Luis Arenas - Capitalismo cansado

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Ha pasado ya más de una década desde que la crisis de 2008 acabara de resquebrajar el mundo surgido tras la Segunda Guerra Mundial. Desde entonces los esfuerzos por clarificar este horizonte convulso y aparentemente ininteligible siguen dando escasos resultados. La desorientación se extiende en los ámbitos políticos y en los económicos ante las amenazas que impone un entorno caracterizado por graves tensiones medioambientales, por el desafío de la robotización e informatización y la inteligencia artificial, por los flujos migratorios, por el calentamiento global, por la irrupción de la extrema derecha o por la creciente desigualdad e injusticia global. Todos los datos apuntan a un «agotamiento sistémico» cuyo síntoma más evidente es el cansancio que parece mostrar el capitalismo desde hace más de una década.
En este contexto, resulta en extremo optimista dar por asumidos logros culturales, políticos y civilizatorios que se creía consolidados hasta hace poco, por lo que vale la pena repensar de manera radical para las próximas décadas los supuestos (económicos, ecológicos, geopolíticos, culturales, pedagógicos) asumidos acríticamente como telón de fondo de nuestras vidas. Porque incluso si, como muchos sospechan, estamos ante el amanecer de un sistema completamente distinto al que conocimos, no hay garantías de que lo que finalmente acabe por triunfar se parezca más a nuestros sueños políticos que a nuestras pesadillas. Lo fascinante de la encrucijada a la que nos enfrentamos es que sabemos que el pasado quedó atrás para siempre y no volverá, pero aún no somos capaces de vislumbrar qué será lo que lo sustituya.

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La segunda circunstancia confío en que pueda redimir a la primera, en el fondo tan cobarde e inconfesable. Y es que los ensayos que se reúnen aquí fueron escritos bajo el estímulo intelectual que supuso una sacudida semejante a la que ahora estamos viviendo. La crisis de 2008 y lo que ella desató en España y en el mundo (del 15M y las revueltas del año que soñamos peligrosamente, al reflujo dextropopulista en el que se encontraba sumido el mundo en 2019 con Trump, el Brexit, Bolsonaro, etc.) se solapó en mi caso con la lectura de un libro que logró lo que imagino que todo autor desea en su fuero interno sin lograrlo casi nunca: cambiar por completo la vida de los que lo leen. En mi caso ese libro fue La ley de la entropía y el proceso económico, de Nicolás Georgescu-Roegen. Se trata de un libro de 1974, por lo que lo primero que uno debe hacer es entonar un mea culpa y preguntarse cómo es posible que ese libro, tan crucial para comprender lo que nos pasa, tardara tanto tiempo en caer en mis manos. Es un error imperdonable, pero que afortunadamente subsané, aunque fuera con cuatro décadas de retraso. (Solo me consuela pensar que en las facultades de Economía ese libro sigue estando hoy tan oculto como lo estaba el segundo libro de la Poética de Aristóteles para los monjes de la abadía de El nombre de la rosa).

Antes de la lectura del libro de Georgescu-Roegen me contaba entre el tipo de personas para las que el alcance del desafío al que nos enfrenta la crisis ecológica no era más que un ruido de fondo que llegaba de vez en cuando desde los medios de comunicación; un zumbido más o menos molesto que nos importuna con ocasionales admoniciones, pero que era posible ignorar en nuestra vida cotidiana. Después de su lectura comencé a entender el verdadero alcance de la fractura metabólica en la que está instalada nuestra sociedad moderna. Fue la manera en que mi sensibilidad materialista cobró conciencia de eso que acostumbra a decir Jorge Riechmann: que «basta hacer números durante diez minutos para saber que esta civilización está condenada». Ese libro de Nicolás Georgescu-Roegen fue el equivalente de mis diez minutos de echar cuentas. Después vendrían los minutos y horas que eché con los libros, charlas y conversaciones con el propio Riechmann y Emilio Santiago Muiño, que me permitieron entender las implicaciones macroeconómicas, geopolíticas y morales que para una cultura fosilista como la nuestra iba a tener el colapso energético hacia el que nos dirigimos. La deuda intelectual que tengo contraída con ellos quizá no sea tan visible en lo que sigue como me hubiera gustado, pero aprovecho este exordio para reconocerla humildemente.

Como resultado de todo ello una certeza se clavó como una idea fija en mi mente: el desafío ecológico y la crisis climática a los que nos enfrentamos eran y son, por decirlo orteguianamente, «el tema de nuestro tiempo». Y la superación del capitalismo, la condición de posibilidad que nos permitirá poder seguir teniendo un futuro como especie. (Todo lo cual hace que sea aún más culposa la frivolidad y miopía intelectual de tantos departamentos universitarios de Filosofía, de cuyos seminarios no pocas veces se escapa la convicción de estar desarrollando una imprescindible «ontología del presente» cuando las más de las veces nos pasamos los días cultivando con rara pasión ese vicio intelectual que podríamos denominar la «impostura puntillista»: esa portentosa capacidad para establecer minuciosas y sutilísimas distinciones conceptuales que carecen por completo del más mínimo alcance práctico o existencial).

Así pues, si me decido a entregar estas páginas a la imprenta, es sobre todo porque fueron el producto de una atmósfera emocional que se parece a la que nos ha tocado vivir en estos meses y cuyas preocupaciones la crisis del coronavirus no ha hecho sino agudizar. Aquellos años comparten con los tiempos que vivimos su pesadumbre pero también su esperanza. Pesadumbre, porque podemos imaginar el dolor que la crisis económica grabará una vez más en los cuerpos más vulnerables de nuestros conciudadanos y por saber que la terrible crisis por la que hemos atravesado estos meses es en realidad algo que hubiéramos podido anticipar de un modo u otro (y ahí están desde las charlas TED de Bill Gates hasta los artículos científicos publicados por investigadores de la Universidad de Hong Kong que ¡ya en 2007! advertían de la posibilidad de una pandemia generada por un virus que saltara de animales a humanos). Y por supuesto, si echamos la mirada mucho más atrás, pesadumbre porque nada de lo que sabemos desde la publicación del informe Los límites del crecimiento —y que en cada una de sus actualizaciones ha ido confirmando con sorprendente exactitud sus peores presagios— nos ha hecho modificar un ápice el rumbo del barco. No hay razón para pensar que esta vez será diferente. Por todo ello, mi confianza en que acontezca ese cambio gestáltico necesario que nos permitiera ver en sus perfiles más nítidos e intimidatorios el futuro que se aproxima si continuamos como hasta ahora es —para decirlo con la sinceridad que merece quien lea estas páginas— como mucho modesta. Y, sin embargo, tampoco puedo negar que conservo aún algo de esperanza, una esperanza que la terrible prueba a la que el coronavirus nos está sometiendo sorprendentemente ha hecho renacer al ver la explosión de solidaridad anónima que la crisis ha desatado. Esa esperanza obliga a dejar abierto un resquicio a la posibilidad de que como especie un día estemos a la altura de la dignidad moral que nos atribuimos en nuestros momentos de más exaltado entusiasmo.

Ese es, pues, el modesto motivo que podría justificar estas páginas después de todo. Y en todo caso, con ellas nada desearía menos que pasar a formar parte de ese ejército de intelectuales que han visto en la crisis del coronavirus una exacta y sorprendente corroboración de lo que ya sabían previamente (ya fuera confirmar como el estado de excepción se ha convertido en paradigma de normalización gubernamental de nuestras sociedades, en constatar el control biopolítico y farmacopornográfico de biovigilancia de los cuerpos a los que nos somete el poder o reconocer el sonido de las trompetas que anuncian un inevitable comunismo por venir). Lo peor que le puede pasar a la filosofía, allí donde su importancia y seriedad se ven amenazadas hasta quedar en ridículo, es que deje ver a las claras que pase lo que pase en el mundo, sus certezas siguen siendo las mismas que eran antes. No podría sumarme con más entusiasmo a las palabras que en medio de la crisis José Luis Moreno Pestaña lanzaba desde una tribuna de prensa: «En la crisis en la que nos encontramos existe un buen mecanismo para distinguir a un buen experto: dirá que se ha equivocado. También a una persona reflexiva. Dirá: esto que hicieron los míos no estuvo bien. Al que no, táchenlo de la lista de gente a confiar: es un patán asertivo que siempre tiene razón» 8 .

A pesar de todas esas salvaguardas y precauciones, no es imposible que todo lo que se diga en las páginas que siguen ya hubiera sido dicho por otros y mucho mejor. En ese caso, me gustaría pensar que me salva del pecado funesto de la redundancia aquello que dijo André Gide: «Todas las cosas ya fueron dichas, pero como nadie escucha es preciso repetirlas cada mañana».

Madrid, 11 de abril de 2020

1.Eternify ( https://eternify.es), una joven empresa tecnológica del sector funerario, puso su grano de arena contra el coronavirus ofreciendo de forma gratuita mientras duró el estado de alarma, un servicio de velatorio telemático para ayudar a los familiares de los fallecidos a sobrellevar el duelo. Tras el final del confinamiento el servicio volvió a ser de pago.

2.Wall Street Journal, 3 de abril de 2020, https://www.wsj.com/articles/the-coronavirus-pandemic-will-forever-alter-the-world-order-11585953005.

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