Stefano Vignaroli - La Corona De Bronce

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Año 2018: del emblema del Palazzo della Signoria de Jesi desaparece la corona de bronce que desde siempre había estado encima del león rampante, simbolizando la realeza de la ciudad. Un nuevo enigma que resolver para la estudiosa Lucia Balleani que, finalmente después de encontrar el amor en el joven arqueólogo Andrea Franciolini, deberá descubrir junto con él algunas partes desconocidas de la vida de su antepasada Lucia Baldeschi. Así que retrocedemos medio milenio, junto con nuestros dos héroes, para descubrir cómo se vivía entre callejones, plazas y palacios de una espléndida ciudad marquesana, famosa en el mundo, entonces como ahora, por ser la cuna del emperador Federico II. “Pero a ninguno de los dos, alzando la mirada a la parte de arriba del portal y parándose en loa hornacina del león rampante, pudo escapar una peculiaridad, que hizo salir una exclamación de sus bocas, casi al unísono, casi como si fuesen una sola persona: ¡La corona!”
Bernardino, el impresor, yace en condiciones desesperadas en una habitación del hospital Santa Lucia. El Cardenal Baldeschi ha muerto de repente y ha dejado vacante el gobierno de la ciudad. ¿Será, finalmente, la joven Lucia Baldeschi la que tomará las riendas del gobierno para evitar que Jesi caiga en las manos de los enemigos que, desde siempre, presionan contra sus puertas? Bien, no se puede dejar el gobierno en manos de cuatro nobles corruptos o, peor, confiarlo al legado pontificio enviado por el Papa. Pero Lucia es una mujer y no es fácil sumir roles de poder, tradicionalmente otorgados a los hombres. Y Andrea, su amor, ¿dónde estará, después de haber escapado del patíbulo y haber desaparecido junto con el Mancino? ¿Volverá a la escena para ayudar a su amada? ¿O controvertidos acontecimientos lo conducirán hacia otras playas? Y recordemos también la historia paralela, la de la estudiosa Lucia Balleani, nuestra contemporánea, que quizás ha encontrado finalmente el amor de su vida, que la llevará de la mano para descubrir junto con el lector nuevos y arcanos secretos. Amor y muerte, esoterismo y razón, bien y mal. Sólo son algunos de los ingredientes que dan ritmo a esta nueva investigación, centrada en la misteriosa desaparición de la corona de bronce, antaño puesta sobre el león rampante del principal palacio jesino, el de la Signoria. Una vez más el pasado se entrelaza con el presente a través de las vivencias paralelas de los protagonistas de nuestros días y de sus homónimos antepasados.  La atractiva y orgullosa regente de la república Aesina, Lucia Baldeschi se ve dividida entre sus obligaciones por razón de Estado y el amor por el fugitivo caballero, el valiente condottiero Andrea Franciolini. Entre historia y leyenda, la acción se extiende desde los severos edificios y los oscuros pasadizos secretos de una Jesi subterránea, hasta los espacios abiertos del campo de su Condado, poblados por pastores y monjes de día y animados por ritos mágicos durante los claros de luna. Luego, están las intrigas de palacio, las disputas entre señores y las batallas; aquellas entre los ejércitos y contra los piratas, desde Urbino a Senigallia, hasta algunas entre las más sugestivas gargantas del Appennino. Ambientes y características propias de una época, el Cinquecento1, caracterizado por luces y sombras, dividido entre el culto a la razón y la práctica del esoterismo y del que los personajes de la novela son un fiel reflejo. En el modo de comportarse, así como en las virtudes y en los defectos. Siguiendo sus pasos, entre sensacionales descubrimientos y brillantes intuiciones, los combativos amantes, Lucia y Andrea, de la Jesi del siglo XXI, alcanzarán la verdad bajo el signo de un amor sin tiempo.

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En efecto en aquella zona el suelo no era pantanoso y los detritos llevados por el río Esino durante siglos habían formado una playa de gravilla y piedrecitas, tan hermosa de ver como traicionera para los cascos y las patas de los caballos. Cuando los animales estuvieron en seco, los caballeros los incitaron para alejarse a paso veloz pero el fondo de gravilla obstaculizaba los movimientos de los animales que cuanto más intentaban alejarse más se hundían entre las piedras. Llegado un momento, el caballo de Gesualdo se dobló sobre las patas anteriores, permaneciendo arrodillado; el caballero, desequilibrado hacia delante, fue lanzado desde la silla y cayó al suelo pero consiguió ponerse en pie con una hábil cabriola. Volvió al caballo, cogió las riendas, le gritó para que se levantase y saltó de nuevo a la silla.

―Veo con placer que todavía eres ágil como un jovenzuelo a pesar de la edad y de que tú sólo puedas usar un brazo. Felicidades. ¡Tenía razón en quererte a mi lado para este peligroso viaje! ―dijo Andrea que, no obstante la situación, no había perdido el espíritu.

Pero el alboroto, el ruido de las patas de los caballos sobre la gravilla, los gritos humanos y los relinchos equinos, realmente no habían pasado inadvertidos desde el interior de la fortaleza, desde la cual, en aquel momento, estaban saliendo tres caballeros ataviados con armadura, con las celadas en la cabeza y con las lanza en ristre.

―¡Como se quería demostrar! ―imprecó Gesualdo ―Los emblemas son los della Rovere. Escapemos mientras estamos a tiempo. No me apetece ser atravesado por sus lanzas. Tenemos algo de ventaja. Y también sus caballos tendrán dificultades para galopar sobre la gravilla. Pongamos los nuestros al paso y vayamos hacia el norte siguiendo la playa. Si mantenemos la distancia no nos alcanzarán. En cuanto sea posible nos meteremos tierra adentro y nos dirigiremos hacia la población de Monte Marciano. Los Piccolomini siempre se han mantenido neutrales tanto en relación con Jesi como con Senigallia. Los esbirros de della Rovere no nos perseguirán.

Pero un poco más adelante, todavía en la playa, hacia el norte, se toparon con un grupo de guerreros a pie, vestidos con las casacas rojas, que también portaban las enseñas de Della Rovere. Se oyó una primera explosión acompañada por una nube de humo. Andrea sintió un objeto silbar pasando rápido cerca de su oreja.

―¿Qué era? ―preguntó a su amigo.

―Una bala de plomo. Tienen armas de fuego. Fusiles de carga delantera. Mucho menos precisos que las flechas pero más mortíferos si te alcanzan.

―Hemos caído en una trampa, Gesualdo. ¿Qué hacemos ahora?

―¡Mira allá! ―respondió éste último que, de una ojeada, había ya concebido un plan. Una pequeña faja de hierba había conquistado una lengua de playa y se dirigía hacia la colina, a breve distancia. ―Esa es una buena vía de escape.

Mientras otras balas de plomo silbaban cerca de sus cabezas los caballos, en cuanto llegaron a la faja de terreno más estable, relincharon satisfechos, recuperando las fuerzas y ganando en poco tiempo la falda de la colina. Por su parte los tres caballeros enemigos se habían lanzado en su persecución y ahora lo que pasaba cerca de ellos no eran ya balas metálicas sino peligrosas flechas con una punta afiladísima. Por fortuna, los caballos de Andrea y del Mancino eran mucho más veloces que los otros y tampoco iban cargados con caballeros vestidos de armadura. Los dos amigos lanzaron los caballos hacia arriba por el escarpado sendero que subía hacia el núcleo habitado de Monte Marciano. Cuando llegaron a lo alto de la colina, con el pueblo ya a pocas leguas de distancia, se giraron hacia abajo y vieron que los hombre de Della Rovere no se habían aventurado más allá de un cierto punto.

―Como estaba previsto, en los territorios de los Piccolomini no entran. Por ahora hemos puesto a salvo la vida ―afirmó el Mancino.

―¡Por ahora! ―fue la respuesta de Andrea.

Los dos esbirros, Amilcare y Matteo, eran originarios de un pequeño pueblo de las montañas en el territorio de la Reppublica Serenissima di Venezia. Ponte nelle Alpi se encontraba en el camino hacia Alemania, que seguía hacia el norte, más allá de los baluartes rocosos de los Dolomitas, hasta llegar a tierras alemanas. Al menos una vez cada dos meses los habitantes del pueblo invadían el Tirol para aprovisionarse de cerveza. Algunos de ellos habían intentado aprender el arte de destilar la cebada y el lúpulo para producir el hermoso líquido color ámbar y espumoso pero, dada incluso la dificultad para entender la lengua de los amigos tiroleses, nunca habían conseguido obtener un producto lo bastante bueno como el que iban a comprar más allá del paso transalpino. Amilcare, que era un goloso de la cerveza, había llevado una buena provisión que, ahora ya, estaba a punto de acabarse.

―En esta zona, no sé porqué, la cerveza es imbebible. Hace sólo una hora y media que estamos cabalgando y ya está caliente como el pis ―dijo Amilcare, bebiendo del odre y emitiendo un sonoro eructo.

Lanzó el contenedor vacío y flácido al compañero más joven que lo cogió al vuelo y lo levantó sobre la boca abierta haciendo caer las últimas gotas del líquido. Luego, desilusionado, lo colgó detrás de la silla. A Matteo, con tal de meter en el cuerpo algo estimulante le iba bien incluso el vino local y de esta manera había robado un par de odres de Rosso Conero de las bodegas del castillo de Massignano. Se había dado cuenta de que el vino tinto era bueno aunque no estuviera fresco pero que se podía ingerir una cantidad muy inferior con respecto a la cerveza antes de que comenzase a marearse. Así que, por el momento, intentaba no pasárselo al compañero que habría bebido una cantidad exagerada sin darse cuenta.

―¡Todavía tengo sed! ¡Pásame el vino, Matteo! ―casi gritó Amilcare volviéndose a su compañero, inconsciente de que estaban acercándose a los muros del castillo de Rocca Priora, después de haber atravesado ruidosamente el puente de madera que permitía superar el río Esino.

―¡De eso ni hablar! ―respondió el otro ―Debemos permanecer lúcidos, por lo menos hasta la hora de comer, para llevar a cabo la misión que nos ha confiado el Duca. Después de que hayamos ensartado al petimetre y a su guardaespaldas, podremos celebrarlo. Intenta permanecer en silencio. Estamos debajo de los muros del castillo. ¿No querrás que nos caiga encima toda la guarnición de soldados?

Amilcare hizo un gesto con la mano como si quisiese aplastar un fastidioso insecto.

―El Duca ha dicho que no debemos preocuparnos, ni aquí en Rocca Priora, ni cuando lleguemos a la Torre di Montignano. Ha engrasado las bisagras de las puertas justas y nadie se preocupará por nosotros. ¿Ves soldados que nos observen desde el paseo de ronda de la guardia?

―No, pero esto no me tranquiliza. Estarán bien escondidos pero seguro que nos están observando.

―Pero no nos pararán. Y en la torre de Montignano no encontraremos ninguno. Tenemos el campo libre, tomaremos posiciones, esperaremos a los dos y los dejaremos secos sin que se den cuenta. Un trabajito sencillo y limpio. Luego no nos quedará otra cosa por hacer que volver a Ancona a recoger la recompensa y ya está… A casa. No veo la hora de volver a nuestras queridas montañas. Y, en cuanto sea posible, ten la seguridad de que llamaré a la puerta del burgomaestre de Vipiteno para hacer una buena provisión de cerveza. ¡Aparte de vino!

Y hablando de esta manera emitió otro sonoro eructo en dirección a una abertura en los muros del castillo, detrás de la cual había tenido la impresión de ver brillar unos ojos que observaban la escena. Pero nadie, en la fortaleza, dio señales de vida y los dos la superaron sin problemas. Avanzaron hacia septentrión siguiendo la ribera del mar, con los caballos a los que les costaba un poco avanzar en el terreno pedregoso, hasta que llegaron al Mandracchio, un baluarte hecho erigir por Piccolomini para defender la zona interior de las correrías de los piratas. Entraron en la fortaleza e hicieron abrevar a los caballos, luego se saciaron ellos mismos en la fuente de agua fresca. El patio, ya desde primeras horas de la mañana, era un ir y venir de personas de todo tipo, desde campesinos que con la carreta cargada de frutas y hortalizas se dirigían a vender sus productos al mercado de Monte Marciano, a los señorones locales que exigían los diezmos a los labriegos para que continuasen cultivando los terrenos de su propiedad, a los hombres armados que montaban a caballo, después de escogerlos con cuidado en los establos. Un mozo de cuadra se acercó a Matteo y Amilcare y, después de haber superado el asco debido al olor que los dos emanaban, se dirigió a ellos de manera amable.

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