Y, sin embargo —he aquí mi pasmo—, la cosa funciona. España funciona, nos gusta, es (lo mires como lo mires) uno de los mejores países del mundo. En Breve historia de la corrupción, el italiano Carlo Alberto Brioschi lo explica muy sencillamente: sin corrupción no se hubiera construido el metro en Milán. La contradictoria consigna sería: para que haya progreso común, unos pocos tienen que recibir muchísimo más que los demás.
¿Quiénes son esos pocos? Pues los triunfadores. Y aquí tengo que meterme un poco con el feminismo, espero que me perdonen.
Pues resulta que hoy el feminismo, entre sus muchos mensajes, incluye uno que siempre me ha sorprendido: que hay que triunfar. Como hay pocas mujeres en el IBEX, tiene que haber más, y tiene también que haber más mujeres dirigiendo periódicos, y de ministras y de presidentas, y más millonarias. Que es como decir, según funcionan las cosas, que tiene que haber más mujeres hijas de puta.
«¿Era ya lo suficiente hijo de puta para ser director de un periódico?», se pregunta David Jiménez en su libro, mientras narra cómo un banquero contrata a un turbio policía para espiar a otro, cómo un constructor quita directores de periódico y tertulianos o cómo un ministro crea una policía paralela para arruinar la vida de los enemigos del Gobierno. No sé si yo querría ver a mi hija de ministra y maniobrando para joder la vida de los demás, la verdad.
Porque esto, en fin, va de los hijos. ¿Qué le dice uno a sus hijos? ¿Que solo vale triunfar? ¿Que se está muy bien allá arriba y hay bonitas vistas? ¿Que todo es esfuerzo y mérito y los concursos de la tele los ganan los que se saben más preguntas, no los que dice el guion? Me alivia, con todo, algo que apunta Arnold Bennett en Cómo vivir con 24 horas al día, porque creo que es verdad: «La mayoría de la gente no desea triunfar, por tanto, el número de fracasados es sorprendentemente bajo». Triunfar sale carísimo, amigos, al menos en escrúpulos.
Así que a los hijos habrá que decirles que sean honrados y felices; honrados porque es lo que les debemos a los demás, y felices porque es lo que nos debemos a nosotros mismos. Es decir —por usar el sistema de pesas y medidas morales de nuestro tiempo—, habrá que decirles que fracasen.
La vida privada de Franz Kafka es como la tuya: un coñazo
De las 2.200 páginas que tiene la biografía de Kafka escrita por Reiner Stach me he saltado 1.000. Supongo que un lector más honrado, diligente y escrupuloso se hubiera saltado 1.500. A mí me ha llevado como tres semanas saber qué 1.000 páginas de este libro debía saltarme.
Decía Roland Barthes que uno se salta páginas hasta de En busca del tiempo perdido, pero que no son siempre las mismas, y por eso hay que leerlo más de una vez. Otro francés, Daniel Pennac, se atrevió a establecer una lista de derechos para los lectores, entre los cuales incluía, lógicamente, el de saltarse páginas.
En realidad, no hacen falta franceses para leer en diagonal, ignorar las descripciones o desatender las notas a pie de página. Basta con mirar un calendario, con mirar luego por la ventana y ver qué bonita está la tarde. Pocas me parecen 1.000 páginas saltadas de Kafka habiéndolo leído en plena primavera.
Y es que, como intuía otro francés más, Pierre Bayard, en Cómo hablar de los libros que no se han leído, hay mucha dificultad en distinguir la lectura completa de un libro de su no lectura, conforme pasan los años y del libro que leímos no recordamos ni el título. La memoria y el tiempo se alían, destructivamente, para que lo leído, lo leído a medias, lo leído en diagonal y lo no leído confluyan en la más pura nada. Leer es olvidar luego.
Reiner Stach comparte con tantos otros biógrafos anabólicos la creencia de que cuanto más gorda es una biografía más definitiva resulta. En España todos los críticos han dicho que esta biografía es muy definitiva, no sea que venga alguien nuevo y haga otra todavía más gorda.
Para llenar 2.200 páginas Stach ha tenido que contarlo todo, incluido aquello que no tiene ningún interés. Dado que Kafka era de Praga, el biógrafo nos cuenta la historia de Praga, y un poco la de Checoslovaquia, y otro poco la de Europa, cuando llega 1914 y asesinan a un archiduque en Sarajevo. ¿Y la historia del cosmos, eh? ¿No es menos cierto que para la existencia de Franz Kafka antes fue necesaria la existencia del planeta Tierra y de los dinosaurios? Ahí ha dejado escapar Reiner Stach otras 400 páginas innecesarias que yo podría haberme saltado con sumo gusto.
¿Qué hay de autobiográfico en tu vida?, se preguntaba Unai Elorriaga en una conferencia. Es decir: ¿qué entendemos por biografía?
Lo único que hace interesante una biografía sobre Franz Kafka es que Franz Kafka escribió libros muy buenos, eso es lo que le diferencia de todos nosotros. Por ello, su biografía tiene que atender a los alrededores de esos libros, y es mucho más jugoso saber si los escribió con tinta verde, si vendieron treinta y cuatro ejemplares o si fueron rechazados por este o aquel editor, que conocer cómo era la casa donde se mudó a vivir él solo. ¡Me trae sin cuidado cuántas habitaciones tenía su casa de soltero, amigo Reiner!
La prueba de esto que digo es que uno no puede ir por la vida comentando el número de habitaciones que tenía la casa de Kafka. Quiero decir, si quedo con amigos escritores, con gentes más o menos cultas, no puedo lucirme diciendo: «¿Sabíais que Kafka se mudó y que estaba muy contento porque le entraba mucha luz por la ventana?». Sin embargo, ante lectores avezados, el dato de que Kafka había empezado una novela epistolar, que finalmente se perdió, sí me granjearía alguna atención. Todos los viajes de verano de nuestro autor, sus visitas al campo, sus horas muertas en la oficina son exactamente igual de coñazo que las tuyas. No hay biografía —es decir, material que despierte la curiosidad ajena— en la mayor parte de una vida.
No quiero seguir adelante sobre Kafka sin atribuirme algún mérito como lector en diagonal. Fíjense si me ha costado trabajo saltarme páginas de este libro que hasta he encontrado dos erratas.
La primera es una falta de ortografía que figura en la página 1.897. Yo creo que los editores ponen las erratas hacia el final para descubrir quién deja sus libros a la mitad. Es bagage (por bagaje).
La segunda: que durante cientos de páginas a La metamorfosis se la llama aquí La transformación, pero en la famosa carta de Kafka pidiéndole a Max Brod que queme buena parte de su obra (página 2.107), al listar lo poco que merece salvarse leemos «La metamorfosis». Qué mejor argumento en favor de mantener el título como siempre lo conocimos, amigos.
Reiner Stach me irrita en cientos de páginas porque habla de los sentimientos de Kafka como si los conociera de primera mano. Atiendan a estas frases: «Hacía diez años que Kafka no veía el mar, y le pareció como si se hubiera vuelto más bello durante ese largo tiempo. Le hacía feliz verlo, aunque ya no pudiera sumergirse en él con tanta inocencia como antes». Todo esto se lo inventa Reiner Stach así porque sí, como si dijera: pruébenme que Kafka no era feliz mirando el mar. No aporta citas directas, cartas, telegramas, testimonios de lo que sentía Kafka mirando ese mar después de diez años sin verlo. ¿Cómo no te vas a saltar estas chorradas?
Sí empotra en su biografía Reiner Stach decenas de páginas de los Diarios y de las cartas de Kafka, incluida la Carta al padre. Esto también me ha molestado, pues no dejaba de pensar: ¿por qué estoy leyendo 2.200 páginas sobre Kafka llenas de citas de su obra cuando las Obras completas de Kafka publicadas por DeBolsillo en nueve volúmenes ocupan casi lo mismo, 1.918 páginas?
O dicho con un símil marino: ¿por qué no voy a ver el mar en lugar de dejar que me lo cuenten?
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