Ana Draghía - El verano que inventamos la nieve

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El verano que inventamos la nieve: краткое содержание, описание и аннотация

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Lucile acaba de llegar a la Villa dei Cardellini, en la Toscana, donde va a convivir con el novio de su madre y su hijo, Timmy. La villa, con sus luces y sus sombras, se convierte en un lugar lleno de sensaciones y recuerdos en el que Lu redescubre el verdadero significado de la familia, los sueños y el amor, pero también se topa con un oscuro secreto que se remonta a 1930.¿Qué hay de verdad en la antigua leyenda que asegura que la casa está habitada por los fantasmas de Beatrice y sus jilgueros? ¿Y si después de todo el amor no es suficiente para salvarnos del olvido?

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—¿Y por qué no? Tienes diecisiete años. Que te interese es algo normal.

—¿Por qué siempre me hablas como si tú fueras un adulto y yo, una niña? Tenemos la misma edad.

—¿La tenemos?

Me quedo en silencio, ¿y si cuando el Novio dijo que tenía un hijo de mi edad no significaba literalmente que tuviese mi edad?

Lo miro de arriba abajo, no puede ser mayor que yo. No lo parece, al menos.

—¿No la tenemos? —pregunto.

—Sí que la tenemos —corrobora—. Aunque yo ya he cumplido los dieciocho. Y puede que no tenga nada que ver con los años, pero parece que tengo algo más de experiencia que tú en algunas cosas. En otras me das mil vueltas.

—¿En cuáles?

—Tampoco quiero que se te suba a la cabeza, mejor me lo guardo para mí —argumenta y deja escapar un bostezo que se me pega de manera automática.

—No te aguanto.

—Lucile, decirme eso es feo. Un día de estos seremos hermanos. Es nuestra obligación llevarnos bien cuando eso ocurra. Trabajar en esta relación es necesario. —Sé que está exagerando y que no tiene ninguna intención de contribuir a que no haya más rifirrafes entre los dos.

—¿Hermanos?

—Nuestros padres se quieren, es evidente que van a formalizar esto, aunque tú no quieras verlo. Marie me ha contado que no estás de acuerdo con su relación.

Marie es mi madre.

—¿Y qué más te ha contado Marie? —pregunto con cierto recelo.

—Muchas cosas.

Eso me da rabia. No quiero que hablen de mí como si fuese el bicho raro de la casa. No me apetece que sepan nada que yo no haya querido contarles. ¿Por qué los padres se creen con el derecho de airear los secretos de sus hijos como si no tuvieran ninguna importancia? ¿Acaso no se dan cuenta de lo mucho que nos hieren haciéndolo?

—Tú y yo no seremos hermanos —le digo.

—Entiendo que no quieras que lo seamos.

Esto me sorprende viniendo de él, que parece apoyar a muerte la relación de mi madre y su padre. Me aferro a la esperanza de que quizá en él encuentre un aliado y podamos hacer ver a nuestros respectivos padres que no están hechos para compartir la vida. Entonces ellos se quedarán tan felices en París y mamá y yo volveremos a nuestra anterior rutina en Lyon.

—¿Sí? ¿Lo entiendes?

—Claro. Sería todo mucho más difícil de lo que creemos. —Hace una pausa. Se tumba bocabajo y me observa bastante serio—. Imagínate lo que sería vivir todos juntos en la misma casa.

No me lo quiero imaginar, la verdad.

—Tendríamos que compartir el baño todos los días, dormir pared con pared, Dios sabe durante cuántos años, encontrarnos desnudos de vez en cuando… No sería fácil que te resistieras a mí.

Por supuesto, me estaba tomando el pelo. Se echa a reír tan fuerte que algunos pájaros salen de entre los árboles, igual que yo intento recorrer el camino de vuelta para alejarme de él. No me puedo creer que haya sido tan insensible con un tema que me molesta tanto. La empatía no es lo suyo, desde luego; conmigo, por lo menos, no lo demuestra.

Me alcanza a los pocos pasos. Me coge de la muñeca y tira de mí en su dirección.

—¿Por qué siempre te enfadas? Solo era una broma.

—Pues deja de hacer bromas con el tema de nuestros padres y con el supuesto deseo que siento por ti. No me gustas. No eres mi tipo. Solo eres un chico del montón con aires de superioridad que intenta camelar a todas las chicas para sentirse mejor consigo mismo.

—Eso ha sido cruel incluso viniendo de ti, Lucile.

Me suelta.

No me mira al pasar por mi lado, se adentra entre los árboles y desaparece.

Voy detrás. Oigo sus pisadas delante, pero no lo veo. Está a varios metros de mí, y casi es mejor así. No me apetece encararme con él. Prefiero que guardemos las distancias.

Cuando llego a la orilla, él ya está nadando hacia el otro lado. También salto al agua un par de minutos después de serenarme. ¿Me habré pasado? ¿Se ha molestado de verdad? Empiezo a sospechar que sí con el transcurso de las horas, ya que no me dirige la palabra ni una sola vez, no me mira y no me propone que nos marchemos juntos pese a que vamos en la misma dirección. En lo que queda de día, se dedica a meterle mano a Martina y a dejar que ella lo bese con vehemencia.

¿Es que no se ha dado cuenta de que le gusta a Vittoria?

Ella no dice nada, finge que juega a las cartas con Paul. Y, al final de la jornada, no se ha bañado en el lago. ¿Por qué habrá traído las gafas si ni siquiera se ha mojado los pies?

Alexander se acerca a mí, me hace preguntas, me cuenta cosas de su vida en Toulouse. Yo lo escucho, pero no dejo de pensar en lo que me ha dicho Timothée: tiene otras intenciones. Yo no las tengo. Me parece un chico simpático, agradable incluso, sin embargo, no quiero volver a enamorarme de nadie. Nunca. El amor es donde va a morir la felicidad. Y ahora ni siquiera tengo ninguna felicidad que matar.

—¿A qué se dedica tu madre, Lucile? —indaga con aparente interés.

—Es cardióloga.

—¿Y tu padre?

Mi padre es el último tema que quiero tratar.

—Es conductor de ambulancias.

Y un mentiroso.

—¿Y cómo se conocieron vuestros padres? —nos pregunta a los dos.

No es que no quiera contestar, es que desconozco cómo sucedió. Nunca he permitido que me lo cuenten. No he querido saberlo. Ignorar lo sucedido es una forma de alejarme de ellos, de no asimilar que toda mi vida va a cambiar el día en que Pierre formalice todavía más la relación con mamá. Soy incapaz de imaginar un futuro en el que lo encuentre en el salón de casa, tecleando en su máquina de escribir.

Timothée toma la palabra y es la primera vez que me alegro de que intervenga.

—En una cafetería. Mi padre le derramó un café encima sin querer. Le prestó una camiseta que llevaba en el coche y se llevó la blusa de ella a la tintorería. Quedaron unos días después… ¡y aquí estamos!

Lo escucho más embelesada que el resto, sobre todo, porque es algo que me afecta de cerca. Forma parte de mi maldita vida por mucho que me empeñe en ignorarlo.

—Qué bonito —oigo decir a Martina.

Lo besa en los labios.

—¿Te acuerdas cómo nos conocimos nosotros?

—Refréscame la memoria —le pide él, con mucha malicia en la voz.

—Bailabas en medio de la multitud con tus amigos. Me acerqué y te cogí de la mano para llamar tu atención y que me vieras.

Le coge la mano con delicadeza.

—La coloqué en mi cintura.

Reproduce todo lo que dice.

—Te pasé la otra alrededor del cuello y te besé. Sin más. No sabía ni cómo te llamabas.

Me deja fuera de juego. Yo jamás me hubiese atrevido a hacer algo así. Por la mirada que me dedica Vittoria, me percato de que ella tampoco. Nos sonreímos mutuamente. Ella me coge de la mano y agradezco este contacto con alguien a quien parezco caerle bien tal y como soy. Pese a que aún no me conoce.

—Mi padre nos espera para cenar —me dice Timothée media hora después.

No he cenado con ellos aún, y sé que no puedo posponerlo para siempre.

Me levanto, me visto y hago ademán de preguntarle si nos vamos, pero, antes de que me dé la oportunidad, veo que besa con ímpetu a Martina, se sube en su bici y se marcha.

—¿Qué le pasa?

Vittoria espera que le resuelva la duda. No sé cómo hacerlo, por lo que acabo haciendo una mueca con la boca que no significa nada.

—¿Tú te vas?

—Yo me quedo un poco más.

Frunzo el ceño. Todos nos marchamos menos ella, ¿por qué querría quedarse aquí sola?

Cojo la bicicleta y me despido de todos con la mano.

Cuando al fin nadie me mira, cuando estoy sola de nuevo, reparo en que estoy preocupada por algo y no sé qué es, pero logra empañarme los ojos y hacerme llorar mientras atardece.

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