Guillermo Gómez-Ferrer Lozano - La inteligencia religiosa

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Tras varios años como profesor de diferentes asignaturas en una universidad católica, el autor se pregunta: ¿qué ofrece de diferente una formación católica sobre los contenidos que él imparte de otra que no lo sea? Esa diferencia ¿aporta algún valor o lo reduce? ¿Existe un modo propiamente católico de abordar cualquier saber? Y si ese modo es posible, ¿sería extrapolable a otros contenidos de aprendizaje, ya sea una asignatura escolar o la educación de los hijos? En definitiva, ¿qué tiene de diferente la educación católica de otra que no lo sea? ¿Existe una inteligencia religiosa, al igual que existe una inteligencia racional, emocional o estética? La afirmación que encontrará el lector en estas páginas está muy lejos de las respuestas habituales: la educación católica ofrece una forma de pensar que permite conocer la realidad de una manera mucho más completa, plena y significativa. Este método es definido como inteligencia religiosa, y es necesario, pues amplía la visión desde la que se aporta cualquier saber. Este libro presenta, en un primer bloque, los principios en los que se fundamenta la inteligencia religiosa, y en un segundo bloque la docencia universitaria católica desde la experiencia del propio autor. Lo que se busca es estimular una manera propia de pensar, una manera religiosa de interpretar la realidad, y cómo educar en esa manera de interpretar para que esta sea válida en la vida.

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Me gustaría añadir en este momento una pequeña reflexión desde el punto de vista académico que algunos compañeros de profesión habrán vivido en sus propias carnes. Esta perspectiva amplia choca de lleno con el modelo académico universitario occidental, que no entiende lo que no sea especialización y que, en no pocas ocasiones, para justificar su razón de ser, exige un modelo educativo e investigador desconectado de la realidad. Es evidente que se precisa de especialistas que profundicen en aspectos muy concretos, que son la gran mayoría, pero también que se necesitan perspectivas amplias que permitan relacionar cuestiones que actualmente se presentan como si no tuvieran nada en común cuando solo se comprenden desde su interconexión. Esta segunda opción es practicada por una minoría –entre la que me incluyo– poco reconocida y penalizada por las autoridades políticas y académicas nacionales e internacionales. Hoy estamos sufriendo las consecuencias de ello. La más grave es que se oculta bajo una montaña de investigaciones inútiles, de informaciones parciales y de discursos caducos el fracaso del saber técnico como vía para la esperanza del ser humano. De hecho, se niega la posibilidad misma de dicha esperanza, que es ridiculizada y reducida a consuelo del ignorante. Como si la esperanza fuera el último recurso al que agarrarse frente a las injusticias del mundo. Desde el punto de vista cristiano, la esperanza es todo lo contrario: como ya he vivido una fugaz experiencia de la felicidad puedo creer que es posible la felicidad plena y actuar para que así sea. La esperanza es posible –y se da, ejemplarmente, por cierto, y pienso en este momento en nuestros hermanos perseguidos en Oriente Medio–, pero imposible hallarla desde una razón reducida que, curiosamente, es la que estamos practicando en el mundo occidental; un mundo que, abrumado por el éxito productivo, no quiere reconocer sus insuficiencias para encontrar las razones de una vida plena. El resultado está por doquier: una sociedad agotada, desorientada, dopada y ansiosa frente a su falta de claridad.

Consecuencia de ello es que la sociedad posmoderna prefiere arrinconar las preguntas para no evidenciar su insuficiencia para responderlas. Como resultado no solo se ha reducido nuestra capacidad de darnos razones para la existencia, sino que se han ahogado las preguntas mismas. Su sola presencia incomoda, nos recuerda nuestra impotencia para contestarlas. Y lo que molesta mejor abandonarlo que hacerle frente. En contraposición a ello es misión principal de la enseñanza cristiana devolver al centro de la vida de nuestros estudiantes –e hijos– las preguntas esenciales. Y constatar así si el cristianismo es capaz de responderlas o no. El ejercicio educativo entonces es doble. Despertar el ansia por la realidad y convertirse en la vía para saciarla. Sin eso, los padres y educadores solo seremos meros engranajes de una sociedad que vive desconcertada frente a sí misma; que camina con anteojeras hacia las metas que esta le fija, fundamentalmente de consumo, pero que se siente incapaz de plantear una alternativa válida y felicitante para un ser humano cuyo corazón aspira a mucho más de lo que el mundo le ofrece.

En oposición a la «excesiva sectorización del saber», tal y como denunciaba Benedicto XVI en su encíclica Caritas in veritate, que conlleva, según afirmaba el papa Francisco en su reciente carta apostólica Misericordia et misera, «la multiplicación de las formas de tristeza y soledad en la que caen las personas, entre ellas las de muchos jóvenes», se hace patente que el camino es otro. Se trata de un camino mucho más complejo y mucho más fatigoso. Porque implica ejercitar nuevas formas de comprender, como aquí proponemos.

Ser profesor en una universidad católica, como es mi caso, tiene necesariamente que implicar una forma y un contenido diferentes de dar las materias, como ser profesor de un colegio religioso, como ser un padre creyente que camina junto a sus hijos hacia la libertad. Se entiende entonces que ampliar la razón, recurso necesario a todas luces, tal y como nos pedía el papa Benedicto XVI para poder abarcar todas las dimensiones de lo enseñado, no es un mero ampliar intelectual. Se trata también de integrar dentro de esa ampliación una cuestión clave: que si la fe tiene que ver con la vida, tiene que ver con la totalidad de la vida; también con la historia, la comunicación o el marketing, que son asignaturas que imparto, como lo tiene que ver con la anatomía, las matemáticas o las finanzas; es decir, con cualquier materia, con la vida misma. Lo católico deja de ser, en consecuencia, un añadido, como si fuera una deontología superpuesta al contenido de una materia, para transformar el contenido mismo, como hacen, dicho sea de paso, las buenas éticas. Pero en este caso no solo se trata de hacerlo desde la perspectiva de la moral, sino también como inteligencia religiosa que permite comprender al ser religioso que es todo hombre y el acontecimiento de Cristo en la historia; también hoy. Es precisamente el factor religioso lo que ayuda a descubrir en toda su dimensión aquello que es estudiado, de manera que no solo se aprende el ejercicio de una técnica, sino el fin de esta, su pertinencia o no para el hombre y el modelo de sociedad que de su uso se deriva.

Por inteligencia religiosa, que da título a este ensayo, entendemos el modo de proceder de la razón en relación con la fe. Es un modo propio, con sus propios mecanismos, como la sensibilidad estética es la manera de acceso a la apreciación de lo bello. La inteligencia religiosa permite la apreciación de lo religioso y la religación, en concepto de Zubiri, con la trascendencia. El olvido de sus mecanismos, su ininteligibilidad actual, es la fuente de la extrañeza que tiene el hombre posmoderno frente a Dios. Es una inteligencia tan dormida que el hombre ya no reconoce los gestos que se dan ante sus ojos: no entiende el lenguaje desde el que le habla la realidad. Las formas que le son propias pasan inadvertidas, porque una gran mayoría de personas es incapaz de interpretarlas. Es como un cuadro del que no se puede apreciar más que las manchas de color, pero no su significado ni su intención; un cuadro así es imposible que facilite la experiencia de su belleza; solo una valoración superficial: se vuelve ajeno a nuestro interés, no impacta. Así nos está sucediendo con lo religioso. Por eso es urgente su recuperación. No porque se quiera convertir a nadie, sino porque se está hurtando a muchas personas la capacidad de realizar un juicio verdadero sobre su existencia, sea creyente o no. Carecen del método adecuado, lo que significa que la formación de su conciencia está viciada. La inteligencia religiosa no es propiedad de los creyentes, porque es el modo en que se razona la fe. Es decir, que es anterior a la fe, pero es vía para la fe y puede incluir como resultado final la misma fe, que necesita además de la experiencia del encuentro verdadero que transforma el corazón para hacerse real. Sin desarrollar esta inteligencia se puede llegar a conclusiones equivocadas en cualquier sentido: creer por adoctrinamiento o tradición o no creer por ignorancia religiosa. Este es el gran drama de la modernidad: que ambos modos son preferentes y ambos modos son falsos. Por eso se necesita aprender su modalidad. Dicha modalidad, para los que nos encuadramos en la tradición católica, es una educación que no impone creencia alguna: lo que busca es enseñar a verificar si la propuesta cristiana es cierta o no en contraposición con lo que nos sucede. Este es quizá el mayor reto educativo para el catolicismo. Porque se le antoja un proceso extraño incluso para el propio catolicismo, que ha preferido encerrarse en el buenismo ético, la sentimentalidad afectiva o el dogmatismo ideológico. Si a ello añadimos un clericalismo de bajo nivel, con sacerdotes que se ponen en el centro de la comunidad en vez de servirla, un pueblo laico de baja intensidad o autorreferencial y un pensamiento católico al que se le ha atascado la correa de transmisión educativa con el advenimiento de una cultura totalmente ajena a sus formas de comprender, entendemos el desconcierto de lo que es educar para los padres católicos, para los colegios católicos, para las universidades católicas.

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