Saeed Jones - Cómo luchamos por nuestras vidas

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Ganador del Premio Kirkus 2019 y del Stonewall Book Award, y seleccionado como uno de los cien mejores libros del año por
The New York Times,
Cómo luchamos por nuestras vidas de Saeed Jones nos cuenta el camino hacia la vida adulta de un joven negro gay del sur de Estados Unidos. Un relato en el que trata de encontrarse a sí mismo y de hacerse un hueco en su familia y en su país. Con una voz que es a la vez un río, un blues y un paisaje nocturno en llamas, Jones rememora su infancia y adolescencia; la turbulenta relación con su madre y su abuela; sus aventuras sexuales con amantes, amigos y extraños. En los episodios que conforman sus memorias, encontramos reflexiones sobre la raza y la identidad, sobre el poder y la vulnerabilidad, sobre el amor y la aflicción; un retrato sobre lo que se hace por los demás —y lo que se les hace— mientras luchamos por convertirnos en nosotros mismos. Cómo luchamos por nuestras vidas consolida a Saeed Jones como uno de los autores estadounidenses más importantes de nuestro tiempo.

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Había leído en uno de mis libros sobre naturaleza que existen algunos sonidos que se producen a una frecuencia que solo detectan los perros y algunas radios especiales. Sonidos que solo oyes si estás diseñado para oírlos. Yo oía la palabra como un pitido por encima de cada conversación, a cada instante, porque me pasaba todo el tiempo pensando en ser gay.

La oía como un zumbido en el aire cuando veía a Cody y a sus amigos jugando al baloncesto en el parque, con las camisetas transparentes y pesadas a causa del sudor y los pezones marcados contra la tela. También la oía cuando pensaba en el hombre de la fotografía. Me habría gustado seguir teniéndola, pero habría sido raro pedírsela otra vez a mi madre. Quería ver su sonrisa; pensaba que ahora la entendería mejor.

No me pude sacar esa sonrisa de la cabeza durante tres días, hasta que el gesto se convirtió en una risa, una burla, un aullido. Una mañana, mientras mi madre se preparaba para ir a trabajar, me quedé mirando al techo y cerré los ojos cuando abrió la puerta de mi habitación para dejar que entrara el perro. Siempre que se iba, Kingsley se asustaba y pegaba la cabeza contra la ventana para ver como se alejaba en el coche. Ocurría cinco días a la semana, pero todas las mañanas estaba igual de desesperado, como si ese fuera a ser el día en que se marchara y no volviera jamás.

Con Kingsley ladrando entre los tobillos, me adentré en la habitación de mi madre. La fotografía no estaba en la cómoda, y pensé en revisar los cajones para encontrarla. Pero la última vez que lo había hecho, había encontrado su vibrador. El descubrimiento había sido a la vez el castigo.

Aun así, sabía que había un lugar al que podía acudir para obtener las respuestas que no encontraba en casa. Me puse algo de ropa sin comer siquiera, abrí la puerta del apartamento y la cerré con llave. Kingsley ladraba y arañaba la puerta como si tratara de advertirme de algo.

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Al fresco del aire acondicionado de la biblioteca, decidí que no era buena idea preguntarle a la mujer arrugada del mostrador dónde podía encontrar libros sobre ser gay. En lugar de eso, me recorrí despacio cada estantería, ojeando los lomos de los libros, hasta que encontré lo que estaba buscando. El primer libro que me llamó la atención fue uno para padres que lidiaban con hijos gais. La introducción estaba escrita como si fuera dirigida a lectores que tuvieran que hacer frente al diagnóstico de un cáncer en fase avanzada. Volví a dejar el libro en la estantería, con el lomo hacia dentro.

Acabé reuniendo cinco o seis libros y me senté en el suelo con los ejemplares en el regazo. Como cualquier adolescente con experiencia en leer cosas que no debe, miré a ambos lados antes de abrirlos, luego me levanté y cogí un libro cualquiera como distracción. Era uno sobre la «sociología de los niños». Lo dejé abierto en el segundo capítulo y a mano, por si algún conocido pasaba por ese pasillo y necesitaba una coartada.

Mientras leía un libro sobre «definir la homosexualidad», empecé a notar una erección. No es que la escritura fuera sensual, ni mucho menos; usaban un lenguaje anticuado y cortante. Pero, aun así, mi cuerpo respondió.

Aunque eso cambió conforme fui leyendo más libros del montón. Todos los que había encontrado sobre ser gay trataban también sobre el sida. Hombres gais que morían de sida como si fuera una secuencia lógica de acontecimientos, una fórmula matemática, un ciclo vital. Oruga, capullo, mariposa; chico gay, hombre gay, sida. Era innegable. El amigo de mi madre había pillado sida porque era gay. Porque era gay se había suicidado. Porque sabía que moriría de todos modos.

Leí sobre hombres gais abandonados por sus familias al salir del armario. O, peor aún, hombres que no le contaban a nadie que eran gais, incluso cuando las lesiones en la piel comenzaban a brotar como flores terribles. En cualquier caso, parecía que los hombres de esos libros siempre morían solos. Me consoló pensar que mi madre estaba al tanto de la enfermedad de su amigo. Quizás había podido contárselo a la gente de su alrededor. Quizás mi madre era de la clase de persona a la que se lo podías contar.

Cuando me levanté para devolver los libros a la estantería, me di cuenta de que me temblaban las manos. Me sentía como si le hubiera pedido a una vidente que me adivinara el futuro y ahora me estuvieran castigando por intentar ver un futuro demasiado lejano. Sentí alivio al toparme con una ráfaga de aire caliente al salir de la biblioteca.

Pasé por el parque de camino a casa, y los chicos de siempre estaban en la cancha de baloncesto. Camisetas y piel. Observé sus cuerpos, pero solo por un instante. No podía concentrarme. En los gestos de cada hombre, titilantes entre las olas de calor, buscaba el rostro del hombre de la fotografía; buscaba algún indicio de aquella sonrisa, aquella hermosa e imperdonable sonrisa.

II

Junio de 1998 Lewisville, Texas

Cuando Cody me preguntó si quería ir con él y con su hermano al bosque que había cerca de nuestro bloque, yo ya llevaba semanas frotándome contra la almohada y susurrando su nombre entre jadeos.

Estaba en mi habitación, leyendo otro de los libros de la estantería de mi madre —esa vez era la autobiografía de Tina Turner—, cuando Cody llamó a la puerta. Al principio pensé que la invitación sería un truco, el comienzo de alguna broma. Parte de mí seguía pensando lo mismo mientras caminábamos hacia el bosque.

—No te lo vas a creer, tío. El hombre se ha construido una cabaña y todo —me dijo Cody.

—¡Joder! —añadió Sam, que tenía la tendencia de remarcar todo lo que decía su hermano mayor con una palabrota.

Nos detuvimos un momento bajo un árbol de Júpiter gigantesco para aprovechar la sombra. Cody lanzó un escupitajo y volvimos a salir al calor. En realidad, ni aquel loco ni su cabaña me importaban lo más mínimo; lo que me entusiasmaba era estar con Cody.

Aunque estaba esquelético y tenía más granos que yo, Cody era popular en el colegio. Durante la hora del almuerzo podía sentarse donde quisiera (excepto con los chicos negros); yo me sentaba con los de la banda y evitaba, con discreción, sentarme en la mesa de los chicos negros, que se metían conmigo a la primera de cambio. Una vez se pasaron diez minutos metiéndose conmigo por los pantalones chinos que mi madre me obligaba a llevar, y me enfadé tanto que grité «¡Y tú te haces llamar cristiano!», lo que no hizo más que aumentar las risas. Podía entender que Cody hiciera como que no me conocía, como si no nos viéramos cada día en las escaleras de nuestro bloque.

—¡Claro que sí, hostias! —chilló Sam, como si hubiera oído lo que estaba pensando. Cogió una rama del suelo y la levantó por encima de su cabeza como si fuera una lanza. Con los dientes de conejo y las pecas, parecía uno de los niños psicópatas de El señor de las moscas , pero con acento de Texas.

—Baja eso, me cago en todo —dijo Cody, hablando con un chupachups en la mejilla derecha—. No vamos a matarlo, Sam.

El hecho de que Cody tuviera que aclarárselo me preocupó.

—Bueno, ¿y qué vamos a hacer? —pregunté. Traté de imitar sus acentos, aunque me costaba; al fin y al cabo, era hijo de mi madre.

Cody se detuvo y se acercó tanto a mí que podía olerle el chupachups de manzana en el aliento. Tenerlo tan cerca me puso nervioso, como si fuera a besarle por accidente. Di un pasito hacia atrás.

—Soplaremos, soplaremos y su casa derribaremos —dijo, inclinándose más aún hacia mí. Habló en una voz baja que se debatía entre la amenaza y la seducción.

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