Joseph Conrad - El agente secreto

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Inquieta recordar que un paisaje terrorífico muy semejante al que se vivió en Londres el 7 de julio de 2005 apareció descrito hace casi un siglo por Joseph Conrad en El agente secreto. Esto podría significar dos cosas: una, que los artistas se adelantan, a veces fatalmente, a su tiempo, y otra, que la humanidad no avanza, sino da vueltas sobre sí misma, fiel a sus miserias. Al final, lo que Conrad vio en la absurda actividad terrorista fue a una «humanidad siempre tan trágicamente dispuesta a la autodestrucción».

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Los doce años que han transcurrido desde la publicación del libro no me han hecho cambiar de actitud. No lamento haberlo escrito. Recientemente, en circunstancias que ninguna relación guardan con el sentido de este prólogo, me he visto obligado a despojar a esta narración del traje literario de indignado desdén que tanto me costó cortar y coser hace años. Por decirlo de alguna forma, he tenido que contemplar los huesos descarnados. Confieso que se trata de un esqueleto aterrador. Pero siempre mantendré que al relatar la historia de Winnie Verloc, hasta su anarquista conclusión en la más completa soledad, locura y desesperación, y al relatarla como lo he hecho, no he querido infligir una ofensa gratuita a los sentimientos de la humanidad.

Joseph Conrad, 1920

·

Se dedica afectuosamente este sencillo relato del siglo XIX a H. G. Wells, cronista del amor, señor de Lewisham, biógrafo de Kipps, historiador de los tiempos por venir.

Capítulo I

El señor Verloc, al salir por la mañana, dejó nominalmente la tienda a cargo de su cuñado. Podía hacerlo porque había escaso movimiento a cualquier hora y prácticamente nulo antes del anochecer. Al señor Verloc apenas le importaba su actividad visible. Y, además, el cuñado estaba al cuidado de su esposa.

La tienda era pequeña, lo mismo que la casa. Era una de esas sucias construcciones de ladrillo que existían en grandes cantidades en Londres antes de que sobreviniera la época de la reconstrucción. La tienda era como una caja cuadrada, con la fachada formada por pequeños paneles de cristal. De día, la puerta permanecía cerrada; al anochecer quedaba discreta, aunque sospechosamente entreabierta.

En el aparador había fotos de jóvenes bailarinas más o menos desvestidas; todo tipo de paquetes con envoltorios que parecían de medicamentos de marca; unos sobres sumamente delgados de un papel amarillento, cerrados y marcados con un dos y un seis en gruesos trazos negros; números atrasados de revistas pornográficas colgados de un cordel, como puestas a secar; un sucio tazón de loza azul, un estuche de madera negra, frascos de tinta indeleble y sellos de caucho; algunos libros con títulos que sugerían cosas indecentes; ejemplares notoriamente viejos de periódicos de escasa difusión, mal impresos, con títulos tales como La Antorcha o El Gong; títulos provocativos. Y los dos mecheros de gas en el interior estaban siempre al mínimo, fuera por economía o en beneficio de la clientela.

Dicha clientela la formaban, tanto hombres muy jóvenes, que se demoraban un rato frente al aparador antes de deslizarse súbitamente al interior, como hombres más maduros, pero por lo general con un aspecto que indicaba pobreza. Algunos de los de esta última categoría llevaban el cuello del abrigo levantado hasta la altura del bigote y tenían manchas de lodo en la parte inferior de los pantalones, cuyo aspecto era de haber sido muy usados y no valer casi nada. Tampoco las piernas dentro de aquellos pantalones parecían, por regla general, muy portentosas. Con las manos hundidas profundamente en los bolsillos del abrigo, se introducían de lado, un hombro por delante, como temerosos de hacer sonar la campanilla.

Esta última, unida a la puerta por medio de un aro en espiral, era difícil de evitar. Estaba irreparablemente rota; pero por las tardes, a la menor provocación, sonaba en forma ruidosa con impúdica mordacidad a espaldas del cliente.

Sonaba, y a esa señal el señor Verloc emergía presuroso de la sala del fondo, atravesando la polvorienta puerta de cristal que había detrás del mostrador pintado. Sus ojos estaban hinchados; tenía el aspecto de haber estado todo el día revolcándose, vestido, en una cama sin hacer. Otro hombre habría notado una clara desventaja si apareciera de aquel modo. En una transacción comercial de tipo minorista, mucho depende del aspecto agradable y la simpatía del vendedor. Pero el señor Verloc sabía a qué atenerse y permanecía firme ante cualquier duda del tipo estético respecto a su apariencia. Con invariable e inconmovible descaro, que parecía contener la advertencia de alguna terrible amenaza, procedía a vender sobre el mostrador un objeto que obvia y escandalosamente no parecía valer el dinero que pasaba de un lado a otro en la transacción: por ejemplo, una cajita de cartón que en apariencia no contenía nada en su interior, o uno de aquellos delgados sobres amarillentos cerrados de forma cuidadosa, o un volumen manchado con cubierta de papel y título sugestivo. De vez en cuando ocurría que una de las pálidas bailarinas era vendida a un aficionado como si hubiera sido una joven llena de vida.

A veces la señora Verloc era quien acudía a la llamada de la campanilla rota. Winnie Verloc era una joven de busto generoso, ajustado corpiño y amplias caderas. Llevaba el cabello muy cuidado. De mirada firme como su esposo, conservaba tras la muralla del mostrador un aire de inescrutable indiferencia. Cuando esto sucedía, el cliente al parecer de edad más tierna, se veía de pronto confuso por tener que tratar con una mujer, y con rabia contenida pedía conbrusquedad un frasco de tinta indeleble, cuyo precio de venta era de seis peniques (en lo de Verloc, costaba un chelín y seis peniques), el cual, una vez fuera, dejaba caer con disimulo en la alcantarilla.

Los visitantes vespertinos —aquellos hombres de cuello levantado y sombrero encajado hasta las cejas— hacían sencillamente una inclinación de cabeza a la señora Verloc y murmurando un saludo alzaban el extremo móvil del mostrador con el objeto de pasar a la sala trasera, que daba acceso a un corredor y a una escalera empinada. La puerta de la tienda era la única vía de acceso a la casa en la que el señor Verloc tenía su negocio de vendedor de mercancía deshonrosa, ponía en práctica su vocación de protector de la sociedad y cultivaba las virtudes hogareñas. Estas últimas eran evidentes. Era una persona totalmente doméstica. Ni sus necesidades espirituales, ni las mentales, ni las físicas eran del tipo que requiere salir al exterior. En su casa encontraba el reposo corporal y la paz de su conciencia, así como las atenciones maritales de la señora Verloc y la respetuosa consideración de la madre de la señora Verloc.

La madre de Winnie era una mujer rolliza, con una amplia cara morena y que respiraba de forma trabajosa. Llevaba, bajo el gorro blanco, una peluca negra sin brillo. La gordura de sus piernas la orillaba a la inactividad. Se consideraba de ascendencia francesa, lo cual podría ser cierto; y al cabo de muchos años de vida matrimonial con un tabernero del tipo más vulgar, proveía sus años de viudez alquilando cuartos amueblados a caballeros en las proximidades de Vauxhall Bridge Road, en una plaza que en algún momento tuvo cierto esplendor y continuaba estando incluida en el distrito de Belgravia. Este hecho topográfico le otorgaba cierta ventaja a la hora de anunciar sus cuartos; pero los inquilinos de la digna viuda no pertenecían exactamente al tipo distinguido. Su hija Winnie la ayudaba a ocuparse de ellos tal como eran. Señas de la ascendencia francesa de que hacía gala la viuda resultaban perceptibles también en Winnie. Lo eran en el arreglo bello y artístico de su lustrosa cabellera oscura. Winnie contaba además con otros encantos: su juventud, sus formas llenas y redondeadas, la tez clara, la provocación de su indescifrable reserva, que nunca llegaba tan lejos como para imposibilitar la conversación, llevada adelante con animación por parte del inquilino, y con una serena afabilidad por parte de ella. Con toda seguridad el señor Verloc sentía inclinación por tales elementos de encanto. El señor Verloc era un inquilino intermitente. Venía y se iba sin ninguna razón aparentemente ostentible. Por lo general llegaba a Londres desde el continente, como la gripe, si bien lo hacía sin anuncio previo de la prensa, y sus rutinas comenzaban con gran rigor. Desayunaba todos los días en la cama y permanecía perezoso en ella con expresión de sereno disfrute hasta mediodía, y a veces incluso hasta más tarde. Pero cuando salía parecía experimentar una gran dificultad en encontrar el camino de regreso a su hogar temporal en la plaza de Belgravia. Lo abandonaba tarde y regresaba temprano, esto es, como a las tres o cuatro de la madrugada. Y al despertarse, a las diez, se dirigía a Winnie —quien traía la bandeja del desayuno— con juguetona y agotada cortesía, con la voz quebrada y ronca de quien ha estado hablando de manera impetuosa y de corrido durante mucho tiempo. Sus ojos saltones se movían amorosa y lánguidamente bajo los pesados párpados, la sábana y la manta subidas hasta el mentón y el bigote suave y oscuro cubriéndole los gruesos labios, capaces de abundar en melosos chistes.

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