Miguel Ángel Martínez - El misterio Perling

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En
El misterio Perling, Julio Díaz Bermejo, un mediocre periodista toledano dedicado a cubrir las noticias culturales descubre que Robert Perling, uno de los ídolos de su juventud revolucionaria, es ya anciano y se ha instalado en Toledo, su misma ciudad. A partir de ese momento, Julio se empeña en entrevistar al que fue uno de los referentes vitales, pero el auténtico Perling es muy diferente al que él recordaba. Esta novela habla del diálogo y de la búsqueda de lo verdadero y lo auténtico. Dos personas, desde formas de pensar muy diferentes, se enfrentan al misterio del otro y luchan por descubrir la verdad que al mismo tiempo evaden. El arte, el deseo, el amor, el sacrificio, el engaño… recorren una larga entrevista que va marcando un intercambio intelectual, pero los personajes que rodean la acción van completando de humanidad y dan sentido real a todos esos temas. El contraste de acción y pensamiento acelera el ritmo de la lectura, que se hace trepidante. Del final, no podemos decir nada. El misterio Perling es la tercera novela de su autor, después de
El poder de la derrota y
No te daré mi voto. Miguel Ángel Martínez también ha publicado el poemario
Tríptico de los siete inviernos y el manual para aprender a leer poesía
Palabras rellenas.

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Mi mujer me recordó el tema una semana después.

—¿Qué fue de aquel Perling? ¿Lo encontraste?

Fue como un destello en el que pensé: «Vaya, se me olvidó aquello tan importante». Pero tan fugaz como brillante, a la mañana siguiente lo había vuelto a olvidar por completo, hasta que recibí aquella llamada.

Cafetería SumMum

Habían pasado exactamente tres semanas cuando recibí la llamada de aquella mujer misteriosa. El señor Perling aceptaba una entrevista, si es que yo estaba interesado en entrevistarle, pero debían cumplirse algunas condiciones. Necesitaba verme para explicar los detalles y comprobar si yo estaba de acuerdo.

—¿Conoce la cafetería Summum? Está en la avenida de Portugal, esquina con la calle Agén. No tiene pérdida. Podemos quedar el jueves por la tarde, a las cinco, tomamos un café y me cuenta.

—Muy bien, el jueves a las cinco —respondió ella—. Me apunto el sitio. Espero que sea fácil de encontrar.

Mis preocupaciones volvieron a darse la vuelta. Todo el olvido que se había acumulado sobre este tema se volvió urgencia y frenesí. Julio ordenó a las tropas que empuñaran las armas: «¡Nos atacan!».

—Hoy es martes, me quedan dos días.

Salí de casa. Me acerqué a la librería a preguntarle a Alberto.

—¿Alguna novedad?

—Te puedo conseguir unos cuentos para niños escritos en inglés, editados por McAlince Publishers. Se titulan The Prince of Goldenwood, que significa: El príncipe de Goldenwood — o del Bosque Dorado—. Son diez aventuras para niños de diez a doce años.

—¿No están traducidos?

Alberto se encogió de hombros.

—Bueno, menos es nada. Consíguemelos y ya veremos. Si son para niños serán fáciles de traducir.

Rescaté de mi torre de libros pendientes la novela de Perling. Estaba entre un libro de poemas de Santiago Sastre y una novela de mi amigo Copeiro. La puse sobre el sillón.

Llamé a una buena amiga, profesora de inglés:

—Necesito un favor. Tengo una página de internet en inglés y necesito una traducción fiable.

—[…]

—No, no es para publicarla, es para enterarme de lo que dice. Necesito la información para preparar una entrevista. Sobre Robert Perling.

—[…]

—Sí. Te paso el enlace por correo. ¿Podría tenerlo mañana?

—[…]

—Eres un sol, te debo una.

Volví sobre el libro. Me senté en el sillón a leerlo, con lapicero a mano para marcar los párrafos más interesantes.

—Tengo dos días. Trescientas páginas. Son las siete de la tarde.

Me enfrasqué en la lectura. El libro se abrió como una vieja caja de cartón llena de recuerdos. No leía ese libro desde hacía muchos años. ¿Veinte? Alguno más. Me pareció mejor escrito de lo que recordaba, aunque no me identifiqué tanto con el rebelde que lo escribía. Sin duda, yo era ahora más viejo y más tranquilo.

A las diez de la noche hice una pausa, después de que Clara, mi mujer, me reclamara repetidamente. Setenta y cinco páginas, un cuarto de libro. Comí unos espaguetis que se iban quedando fríos.

De pronto me di cuenta de un detalle importantísimo: no recodaba la cara de esa mujer. «¿Era morena? No era mucho más joven que yo. ¿Cuarenta y tantos? Ni gorda ni delgada. Llevaba un abrigo largo. No puedo recordar su figura. ¿Sus ojos? No me acuerdo». Siempre me he reprochado mi falta de memoria fotográfica. ¿Se puede ser escritor sin memoria fotográfica? Con un gran esfuerzo, por eso se me escapa el éxito sin remedio. «¡Oh, Dios! ¡Qué error! ¿Y si no la reconozco? Tampoco sé su nombre ni tengo un miserable número de teléfono. Yo le di mi tarjeta. Ella no me dio nada. ¡Tonto! ¡Tonto! No soy más que un tonto. Cuando me llamó no dijo su nombre, solo dijo que llamaba de parte del señor Perling. Soy un idiota, un profundo idiota. Si no se presenta, no tengo cómo perseguir el tema. Si no la reconozco, pierdo la oportunidad. Tendré que preguntar a todas las mujeres que se pasen esa tarde por la cafetería: “¿viene usted de parte del señor Perling?”».

Mi mujer me tranquilizó:

—En cuanto la veas, la reconoces. Seguro.

Los nervios me destrozaban. Volví al ordenador. Seguí buscando Perlings por el ciberespacio. Nada nuevo. Cuando estaba a punto de dejarlo recibí un correo de mi amiga con la historia de Perling traducida del bárbaro, de una página bastante más completa que la que yo le envié. Buscando en inglés y entendiendo un poco se encuentra mucho más.

«Robert Perling. Escritor. Nacido en Casablanca en 1937. Hijo de un diplomático norteamericano y de una profesora española. Trabaja como periodista en Los Ángeles Report hasta 1968, año en que se incorpora al movimiento hippie. Publica en 1971 El rebelde, novela que le lanza al éxito mundial. Traducida a más de quince idiomas. En 1975 se convierte al catolicismo. Nunca más publicó nada serio. En 1980 comienza una pequeña serie de cuentos para niños titulada El príncipe del bosque dorado. En 1984 colabora con varios guiones cinematográficos. Publica, en 1993, una colección de poemas infantiles titulados Three Wises in Crisis (Los tres Reyes Magos en crisis). Durante los años noventa realiza varias exposiciones de pintura en Los Ángeles (California) en colaboración con varios grupos artísticos. Sigue ligado al mundo del arte colaborando con galerías y exposiciones. Trabaja en el gabinete de estrategia de la petrolera Shell y en el proyecto Petersson de arte conceptual».

Adicionalmente, solo puedo incluir el dato de que El rebelde no se publicó en España hasta 1978, por razones políticas obvias.

Pasé los días posteriores como un manojo de nervios. Incapaz de concentrarme en nada. No pude avanzar en la lectura ni conseguir nuevas informaciones. Entre la impotencia y la decepción. Silencio informativo sobre Perling. Converso al catolicismo. No vuelve a escribir nada serio. Incursión en la literatura infantil. Trabajando en una petrolera. ¿Hubo algún tipo de accidente? ¿Golpe en la cabeza? ¿Crisis existencial? ¿Cómo el autor iconoclasta por excelencia se convierte en un beato compositor de nanas para niños? ¿Cómo el incendiario de la revolución del amor libre pudo acabar haciendo versos tontos sobre los Reyes Magos? ¿Cómo un progresista lleno de vitalidad puede acabar en una multinacional del petróleo?

El Julio César que llevaba dentro esos días se revolvía contra el puñal de sus recuerdos con una buena dosis de odio y de decepción: «Perling, hijo mío, ¿tú también?».

Empecé a pensar en que mejor hubiera sido no haber encontrado nunca a aquella mujer. Aún me quedaba la esperanza de no reconocerla en nuestra cita o, incluso, tenía la posibilidad de dejarla plantada. Si me volviera a llamar inventaría alguna excusa, como que tuve que viajar a Oviedo o a Sevilla. Pero así perdería la posibilidad de enterarme de lo que pasó. Quizá ella pudiera explicarme.

Me presenté en Summum media hora antes de la cita y me senté en la mesa de la esquina con la compañía de una cerveza Domus y el diario Marca. Leí, más bien pasé la vista por las superficiales noticias del deporte nacional tres o cuatro veces. La media hora se hizo eterna. Cada vez me sentía más irritado, casi colérico. Pensé cómo durante tantos años, desde que leí El rebelde, había estado admirando a su autor, aunque su nombre se me hubiera quedado prácticamente olvidado. Yo, de mayor, quería ser «el rebelde». Era mi ideal. Y, de pronto, me sentía víctima de un fraude, de una traición. ¡Oh, destino! «Perling, Perling, hijo mío, ¿tú también?». Este es el destino fatal de los Julios.

Ella apareció puntual. Me vio y se dirigió hacia mi mesa. Yo la reconocí al instante. Entonces me di cuenta de muchos detalles que seguramente ya sabía, pero que mi memoria se había entretenido en ocultarme: no era fea; morena; cara alargada algo caballuna; ojos oscuros, con un ligero maquillaje; delgada; no sé si llegaba a los cuarenta; las patas de gallo solo aparecían al sonreír. Me extendió una mano delgada, con las uñas cortas, pero bien cuidadas, me saludó con una voz grave y dulce a la vez.

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