Saeed Jones - Cómo luchamos por nuestras vidas

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Ganador del Premio Kirkus 2019 y del Stonewall Book Award, y seleccionado como uno de los cien mejores libros del año por
The New York Times,
Cómo luchamos por nuestras vidas de Saeed Jones nos cuenta el camino hacia la vida adulta de un joven negro gay del sur de Estados Unidos. Un relato en el que trata de encontrarse a sí mismo y de hacerse un hueco en su familia y en su país. Con una voz que es a la vez un río, un blues y un paisaje nocturno en llamas, Jones rememora su infancia y adolescencia; la turbulenta relación con su madre y su abuela; sus aventuras sexuales con amantes, amigos y extraños. En los episodios que conforman sus memorias, encontramos reflexiones sobre la raza y la identidad, sobre el poder y la vulnerabilidad, sobre el amor y la aflicción; un retrato sobre lo que se hace por los demás —y lo que se les hace— mientras luchamos por convertirnos en nosotros mismos. Cómo luchamos por nuestras vidas consolida a Saeed Jones como uno de los autores estadounidenses más importantes de nuestro tiempo.

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«Nunca ibas a ser uno de ellos», dijo el rayo en mi hombro. «Estúpido, estúpido, estúpido», respondieron los truenos de mis puños. Sentía como si me hubieran partido en dos. Y la voz de Cody resonaba en mi cabeza.

«¡Maricón!».

Casi me sentía aliviado: por fin alguien lo había dicho.

III

7 de junio de 1998 Jasper, Texas

Tras una larga jornada de trabajo, James Byrd Jr., un hombre negro, accedió a que tres hombres blancos le acercaran en coche a casa. Tres supremacistas blancos, como descubrió demasiado tarde. Le dieron una paliza, le encadenaron a la parte trasera de la furgoneta y le llevaron a rastras durante más de un kilómetro a través de un camino rural desierto. Jasper, donde Byrd había vivido y muerto, está a cuatro horas en coche desde el salón en el que mi madre y yo nos encontrábamos aquella tarde.

Separados por un silencio abrumador, mirábamos cómo la boca del presentador de las noticias se transformaba y se torcía en busca de la forma apropiada para pronunciar la palabra «descuartizado». No recuerdo si entonces nos miramos, después de que mi madre cogiera el mando del televisor y lo apagara. Ojalá lo recordara. Espero que lo hiciéramos. Me gustaría creer que juntos fuimos capaces de ponerle nombre al miedo que anidó en nosotros aquella húmeda tarde.

Yo era la clase de niño que coleccionaba piedras. En la cama, siempre tenía al alcance de la mano un libro rojo de mitología griega «para niños», al lado de una libreta de, bueno, no poemas, pero sí frases sueltas que anotaba cuando me cansaba de repetírmelas a mí mismo. Aquella noche, cuando me fui a la cama, en vez de coger mi libreta, rebusqué en mi colección de piedras hasta que encontré mi trozo de jaspe. La piedra pulida era suave al tacto y de color rojo óxido. Vi la imagen de tres chicos con ramas en las manos, dando pisotones mientras se adentraban en el bosque. Durante un instante no fui tan inocente. No estaba aterrorizado; más bien sentía que yo mismo podía encarnar el terror. Durante un instante, fui el lobo al otro lado de la puerta. Pero entonces volví a ser un niño negro en Estados Unidos, tumbado en posición fetal sobre la cama, con una piedra del color de la sangre en las manos y el golpeteo de las cadenas zumbándome en los oídos. En silencio, atormentado e impotente.

Al igual que algunas culturas tienen cien palabras para decir «nieve», debería haber cien palabras en nuestro idioma para todas las formas en las que un niño negro puede permanecer despierto por la noche.

IV

Verano de 1999 Memphis, Tennessee

Mi madre, soltera y con dos trabajos, me enviaba todos los años a Memphis para que me quedara con mi abuela durante la segunda mitad del verano. Los adolescentes consumen electricidad, neveras llenas, despensas y paciencia, y mi madre no se podía permitir esos gastos cuando yo no iba al colegio.

Durante esas visitas de verano, mi abuela me llevaba a la Iglesia Bautista Ebenezer todos los domingos. Me presentaba ante sus amigas como «Saeed, mi nietecito de Texas». Ellas se agachaban mientras se sujetaban los sombreros extravagantes que se ponían para ir a la iglesia y, con la otra mano, me daban un caramelo de fresa. Solían decir: «Muchacho, te conozco desde antes de que tu madre pensara en tenerte», o a veces solo «Muchacho, te conozco de toda la vida». Adoraba escuchar esa frase tan a menudo.

Pero en el verano de mis trece años, algo cambió. Mi abuela empezó a ir a una iglesia nueva, una con una vena evangélica muy fervorosa. Dejó de presentarme como su nietecito y empezó a decir: «Este es mi nieto, Saeed. Su madre es budista». La primera vez que lo oí, pensé que estaba de mal humor, que tal vez el calor le había arrebatado parte de la calidez que siempre oía en su voz. Después volví a escucharlo una y otra vez… Ese mismo tono seco y monótono, como si no supiera, o no le importara, que semejante frase pudiera levantar ampollas en el santuario de cualquier iglesia del sur.

Mi madre llevaba practicando el budismo desde los veintipocos, mucho antes de que yo fuera siquiera una idea, de modo que resulta complicado explicar por qué todo cambió aquel verano. Hasta ese momento, sus diferencias religiosas no me habían parecido motivo de tensión real en la familia. Mi madre era budista; mi abuela y mi tío eran cristianos. En Texas, iba a reuniones budistas con mi madre; en Memphis, iba a la iglesia con mi abuela. La primera vez que escuché «Su madre es budista», observé a mi abuela por el rabillo del ojo, intentando leerle la mente. No vi nada. Era como leer un código desconocido. Yo, por otro lado, era todo mayúsculas. Quizás me hubiera pasado el verano así de todas maneras. Con los brazos cruzados, esperando algún motivo por el que poner los ojos en blanco, y con una mano que siempre encontraba la forma de llegar hasta la cadera.

Una tarde, sentado en el salón, mi abuela me miró desde la otra punta de la habitación y retomó una conversación que yo ni siquiera era consciente de que había empezado.

—Mundanal. Así es tu comportamiento últimamente —anunció. Después siguió con su novela de Pat Robertson. La palabra había permanecido en su lengua como una gota de ácido—. Mundanal.

Un cura evangelista visitó la iglesia de mi abuela durante aquel verano y predicó sus sermones con asiduidad durante gran parte del tiempo que estuvo en Memphis. Parecía que lo único que decía era que teníamos —¿ teníamos ?— que salvar a tanta gente como fuera posible de las llamas del infierno. La sangre de todos nuestros seres queridos que no consiguiéramos salvar mancharía nuestras manos el día del Juicio Final.

En vez de ir a la iglesia solo los domingos, como antes, mi abuela y yo íbamos tres o cuatro veces a la semana. Al principio, de camino, nos pasábamos por casa de mi tío para recoger a mis primos, que iban a la misma iglesia. El tío Albert era un hombre de Dios. A veces lo observaba mientras hablaba con su mujer y sus hijos y juro que lo veía relacionar sus decisiones con los versículos exactos de la Biblia por los que se guiaba. Admiraba ese sentido de la determinación, pero al mismo tiempo me parecía, bueno, bastante agotador. Aunque me caía bien, por norma general intentaba mantenerme alejado de Albert, ya que por entonces ya sabía yo que encontraría el modo de no estar a la altura de todos esos versículos de la Biblia.

A medida que pasaban las semanas, me di cuenta de que mi abuela y yo éramos los únicos que llenaban el banco de la iglesia, día tras día. Ni mi tío, ni mis primos. Ahora lo veo claro. Yo necesitaba ir a la iglesia de un modo distinto al de mis primos. Yo era la sangre que manchaba sus manos.

картинка 8

Una noche, al volver de la iglesia, fui a bañarme en la piscina comunitaria que había frente al parking del apartamento de mi abuela. Estaba oscuro, por lo que no había niños pequeños chapoteando. Salvo por los pocos adultos que bebían cerveza alrededor de las mesas del jardín, tenía toda la piscina para mí. Me pasé casi todo el tiempo agarrado al borde de la parte honda mientras me estiraba y movía las piernas. Me hacía sentir largo. Cuando se puso el sol, me di la vuelta boca arriba para poder contemplar las estrellas.

Cuando mi abuela me llamó por primera vez, creí que ya era la hora de la cena. Pero cuando me llamó por mi nombre completo —el primero, el segundo y el apellido—, salí del agua de golpe. Venía a paso rápido desde el apartamento hacia la piscina.

—Sedrick Saeed Jones —gritó de nuevo, estirando las sílabas hasta convertirlas en algo que solo mis oídos podían reconocer como mi propio nombre. Jadeaba cuando llegó a la verja—. Sal de la piscina y métete en casa. Ahora mismo.

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