Nohelia Alfonso - Amar a la bestia

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Una novela sobre la memoria, los secretos y las relaciones tóxicas.Cuando Mica recupera la consciencia después de dos años en coma tras un grave accidente, apenas recuerda nada de su vida. Y ni su hermana gemela ni su mejor amiga parecen querer ayudarla a salir de la madriguera en la que se encuentra. ¿Por qué tienen tanto miedo a que vuelva a ser la de antes?Una cerveza en el bar adecuado empieza a desenterrar de sus entumecidas neuronas los años de rock, de amistad, de rodar por los escenarios y las barras de León, de viejos amores corrosivos…Mica tendrá que reconstruir su identidad a través del espejo, luchando contra el reloj del Conejo Blanco, contra su psiquiatra y sus píldoras, contra la Reina Roja de su vida y contra las previsiones de su propio Galimatazo.¿Hasta qué punto nuestro cerebro activa el olvido como mecanismo de defensa? ¿Hasta dónde estamos dispuestos a llegar para descubrir la verdad? ¿Hasta cuándo se puede amar a la bestia?

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Fue todo lo que fui capaz de escribir. Luego lo metí en un sobre y en el remite puse mi dirección de correo electrónico. Pasé un rato mirando el nombre del destinatario y, finalmente, escribí: «Para Painkiller». Lo había tomado del título del mejor álbum de los Judas Priest. Y es que un corazón dolorido siempre necesita un analgésico, que es lo que significa.

El resultado fue que, como en León no tenemos mar, mi botella cayó a las aguas del río Bernesga a las cuatro de la mañana del miércoles más frío de aquel febrero. Lo cierto es que me sentí ridícula al instante y, de camino a casa, decidí que nadie iba a encontrar y mucho menos a hacer caso a lo que hubiera escrito —y de qué forma— en una botella de Fanta. Al día siguiente, ni siquiera se lo comenté al doctor Luján, y eso que me había encargado hacer algo creativo. Solo le comenté cuánto me horrorizaba su corbata malva y lila. El tipo odiaba que desviara la conversación para meterme en su vida. Sobre todo porque adquirí destreza de profesional al más puro estilo Annibal Lecter con su « quid pro quo , Clarice». Recuerdo que accedí a hablar sobre lo que recordaba de haber abandonado mi tesis si él me hablaba de la suya. Fue así, con gancho y paciencia, como le sonsaqué los detalles de su vida universitaria mientras él obtenía bien poco sobre mis últimos demonios.

Andrés Luján era el típico intelectual atractivo demasiado ocupado con sus estudios como para fijarse en las mujeres. Ninguna de las liberales madrileñas de la Europea consiguió sacarle más que unas copas y análisis psicológicos gratis en la cafetería del campus. Eran guapas e inteligentes, pero para él, que no levantaba la cabeza de sus apuntes en la biblioteca ni para leer los mensajes subliminales que le lanzaban los escotes de sus compañeras, eran personas irrelevantes. Solo le interesaba doctorarse. Y lo consiguió. Entonces y solo entonces se interesó por una mujer, una contadora de historias, también leonesa, que trabajaba en la cafetería de la universidad. Había sido toda una coincidencia. Francis Bacon dijo que no hay belleza sin algo extraño en sus proporciones, y eso, además de magia al contarle cuentos sobre la raposa, el lobo, el trasgo y otros personajes de la mitología leonesa, formaba parte del encanto de Camino. Andresín, como solo ella lo llamaba en Madrid, con aquel sufijo tan del norte y que tanto le recordaba a su madre, recuperó todas sus vivencias infantiles cuando probó el sabor de aquella mujer. Por ella regresó a León. Se casaron en la Pulchra Leonina. Desgraciadamente, los niños nunca vinieron. Camino estaba muy enferma. Pero eso lo supe mucho más tarde.

Cuando me acorraló con el encargo de hacer algo creativo, le confesé lo del mensaje en la botella. No sé si me creyó. Se limitó a preguntarme dónde la había tirado y qué esperaba conseguir. No supe responder.

Después de la cena en casa de Elora, he de decir que estaba más animada. Había tenido una especie de recuerdo y me sentía un poco menos sola. Podría decirse que era ligeramente más feliz, excepto porque la primavera estaba empezando a tocarme la moral con sus alardes de alegría y sus estúpidas flores. Había visto por la tele que hay muchos tipos de alergias según las plantas que te afecten, y que por los síntomas que presentes se pueden identificar. Así que me fui derechita al ordenador para buscar cuál era la dichosa verdurita que me ponía los ojos como globos —si es que podían ser más grandes— y así entretenerme con algo. Tenía un mensaje en la bandeja de entrada de mi correo electrónico. El asunto decía: «SOS Recibido». Lo abrí. Solo había escrita una dirección de Facebook: www.facebook.com/painkiller. ¿SOS recibido? ¿Painkiller? De pronto me dio un vuelco el corazón. No podía ser. No, estaba claro que se trataba de un error, no podía referirse a mi mensaje desesperado lanzado al río hacía un par de meses. Decidí cerrarlo y seguir buscando una solución a mi alergia. Era más fácil ignorarlo que enfrentarme al pánico que me daba descubrir quién había respondido.

***

Llegué a la consulta del doctor Luján con los ojos igualmente hinchados, a pesar de mis nuevas adquisiciones antigramíneas. En la sala de espera había una chica que leía Poeta en Nueva York . No respondió a mi saludo. La voz aguda de la secretaria anunció que era mi turno de tumbarme en el diván a soltar estupideces. Ay, «el síndrome universal, la vida te sentó en un diván, contando todo tipo de traumas», como dice Santi Balmes en la canción Me amo que me enseñó Elora… Pero esta vez el quid pro quo no me funcionó. Andresín ya estaba harto de los trucos que utilizaba para desperdiciar la hora diaria de terapia, y no tuve más remedio que empezar a hablar de mí. Acabé contándole lo del correo de Painkiller y mi pavor a que fuera una respuesta a mi llamada de socorro embotellada. Le pareció una noticia estupenda, dijo que era muy bueno para mí, y que mis deberes para el fin de semana eran agregar al misterioso destinatario a mis amistades de Facebook y mantener una charla con él. No solo no aceptó mis reticencias, sino que me exigió nombre, edad y profesión del sujeto para el lunes. ¡Yo no tenía ni cuenta en Facebook! Maravilloso. No pensaba hacerlo. No podía obligarme. ¿En qué iba a beneficiarme perder el tiempo con una persona tan desesperada como para recoger una botella del río y…? Eso dando por supuesto que en realidad hubiera leído el mensaje y que no se tratara de algún tipo de publicidad engañosa, o de alguien dispuesto a pasar un buen rato a costa de una pobre chiflada como yo. Pero Andrés insistió en que debía hacer lo que me decía, creía que sería liberador. Y, francamente, me da a mí que también sentía curiosidad.

Al salir vi que la muchacha que leía a Lorca seguía en la sala de espera. Despedirse es más fácil, no se espera una conversación como tras un saludo, solo un «adiós». Así que lo dije. Y ella respondió. A lo mejor no estaba tan mal hacer un esfuerzo y relacionarme un poco.

Llegué a casa estornudando y miré el ordenador con recelo. No recordaba la última vez que había comido, así que hice una expedición al congelador. Rescaté unos guisantes del fondo y los preparé con jamón. No tenía ni idea de por qué sabía hacer ese plato, pero estaba delicioso. Cocí los guisantes, los escurrí y los reservé. En una sartén sofreí un poco de cebolla cortada en juliana, luego añadí el jamón en tacos y, cuando estuvo dorado, incorporé los guisantes y le agregué ajo, pimentón, sal, una guindilla y un chorrito de vino blanco. Finalmente lo coroné todo con un huevo estrellado, bien mezclado con lo demás. Oh la là! ¿Por qué había estado sobreviviendo a base de lasañas congeladas y galletas? ¿Me habría enseñado la abuela a preparar aquella delicia?

El domingo por la noche, como todo mal estudiante, me senté frente a la pantalla dispuesta a hacer la tarea para que el doctor Luján no la tomara conmigo. Me abrí una cuenta de Facebook y, con la esperanza de que no estuviera conectado, agregué al tal Painkiller a mis contactos. No me decepcionó. Encantada de poder decirle al doctor Luján que el personaje misterioso no había dado señales de vida, me tumbé en el sofá a la luz de la teletienda.

Empezaba a quedarme dormida cuando sonó el pop que me indicaba que se había activado un chat de Facebook, y de mala gana y con sueño, me asomé a la pantalla para leer:

Painkiller: ¿Estás ahí?

Las sienes me latían. Eran las tres de la mañana. Finalmente, respondí:

Herzeleid: Sí.

Painkiller: Te estaba esperando…

La taquicardia aumentó. Escudriñé su perfil. No había fotos ni comentarios ni nada.

Herzeleid: ¿Quién eres?

Iba a morirme de expectación. No sabía quién quería que fuera.

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