de los gobiernos latinoamericanos. 14
En este entorno que cambiaba con celeridad, el imaginario predominante de los pueblos indígenas acumuló varias asociaciones, como una relación espiritual antes que materialista con la tierra, la toma de decisiones mediante el consenso, un ambientalismo holístico y la restauración de la armonía en el mundo, tanto física como social. Estos valores llevaban implícita una crítica a las formas de autoridad occidentales, así como al impulso de controlar y mercantilizar la naturaleza. También se desafiaban la pretensión del Estado-nación a la soberanía exclusiva, su monopolio de la violencia legítima y sus pretensiones de definir y controlar la democracia, la ciudadanía, los códigos penales y la jurisdicción legal. 15
Nancy Postero argumenta que en esos años la democratización de la región, aunada al multiculturalismo y al activismo indígena, provocó “una revalorización sin precedentes de los pueblos indígenas, junto con su cultura, costumbres y cosmovisiones”. 16Sin embargo, este cambio ideológico, sin importar qué tan profundo fue, en cuanto a su impacto en el mundo real, estuvo a menudo limitado a las formalidades de la redacción constitucional y a un número limitado de leyes de protección, así como de decisiones judiciales. Además, algunas de estas protecciones constitucionales y jurídicas fueron posteriormente debilitadas por la legislación neoliberal promovida por las entidades crediticias internacionales. Con algunas excepciones, el empobrecimiento de los pueblos indígenas —el sector más pobre de América Latina y “los elementos más periféricos de la periferia del sistema-mundo” 17— siguió en gran medida inalterado.
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