Nohelia Alfonso - Amar a la bestia

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Una novela sobre la memoria, los secretos y las relaciones tóxicas.Cuando Mica recupera la consciencia después de dos años en coma tras un grave accidente, apenas recuerda nada de su vida. Y ni su hermana gemela ni su mejor amiga parecen querer ayudarla a salir de la madriguera en la que se encuentra. ¿Por qué tienen tanto miedo a que vuelva a ser la de antes?Una cerveza en el bar adecuado empieza a desenterrar de sus entumecidas neuronas los años de rock, de amistad, de rodar por los escenarios y las barras de León, de viejos amores corrosivos…Mica tendrá que reconstruir su identidad a través del espejo, luchando contra el reloj del Conejo Blanco, contra su psiquiatra y sus píldoras, contra la Reina Roja de su vida y contra las previsiones de su propio Galimatazo.¿Hasta qué punto nuestro cerebro activa el olvido como mecanismo de defensa? ¿Hasta dónde estamos dispuestos a llegar para descubrir la verdad? ¿Hasta cuándo se puede amar a la bestia?

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—Mira, si no tienes paciencia yo no te puedo ayudar —dijo—. Para mí también es muy duro, ¿sabes? Pero los medios que tengo son limitados, Mica.

—¿Que para ti es duro? ¡No tienes ni idea de lo que dices!

—Claro que la tengo, ¿cómo puedes ser tan egoísta? ¡Esto no te afecta solo a ti!

—¡Que no sé quién soy, Elora! —grité.

Y luego el portazo y las pastillas en el ascensor para frenar esa angustia que se me llevaba por delante. ¿Quién demonios era la tía que me miraba desde el espejo mientras bajaba? Tenía los ojos demasiado grandes, unos enormes ojos color rubio tabaco que le ocupaban toda la cara, como si fuera un dibujo manga. ¿Tenía pinta de querer matarse con el coche? ¿Se arrepentía de no haberlo conseguido? ¿Era ella la real o lo era yo? No me sentía real. El mundo no me parecía auténtico. ¿Y si atravesaba el espejo, como hizo la Alicia de Carroll?

—¡Despierta! —me gritó el Conejo Blanco.

—Maldita sea, ¡cállate! —le dije de mala manera mientras esperaba a que el litio y los ansiolíticos hicieran efecto.

Cuando salía del portal me estampé de lleno contra un hombre engabardinado y caí de culo en la acera.

—¡Discúlpeme, señorita! —me dijo, tendiéndome la mano en el acto, aunque la culpa había sido mía—. ¿Está bien?

—No —le espeté antes de aceptar su ayuda para levantarme—. Pero no es por la caída.

Tenía el pelo muy revuelto y grandes ojos de imaginador.

—Vaya, lamento oír eso. ¿Puedo hacer algo para ayudarla? —preguntó.

—Ya me ha ayudado a levantarme… Soy yo la que le pide perdón, ¿le he hecho daño?

—No, ¡para nada! Solo me he asustado al verla caer…

—Iba demasiado deprisa y sin mirar… Aunque la verdad, da lo mismo dónde ponga los ojos, es todo irónicamente ajeno, como una maldita broma…

Los suyos, sus saltones ojos ambarinos, me contemplaron con incomprensión mientras su mano seguía sobre mi brazo, como si temiera que fuera a volver a caerme. Tenía pinta de pintor surrealista. Gabardina raída, gafas de pasta, dientes desordenados.

—Decía Ray Bradbury que hay que mantenerse borracho de literatura para que la realidad no te destruya… Yo siempre que puedo la esquivo. Ahora mismo iba a hacer algo así, puedo invitarte a probar, si quieres…

Me fascina la gente que se pasa de amable. Creo que a veces puede resultar más molesta que la que se pasa de desagradable, pero yo ya me había olvidado de quién era, ¿qué más podía pasar?

—¿Quiere emborracharme para compensar el golpe? —Reí.

—Le ofrezco un vermú y literatura, si me lo permite. Su cara me resulta extrañamente familiar, pero no recuerdo de dónde… ¿Cree que nos conocemos? ¿Se dedica al mundo editorial? ¿Es usted escritora?

Ja. ¡Editora o escritora! Ojalá. Lo más parecido a eso que yo podía ser tenía que ver con mi supuesta licenciatura en Filología Hispánica y con mi doctorado inconcluso por el accidente. Iba a convertirme en doctora en Literatura aquel verano, al parecer. Nunca llegó a suceder. Así que no, no creí posible que nos conociéramos.

—No recuerdo nada de mi vida desde hace tres años por un accidente de coche… Estudiaba Literatura. Así que, quién sabe.

Enmudeció un instante, pero salió airoso de la estupefacción:

—Ese argumento de novela está ya muy trillado. —Rio.

—Ya lo creo. —Reí yo también—. Topicazo de novel.

—Soy Saúl Ortiga. —Me estrechó la mano.

Aquel tipo era un escritor y editor famoso, a pesar de que yo siguiera esperando que sacara el carboncillo y me dibujara en cualquier momento. Me contó que estaba organizando actividades para un encuentro literario y quería contar con carne fresca. Me llevó a un café que había tras la catedral, el Bella Vita. Allí tenía lugar una tertulia de un grupo de escritores jóvenes, Altavoz, se hacían llamar. Me presentó como «su recién conocida amiga desmemoriada, estudiante de Literatura». Creí morir de vergüenza.

—Opino que haberla encontrado no es casualidad. Podría ser un nuevo fichaje para vuestro grupo —añadió, dirigiéndose al barman.

Aquello era lo último que yo tenía en mente. Pero era grato estar entretenida. Así que saludé tímidamente con la mano y me limité a escuchar y a observar cómo gesticulaban. Hablaron de la posibilidad de colaborar en el acto de presentación de la nueva editorial del tal Ortiga en León. La editorial se llamaba Boukyaku, «olvido», en japonés. Me declaré agnóstica de las casualidades tras conocer el nombre.

Al cabo de un rato, sus incisivos diastémicos de conejo bonachón eran lo único que me divertía. Así que me puse a indagar entre los libros de las estanterías, no sin notar las miradas curiosas de los miembros del grupo sobre mí. Supongo que debían de estar pensando a qué se refería Ortiga con lo de desmemoriada. El bar era también una librería de lance y tenía exquisiteces literarias que aguardaban a ser descorchadas. Henry, el barman poeta, me puso sobre la mesa que había junto al estante que estaba ojeando lo que había pedido: un Eli, emulando a mi anfitrión.

—¿Sabes qué es un Eli? —susurró.

—No —reconocí.

—Es como hemos bautizado al tipo de vermú que siempre pide Elisa Otelo.

No tenía ni idea de quién era esa mujer.

—La escritora —aclaró al ver que estaba perdida.

Sorbí del vaso. Quizá no debería haber pedido alcohol…

—¿De qué conoces a Ortiga? —me preguntó divertido.

—De haberme estampado contra él en la calle hace un rato —le dije—. Nunca he leído nada suyo.

Sonrió. Luego paseó los dedos por los lomos de los libros y me tendió un ejemplar: La mujer del aire .

—Esto es lo que escribe, por si quieres conocerlo más. ¿Qué escribes tú?

—Pues… no me acuerdo —dije.

Henry regresó a la barra con una sonrisa entre divertida e incómoda para continuar con su labor como coordinador del grupo. Los jóvenes de Altavoz fueron desplegando un portentoso abanico de ideas para la colaboración en el acto que proponía Ortiga, mientras daban buena cuenta de una tortilla de patata y algas, que fue muy celebrada.

Al término de la tertulia, decidí comprar el libro y agradecerle a Ortiga su invitación. Le dije que me había alegrado la mañana, no sabía cuánto. Él insistió en que me apuntara al grupo y en dedicarme su libro. Henry también insistió, le dije que lo pensaría y le escribiría un correo, y me despedí.

***

Al llegar a mi piso abrí el libro con curiosidad por ver la rúbrica de la vanidad del escritor:

Para Mica —con su río oscuro en el cabello y su voz de niña agarrada al borde de una cornisa con una sola mano—, que también es una mujer del aire y por eso aparece en este libro.

Aquellas palabras escalaron por mi médula espinal y penetraron en mi cerebro con tanta fuerza que no pude menos que estremecerme. Por un momento, me faltó la respiración. Y fue catártico. La eléctrica chispa azul de las conexiones neuronales me dio una descarga: yo ya había leído eso en alguna parte. Estaba segura. Ya había leído esa dedicatoria, ¿pero dónde? Y además, ¿era posible que el tal Ortiga escribiera siempre las mismas dedicatorias? Volví a salir de casa y regresé al piso de Elora con el libro en la mano. Me abrió la puerta, desconcertada.

—¡He tenido un déjà vu ! —chillé.

—¿Cómo?

—¡Lee esto y dime dónde lo he leído antes!

Elora hizo lo que yo le pedí, aún en la puerta, mientras la esperaba con las pupilas convertidas en interrogantes. Se fue directa a la estantería del salón y sacó un ejemplar de La mujer del aire . Lo abrió por la primera página y me lo mostró. Ponía:

Para Elora —con sus pecas de panecillo integral y sus pequeñas ranuras de risa en los ojos— que también es una mujer del aire y por eso aparece en este libro.

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