Joseph Conrad - El agente secreto

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Inquieta recordar que un paisaje terrorífico muy semejante al que se vivió en Londres el 7 de julio de 2005 apareció descrito hace casi un siglo por Joseph Conrad en El agente secreto. Esto podría significar dos cosas: una, que los artistas se adelantan, a veces fatalmente, a su tiempo, y otra, que la humanidad no avanza, sino da vueltas sobre sí misma, fiel a sus miserias. Al final, lo que Conrad vio en la absurda actividad terrorista fue a una «humanidad siempre tan trágicamente dispuesta a la autodestrucción».

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Según la opinión de la madre de Winnie, el señor Verloc era un caballero muy fino. De su experiencia de la vida, acumulada en diversas “casas comerciales”, la buena mujer se había llevado al retiro como el ideal de la caballerosidad la exhibida por los que frecuentan bares privados. El señor Verloc se aproximaba a ese ideal; o mejor dicho, lo personificaba.

—Por supuesto, nos haremos cargo de tus muebles, madre —había afirmado Winnie.

Se tuvieron que deshacer de la casa de pensión. Al parecer no habría sido provechoso conservarla. Le habría dado demasiados problemas al señor Verloc. No habría sido favorable para su otro negocio. Cuál era su negocio, nunca lo dijo; pero a partir de su compromiso con Winnie se tomó el trabajo de levantarse antes de mediodía y bajar por las escaleras al sótano, mostrarse agradable a la madre de Winnie abajo en el comedor donde se servía el desayuno y donde ella instalaba su inamovible humanidad. Acariciaba al gato, avivaba el fuego, se hacía servir allí la comida. Abandonaba aquella comodidad ligeramente asfixiante con evidente desgano, pero de todos modos permanecía fuera hasta bien avanzada la noche. Jamás invitaba a Winnie al teatro, como era de esperar de tan fino caballero. Sus noches siempre estaban ocupadas. Su trabajo era en cierto modo político, le dijo una vez a Winnie. Le advirtió que tendría que ser muy amable con sus amigos políticos. Y ella, con su mirada fija e insondable, le respondió que, naturalmente, lo sería.

Qué tanto más le contó el señor Verloc a su hija sobre sus ocupaciones, era algo que a la madre de Winnie nunca podría descubrir. La pareja recién casada se la llevó junto con los muebles. El miserable aspecto de la tienda la sorprendió. El cambio de la plaza en Belgravia a aquella estrecha calle del Soho afectó de forma desfavorable a sus piernas, que adquirieron un tamaño muy grande. Por otro lado, se vio por completo liberada de preocupaciones materiales. La pródiga gentileza de su yerno le inspiraba una sensación de absoluta seguridad. El futuro de su hija estaba evidentemente asegurado, e incluso en lo referente a su hijo Stevie no tenía que albergar ninguna ansiedad. No había podido dejar de pensar que el pobre Stevie era una carga tremenda. Pero considerando el afecto de Winnie hacia su tierno hermano y la amable y generosa disposición anímica del señor Verloc, sentía que el pobre muchacho estaba a salvo de este violento mundo. Y en el fondo de su corazón tal vez no le disgustara el hecho de que los Verloc no tuvieran hijos. Ya que tal circunstancia parecía no importarle al señor Verloc, y puesto que Winnie encontraba en su hermano un objeto de afecto casi maternal, quizá el hecho no le viniera mal al pobre Stevie.

Pues no era tarea sencilla ocuparse de aquel chico. Era un ser delicado y también atractivo en su fragilidad, excepto por el labio inferior que le colgaba inútil. Al amparo de nuestro excelente sistema de enseñanza obligatoria —y a pesar del aspecto desfavorable de dicho labio inferior— había aprendido a leer y a escribir. Pero como chico de los recados no había logrado un gran éxito. Olvidaba los mensajes; se desviaba fácilmente del recto sendero del deber atraído por gatos y perros vagabundos, a los que seguía por las callejuelas hasta el interior de hediondos solares; por las representaciones callejeras, que se paraba a contemplar con la boca abierta, en detrimento de los intereses de su patrón; o por los caballos que se caían, reiterado drama cuyo patetismo y violencia lo inducían a veces a soltar alaridos en medio de una multitud, a la que desagradaba que unos sonidos tan angustiosos vinieran a perturbar su plácido disfrute del espectáculo nacional. Cuando un circunspecto y protector agente de policía lo apartaba de allí, solía ponerse en evidencia que el pobre Stevie había olvidado su dirección, al menos momentáneamente. Una pregunta brusca lo hacía tartamudear al extremo de sofocarse. Ante cualquier cosa que le causara perplejidad, se asustaba y solía bizquear de un modo espantoso. Sin embargo, nunca sufrió un ataque (lo cual era alentador); y ante los naturales estallidos de impaciencia por parte de su padre siempre pudo —en los días de su infancia— correr a protegerse tras las cortas faldas de su hermana Winnie. No obstante, podría haber sido sospechoso de un fondo de temeraria perversidad. Cuando alcanzó los catorce años un amigo de su difunto padre, representante de una compañía extranjera de leche en polvo, le dio una oportunidad como mandadero de oficina; y una tarde de niebla, en ausencia de su jefe, lo descubrieron en las escaleras ocupado en encender fuegos de artificio. Prendió en rápida sucesión una serie de tremendos petardos, furiosas ruedas catalina y ruidosos buscapiés explosivos, y el asunto pudo haber resultado muy grave. Un espantoso pánico se extendió por todo el edificio. Los empleados salieron de estampida con los ojos desorbitados y tosiendo por los corredores llenos de humo; se vieron chisteras y ancianos comerciantes bamboleándose sin asidero escaleras abajo. No pareció que Stevie obtuviese gratificación personal alguna de lo que había hecho. Sus motivos para aquel acceso de originalidad fueron difíciles de descubrir. Poco después, Winnie logró de él una brumosa y confusa confesión. Parece que otros dos mandaderos del edificio habían estado excitando gradualmente sus sentimientos con historias de injusticia y opresión, y habían acabado por conseguir que su compasión se exacerbara hasta aquel grado. Pero desde luego el amigo de su padre lo despidió sin contemplaciones ante la posibilidad de que le arruinase el negocio. Después de aquel acto de altruismo, pusieron a Stevie como ayudante a lavar platos en la cocina del sótano, y a dar betún a las botas de los caballeros que se alojaban en la mansión de Belgravia. Es obvio que semejante trabajo no ofrecía ningún futuro. Los caballeros le daban de vez en cuando un chelín de propina. El señor Verloc se reveló como el más generoso de todos los inquilinos. Pero en conjunto todo eso no sumaba mucho, ni en ganancias ni en perspectivas, de modo que cuando Winnie anunció su compromiso con el señor Verloc su madre no pudo evitar preguntarse, con un suspiro y una mirada hacia el fregadero, qué iba a ser ahora del pobre Stevie.

Al parecer el señor Verloc estaba dispuesto a hacerse cargo de él lo mismo que de la madre de su esposa y de los muebles, que eran toda la fortuna visible de la familia. El señor Verloc lo abrazó todo como venía junto a su amplio pecho bonachón. Los muebles fueron distribuidos por la casa con el mayor provecho posible, pero la madre de la señora Verloc fue confinada a dos habitaciones traseras en la primera planta. El infortunado Stevie dormía en una de ellas. Para esa época una leve pelusa había empezado a desdibujar, como una dorada neblina, el marcado contorno de su pequeña mandíbula inferior. Ayudaba a su hermana en las tareas domésticas con un amor y una docilidad ciegos. El señor Verloc consideró que le sería provechoso tener alguna ocupación. El muchacho ocupó su tiempo libre en dibujar círculos con lápiz y compás en un trozo de papel. Se dedicaba a aquel pasatiempo con gran aplicación, doblado sobre la mesa de la cocina con los codos abiertos y la cabeza gacha. A través de la puerta abierta de la sala al fondo de la tienda, Winnie, su hermana, ejercía su maternal vigilancia echándole de tanto en tanto una mirada.

Capítulo II

Así eran la casa, la familia y la tienda que el señor Verloc dejó atrás para ponerse en camino hacia el oeste a las diez y media de la mañana. Era extrañamente temprano para él; toda su persona emanaba el encanto de un frescor casi de rocío; llevaba el abrigo de paño azul abierto; sus botas brillaban; sus mejillas, recién afeitadas, lucían una especie de barniz brillante; y hasta sus ojos hinchados, descansados después de una noche de sueño tranquilo, emitían unas miradas más o menos vivaces. A través de las rejas del parque esas miradas contemplaban hombres y mujeres que cabalgaban en El Row, parejas que pasaban de manera cadenciosa a medio galope, otras que avanzaban tranquilas al paso, ociosos grupos de tres o cuatro, jinetes solitarios de apariencia antisocial, y solitarias mujeres seguidas a buena distancia por un sirviente con un rosetón en el sombrero y un cinturón de cuero sobre la ceñida chaqueta. Pasaban carruajes rodando velozmente, en su mayoría berlinas de dos caballos, con alguna que otra victoria forrada por dentro con la piel de algún animal salvaje y con un rostro y un sombrero femeninos emergiendo de la capota recogida. Y un peculiar sol londinense —contra el cual no se podría alegar nada, excepto que parecía ensangrentado— ensalzaba todo aquello bajo su intensa mirada. Estaba suspendido a moderada altura sobre Hyde Park Comer con aspecto de respetuosa y benévola vigilancia. El mismo pavimento que pisaba el señor Verloc tomaba un tono de oro viejo bajo aquella luz difusa en la que ni pardes, ni árboles, ni animales ni personas proyectaban sombra alguna. El señor Verloc iba hacia el oeste por una ciudad sin sombras, en una polvorienta atmósfera de oro viejo. Había reflejos de un rojo cobrizo en los techos de las casas, en las esquinas de los muros, en los paneles de los carruajes, en el mismo pelaje de los caballos y en la amplia espalda del abrigo del señor Verloc, donde producían el efecto de un desvaído color de moho. Pero el señor Verloc no consideraba en absoluto haberse llenado de moho. A través de las rejas del parque comprobaba con ojos de consentimiento las señales de la opulencia y el lujo de la ciudad. Era necesario proteger a toda aquella gente. La protección constituye la primera de las necesidades de la opulencia y el lujo. Había que protegerlos. Sus caballos, sus carruajes, sus casas, sus sirvientes, debían ser protegidos, y la fuente de su riqueza debía ser protegida en el corazón de la ciudad y en el corazón del campo. Todo el orden social favorable a su higiénica ociosidad debía ser protegido contra la superficial envidia del antihigiénico trabajo. Así debía ser. Y el señor Verloc se habría frotado las manos de satisfacción si no hubiera sido por naturaleza contraria a todo esfuerzo superfluo. Su propia ociosidad no era higiénica, pero le sentaba muy bien. De cierta manera se dedicaba a ella con una especie de fanatismo inerte, o acaso más bien con fanática inercia. Hijo de padres trabajadores y por ello destinado a una vida dura, había adoptado la pereza respondiendo a un impulso tan profundo, inexplicable e imperioso como el que guía la inclinación de un individuo hacia una determinada mujer entre mil. Incluso para ser un orador, un líder obrero, o cabecilla de los trabajadores era demasiado perezoso. Era demasiada molestia. Él necesitaba una forma de ocio más perfecta; o puede que fuera víctima de un filosófico ateísmo en lo referente a la eficacia de todo esfuerzo humano. Semejante forma de indolencia requiere —y lleva implícito— un cierto grado de inteligencia. Al señor Verloc no le faltaba inteligencia, y ante la idea de un orden social amenazado tal vez se hubiera hecho a sí mismo un guiño, si no hubiera exigido un esfuerzo efectuar esa señal de escepticismo. Sus grandes ojos saltones no eran muy aptos para hacer guiños. Eran más bien del tipo que al cerrarse para dormir provocan un majestuoso efecto.

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