Esa misma noche, el Duca Francesco Maria Della Rovere, entró en Mondavio. A la mañana siguiente, los sirvientes de Orazio Baglioni encontraron al lugarteniente tendido en su propio lecho con los ojos abiertos de par en par y con espuma que le salía por los labios. Sobre el mueble de al lado de la cama fue encontrado un vaso que todavía contenía residuos de líquido envenenado.
―Se ha suicidado ―sentenció el Duca en cuanto le contaron la noticia ―Hace unos días me había confiado que sufría de penas de amor. Estaba enamorado pero la damisela objeto de sus deseos le había rechazado dos veces. ¡Una pena, era un soldado valiente. Ahora deberé encontrar un digno sustituto!
La jornada primaveral anunciaba la llegada de un verano tórrido y Francesco Maria vestía un ligero jubón amarillo y unas cómodas calzas. En ese momento tenía treinta y dos años pero demostraba algunos más. Era un hombre no muy alto pero robusto, el físico templado por las innumerables batallas, siempre combatidas en campo abierto. Incluso como condottiero nunca había retrocedido ante una batalla. Y los enemigos que había matado ya ni se contaban. La larga barba oscura, los cabellos rizados y el estrabismo del linaje Montefeltro, heredado de su madre, hacían de él un hombre sombrío, que infundía temor a cualquiera que se le pusiera delante. Era infrecuente que vistiese hábitos ligeros como ese día. A menudo, incluso en sus mansiones, vestía jubones claveteados y calzas reforzadas. Y nunca abandonaba su espada, siempre dentro de su funda sobre el flanco derecho. Por razones políticas se había casado muy joven, con sólo quince años, con la hermosa Eleonora Gonzaga, con la que había tenido un hijo, Guidobaldo, que ya tenía ocho años. Mujer e hijo estaban muy lejos de él y de sus campos de batalla y gozaban del lujo y de las comodidades de la Corte de Mantova. Pero cuando Urbino estuviese de nuevo en su poder, haría que Eleonora y Guidobaldo fuesen al Palazzo Ducale de Urbino que, en cuanto a hermosura, no se quedaba atrás con respecto al castillo de los Gonzaga. Y el hecho de tener de nuevo a Eleonora a su lado le permitiría comenzar a pensar en tener otro hijo. Es verdad, su descendencia estaba asegurada, pero un señor que se respete debe tener un montón de hijos, para mostrar en público y para enviar, en el momento oportuno, a desempeñar importantes cargos, dignos del nombre que llevarían.
Pensar en su mujer ausente, le había producido deseos e instintos reprimidos desde hacía tiempo y ya sentía como se erguía su sexo. ¿Pero cómo hacer para satisfacer en aquel lugar instintos que surgían con toda su potencia?
Llamó a un soldado de confianza, aquel que en ausencia del lugarteniente mandaba a sus tropas con base en Mondavio, el capitán de armas Lorenzo Ubaldi.
―Ahora que el leal Baglioni ya no está, querría pasar revista a la fortaleza para percatarme de las fuerzas que tenemos. Venga, guíame por los meandros y por los baluartes del castillo.
Pero la intención del Duca era la de hacerse conducir a los calabozos, donde sabía que estaban detenidas también mujeres jóvenes. Así que demostró interés, pero de manera superficial, en la Santa Bárbara, en el alojamiento de los soldados, en la plaza de armas y en los paseos de ronda de la guardia. Sin embargo, se paró en un estudio, que había pertenecido a su padre, en cuyo centro destacaba un escritorio de madera maciza y donde tres de las cuatro paredes estaban ocupadas por estanterías llenas de libros. Aunque aparentemente no lo parecía, El Duca era un apasionado de la cultura y la literatura, aparte de arte y arquitectura, y por lo tanto decidió en su interior que pasaría bastante tiempo en el interior de aquella habitación. Mientras pensaba que podría hacer de él su estudio personal otro acaloramiento proveniente de su bajo vientre le recordó su necesidad inmediata. Hizo una señal con la cabeza al soldado que lo acompañaba y, siempre guiado por él, volvió a descender las escaleras, salió al patio de armas, pasó al lado de un moderno cañón, acariciando con una mano la fría caña metálica, luego indicó una abertura en arco cerrada por una potente reja de hierro.
―¿Qué hay allí? ―preguntó fingiendo no saber nada.
―¡Las prisiones, Excelencia!
―Quiero visitar a los prisioneros. ¿Tienes las llaves de los candados?
―Sí, pero os lo desaconsejo, Vuesa Excelencia, no es un espectáculo agradable. La mayor parte de ellos son condenados a muerte y...
―¡Yo decido lo que es agradable o no para mí! ―dijo volviéndose al soldado, mirándolo ceñudo, con el ojo estrábico que no se sabía bien en que dirección miraba. ―¡Abre!
En cuanto atravesó la verja salió a su encuentro el guardia carcelero, un hombre con la espalda gibosa, los dientes estropeados y un aliento pestilente. Pegado al cinturón el mazo de llaves que le servía para abrir las celdas. Los dos hombres acompañaron a Francesco Maria por el oscuro pasillo, de tierra batida, que se adentraba de manera descendente hacia los subterráneos de la fortaleza. En cuanto llegaron a un antro aclarado por algunas antorchas, donde el olor de excrementos era insoportable, el Duca se dio cuenta de que las celdas ocupadas por los prisioneros estaban todas del mismo lado, de manera que no se pudiesen ver y tampoco, de ningún modo, comunicarse entre ellos.
―¿Qué han hecho? ―preguntó.
El carcelero se acercó a la primera celda y escupió en dirección a un hombre que allí estaba detenido.
―Es un asesino. De la peor calaña. Ha matado a la mujer y herido de muerte a su propia hija. ¡Acabará colgado de una cuerda! No veo el momento de verlo balancearse.
El prisionero, en un primer momento, bajó la mirada, luego, como preso de una furia repentina, comenzó a gritar.
―¡Yo no he sido! ¿Cómo te lo tengo que decir?
Siguieron adelante y, enseguida, el hombre se calló. En otra celda había una joven, una muchacha que tendría más o menos catorce años. Tenía los brazos encadenados al muro y estaba acuclillada en el suelo. Un mugriento vestido, que alguna vez había sido blanco, no conseguía cubrir sus senos que, aunque inmaduros, desbordaban desde el escote desatado. También las piernas estaban descubiertas. Sucias de tierra y fango. El carcelero guiñó el ojo al Duca.
―Ella es una bruja. Ha sido sorprendida en el bosque recogiendo hierbas. Deberemos colgarla o ponerla en la hoguera pero todavía esperamos a un sacerdote de la Santa Inquisición que llegue aquí para hacerle sufrir un justo proceso. La hemos tenido que encadenar porque tenemos miedo de que, gracias a cualquier tipo de magia, se nos pueda escapar emprendiendo el vuelo. Pero es lista y ha aprendido bien las lecciones que le he enseñado. ¿Queréis probar, Vuesa Excelencia?
El esbirro, dándole lo mismo el linaje de su Señor, dio un codazo al Duca, luego trasteó con los candados y abrió la verja de la celda. Liberó también las muñecas de la muchacha, le dio un bofetón y la miró fijamente con una mirada sombría y amenazadora.
―¡Sabes cuál es tu deber! Hazlo bien y también te salvarás esta vez. El inquisidor no llegará y tu proceso será aplazado.
Sin ni siquiera darse cuenta Francesco Maria se encontró solo en la celda con la joven bruja. No es que la cosa le apeteciese mucho, se sentía asqueado de tener que aprovecharse de una muchacha tan joven e indefensa. ¿Y si alguien se enteraba y se lo decía a su mujer Eleonora? Pero cuando sintió que le quitaban las calzas y se percató de que la brujita tenía la piel delicada y dos labios que sabían besar en sus partes más sensibles, comprendió que su carcelero la había instruido a la perfección. Se dejó guiar por la joven que, después de besarle y estimularle durante mucho tiempo, puso su duro sexo dentro de ella, hasta hacerle llegar al deseado orgasmo. Francesco Maria gozaba, como desde hacía tiempo que no lo hacía, pero no conseguía liberar su mente de un único pensamiento: ¿cómo devolver la libertad a aquella pobre muchacha?
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