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Vanessa Lorrenz: Dulce enemiga

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Vanessa Lorrenz Dulce enemiga

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¿Puede el odio disfrazarse de amistad? Marian nunca supo lo que era tener una familia, la única que siempre había estado a su lado era su amiga Olivia. Por eso cuando Olivia entra en la alta sociedad londinense, la vida de Marian cambia por completo. Las intrigas, la pasión y un odio disfrazado de amistad serán los estrategas en una lucha entre dos mujeres por conseguir recuperar su pasado, y el amor de del hombre al que aman: Robert.
Robert lleva a cuestas un pasado tormentoso, traicionado por la mujer que amaba y caído en desgracia por la mala fortuna de su padre, todos los que alguna vez lo apreciaron le dieron la espalda cuando más los necesitaba y lo único que quiere es recuperar lo que perdió al amar a la mujer equivocada, aunque la vida le pondrá en su camino a Marian para darle una nueva oportunidad, él no está dispuesto a volver a enamorarse. Ambos guardan secretos que los atormentan, los mismos que pondrán en peligro su amor.

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Dulce enemiga

Vanessa Lorrenz

Dulce enemiga - изображение 1

Primera edición en ebook: Marzo 2021

Título Original: Dulce Enemiga

©Vanessa Lorrenz, 2021

©Editorial Romantic Ediciones, 2021

www.romantic-ediciones.com

Diseño de portada: Olalla Pons - Oindiedesign

ISBN: 9788418616204

Prohibida la reproducción total o parcial, sin la autorización escrita de los titulares del copyright , en cualquier medio o procedimiento, bajo las sanciones establecidas por las leyes.

Dedicado a todas aquellas que han tenido una enemiga disfrazada de amiga una - фото 2

Dedicado a todas aquellas que han tenido una enemiga disfrazada de amiga: una dulceenemiga .

PRÓLOGO

Londres 1838

Las ruedas del carruaje parecía que se saldrían de su eje en cualquier momento, la velocidad con la que se dirigían no era la normal. Los duques de Brentwood no sabían lo que estaba ocurriendo, habían intentado llamar al cochero, pero nunca recibieron respuesta. Venían rogando por no encontrarse con algún asaltante de caminos, pero parecía que la suerte no les había sonreído.

La duquesa sabía que ese viaje desde que había comenzado fue una completa locura, pero ahora que estaban en camino de regreso a su casa, no esperaba que los fueran a atracar. Se lamentaba haber sido tan imprudente.

—Edward, ¿qué está sucediendo? —la voz de alarma de la duquesa no pasó desapercibida para el duque, sobre todo teniendo en cuenta que entre sus brazos llevaba a su pequeña hija que tenía una semana de nacida, una niña hermosa que había heredado el mismo color de cabello que su esposo, los ojos redondos del mismo color de la miel lucían en ese instante cerrados, mientras dormía ajena a la preocupación de sus padres.

Se sobresaltaron al sentir que el carruaje giraba de manera desenfrenada, provocando que casi se voltearan, las ruedas aumentaron la velocidad, aunque eso parecía imposible, mientras el duque golpeaba de nuevo la ventanilla de comunicación sin obtener respuesta alguna. No se escuchaban más que el ruido de los cascos de los caballos galopando a una velocidad fuera de lo normal. Su esposa volvió a llamar su atención preguntando qué sucedía, pero en ese instante no tenía la menor idea, mucho se temía que nada bueno estaba pasando. No sabían qué era mejor; si detenerse y enfrentar a los asaltantes, terminar en medio de un lago, o en el mejor de los casos volteados en medio del camino.

—Pase lo que pase, Charlotte, necesito que mantengas la calma —dijo el duque tratando de parecer sereno, cuando no lo estaba en absoluto. Sus vidas estaban en peligro y si algo le pasaba a su esposa o a su hija jamás se lo podría perdonar.

—Me estás asustando, Edward —le contestó la duquesa, mientras aferraba a su hija contra su pecho en un gesto de protección.

—Cielo, no debe de ser nada, solo te lo digo para que estés prevenida por si nos llegamos a topar con forajidos.

Un jadeo escapó de los labios de la duquesa por el temor que la recorrió, eran bien conocidas las historias sobre los asaltantes; solían ser despiadados sino conseguían hacerse con el botín, de manera inconsciente se llevó la mano al collar que había pertenecido a su familia, su valor sentimental era incuantificable, pero ella daría todo lo que poseía porque los tres lograran salir de ese peligro sin un solo rasguño. Cerró los ojos rogando para que todo se tratara de una simple equivocación.

Bajó la mirada al regordete rostro de su hija y lo acarició con ternura mientras veía el brillo destellante del camafeo que llevaba ese día colgado en su pequeño pecho; el carruaje fue perdiendo velocidad y en cuestión de minutos se detenía poniéndolos más nerviosos. El duque buscó el arma que estaba siempre guardada debajo del asiento; en un compartimiento secreto, pero no la encontró. Ambos se sobresaltaron al escuchar el estruendo con el que se abrió la puerta dejando ver a un hombre corpulento con la cara cubierta, apuntándolos directamente con un arma. No les dio tiempo de decir una sola palabra, dos disparos se escucharon en aquel camino desolado, mientras el llanto de un bebé se alejaba al igual que los pasos de los forajidos.

CAPÍTULO 1

Londres 1855

El agua cristalina del lago reflejaba los intensos rayos del sol. Marian sonrió cubriéndose los ojos para contar hasta diez mientras Olivia corría a esconderse. Solo tenían una hora de juego dentro del convento que, hacía la función de orfanato, ya que después tenían que regresar para hacer sus labores. Así que trataban de disfrutar al máximo de esos momentos.

—¡¡Diez, listos o no, allá voy!! —Encontrar a Olivia no fue difícil, ya que nunca lograba estarse quieta en un solo lugar, aunque Marian trató de fingir que no la veía caminando alrededor del campo, buscando por todas partes, aunque el tenue sonido de su cantarina risa la delató, así fue como la encontró de manera rápida detrás de un árbol frondoso de manzanas, su mejor amiga estaba en cuclillas tratando de sofocar una carcajada—. ¡¡Te atrapé!! Ahora tenemos que regresar antes de que nos den unos azotes por no ayudar en la cocina.

Ese era el pan de cada día, acababan de cumplir diecisiete años, y habían llegado al convento cuando tenían unos días de nacidas, con la única diferencia que Marian llegó unas horas antes que Olivia; de ahí que todas dijeran que eran hermanas. Nadie sabía el paradero de sus padres, ni siquiera si tenían algún familiar lejano. Las hermanas del convento las recogieron dándoles la bienvenida a las dos pequeñas que se sumarían a los más de cincuenta que ya atendían. Como Marian fue la primera en llegar decidieron llamarla con el nombre de la madre superiora y, a la otra pequeña la nombraron Olivia, ya que era el nombre que traía el santoral.

—Apresúrate, Olivia, tenemos que llegar a tiempo. —Su amiga resopló, mientras ella se sacudía una mancha de tierra que se había adherido a su vestido color gris, odiaba esa vestimenta, pero no tenían más ropa que esa, y la verdad es que deberían estar muy agradecidas con las hermanas que las adoptaron pues les debían todo, les habían dado lo más parecido a un hogar.

Caminó lo más rápido que pudo, pero sus botines de cuero que eran un número más grande se le atoraron en una piedra provocando que trastabillara. Por suerte, su amiga la sostuvo del brazo evitando que cayera.

—¡¿Por qué siempre sois tan torpe, Marian?! —dijo su amiga con el ceño fruncido como si estuviera enojada—, deberían de ponerte un cartel de peligro.

—Lo siento, es culpa de estos zapatos, me quedan grandes —dijo tratando de acomodarse el botín que se había salido de su pie.

—¿Sabes?, cuando salga de este lugar, voy a buscar a un duque que me lleve a vivir a su castillo.

—Los duques no viven en castillos —dijo sonriendo, porque su amiga siempre decía lo mismo, repetía mil veces que estaba harta de vivir en ese lugar y que algún día saldría de ahí para conquistar a un caballero de armadura dorada que la rescatara de la pobreza donde estaban sumergidas.

—Pues conquistaré a un príncipe, no importa, lo único que quiero es no tener que utilizar estos vestidos tan horrendos. —Marian miró a su amiga con enfado, no le gustaba la manera en la que se expresaba de lo que les daban en ese lugar, pero las hermanas no podían hacer gran cosa por ellas, ya que vivían de la caridad de la buena sociedad londinense.

—Sabes que la madre superiora hace todo lo posible por darnos ropa y calzado, debemos estar agradecidas —dijo Marian reprendiéndola.

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