Fernando García Pañeda - Agonía y esperanza

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Frédéric Heywood y Anna Wellesley son dos jóvenes alegres, ingeniosos y con ganas de comerse el mundo. Reconociéndose como hechos el uno para el otro, vivieron su amor incondicional durante unos meses de felicidad sin límite. Pero los condicionantes sociales de ella, perteneciente a una familia acaudalada y aristocrática, la llevaron a romper su relación con un simple aspirante a escritor de clase media.
Varios años después, las circunstancias han cambiado. Frédéric se ha convertido en un escritor de éxito. Por su parte, los Wellesley, cuyas empresas han quebrado por efecto de la crisis financiera, se encuentran arruinados y viviendo más de su nombre que de sus escasos ingresos.
Al reencontrarse ambos a las puertas de Venecia, donde ambos van a residir durante algún tiempo, Frédéric se debate entre el resentimiento que ha sentido durante esos años de separación y un sentimiento que remueve su interior y no sabe interpretar.
Agonía y esperanza es una historia romántica de elegancia emocional, de madurez anímica y segundas oportunidades relacionado de manera implícita con la íntima y conmovedora Persuasión; por eso el autor mantiene su mismo tono melancólico y un estilo cuidado y elegante, como homenaje y respeto a la obra de Jane Austen.

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Lo mejor sería apurar el momento, dejarse llevar hacia el lado jovial realzado por el buen tiempo y la brisa adriática. Regresar al silencio mental. Vivir... Todos ellos propósitos frustrados, como tantos otros, porque después de dejar de lado la iglesia del Spirito Santo y cruzar el puente de Ca’ Balà chocó de frente contra una imagen en la que tropezaron sus resoluciones.

Un embarcadero. Sentada de espaldas a la fondamenta, con las piernas colgando hacia el agua, sobre el brillo estelado del sol de media tarde en el canal. Quieta. Mirando hacia el Bauer en la Giudecca. De espaldas y con el cabello domado en la trenza que tanto le gustaba lucir, siempre reconocible para él.

Era Anna con su figura estilizada, hermosa en su quietud dibujando su perfil elegante a contraluz del agua refulgente del atardecer. Y es que no era difícil imaginársela en ese lugar de sus paseos, confidencias y proyectos que lanzaron al futuro envueltos en un velo tejido con manos enlazadas, besos encadenados o helados compartidos.

El escozor de la cicatriz crecía en todas direcciones, por lo que Frédéric decidió en ese momento no fascinarse de nuevo, no admirar ese pasado anhelo, no hacer caso de la aparición y el presentimiento; dio media vuelta, aunque sin saber qué hacer. Al principio se quedó paralizado, pero después emprendió el camino, alejándose sin rumbo fijo. Fue casi una huida. Trazó sin saberlo una línea de fuga por la Fondamenta Fornace hacia el Canal Grande, mientras rumiaba sin poder digerir su encogimiento, que terminó en la amargura dulce de un spriz repetido.

Quizá si hubiera visto la mirada perdida de Anna, si hubiera sabido que detrás de su mirada estaba él; quizá si hubiera sabido que pensaba también en esos encuentros habidos en los días anteriores, en el porqué de su gentileza en su primer encuentro, en la desconcertante aunque lógica frialdad posterior; quizá si hubiera descubierto una gotita rebelde que se escapó de sus ojos —y ella enjugó con un encrespado gesto de su diestra—, se habría detenido a leer la carga emocional que llevaba esa lágrima y no habría huido de manera tan cobarde.

***

—¡Frédéric! Al final has venido.

La voz de Luigina Rylands, cantarina y entusiasta, se apartó de las conversaciones de su animado grupo nada más verle aparecer por la azotea ajardinada en el edificio de la Colección Peggy Guggenheim y se le acercó para plantarle dos besos.

—Dije que lo haría, ¿no? —respondió él con una sonrisa.

—Sí, es verdad. Pero como tu hermana comentó que no te entusiasman estos jaleos y estabas tardando en venir, pensaba que habrías cambiado de idea.

—Lo que no dijo Fanny es que cuando me comprometo a algo, lo cumplo.

—No hay muchos así —dijo ella bajando la voz y los ojos chispeantes después de unos segundos de vacilación—. O al menos yo no los he conocido.

—Me temo que así es. Por cierto, estás guapísima con ese vestido, Gina.

—Y tú eres un cielo, Fred. Eres encantador.

Frédéric había sido invitado a la cena de gala organizada por Venetian Heritage en una de las terrazas más exclusivas de la ciudad, si no la que más, a través de los Rylands. Mucha profusión de títulos, de excelentísimos, ilustrísimas e incluso alguna alteza real. Mucho despliegue de brillos y vanaglorias siempre insatisfechas. Conversaciones sobre presentes y ausentes reiteradas en los últimos dos años, desde que la crisis financiera abatió algunos pedestales que parecían inamovibles y dejó otros al descubierto.

Frédéric descubrió sin tardar al vizconde Wellesley entre los presentes. Lanzaba una de sus refinadas ponderaciones a un grupo de iguales, entre el que se encontraba su hija Lesa y al que pronto se añadió Maria con su esposo Giovanni. Así que, algo más agitado de lo que hubiese querido, previó un nuevo encuentro, inesperado en tal ambiente, con Anna. «Por lo menos ahí no la encontraré, se dijo al recibir la invitación», porque en los dos días pasados desde que la vio en la Zattere procuró esquivar los lugares que asumieron como propios mientras estuvieron juntos.

Luigina le pidió acercase a donde se encontraban su hermano y su cuñada.

—Me gusta que seáis amigos —añadió en tono de confidencia.

—Bueno, yo soy amigo suyo, pero no sé si él me tendrá en el mismo concepto después de todas las bromas que me aguanta —replicó él.

—Por lo que he visto de ti hasta ahora, sois muy parecidos en ideas, en carácter... E igual de apuestos.

—Y los dos nos dejamos convencer por mujeres encantadoras para acudir a entretenidas ferias de vanidades.

—De lo cual no sabes cómo me alegro —Luigina le miró con un aire travieso mientras llegaban a la altura del grupo, en el que peroraba sir Wilson.

—Claro que no. Ya no son lo que eran las fiestas venecianas, por eso únicamente asisto a las que organiza la Heritage. No, ya ni se me ocurre ir a las que organizan mis compatriotas de Venice in Peril, ni por supuesto a las americanadas de Save Venice. Están infestadas de arribistas, nuevos ricos y gente sin el menor gusto por el arte ni mucho menos por Venecia, pero les sirve para darse aires ante los de su clase. Son horribles, amigo mío, insoportables. Creo que nadie se tomará la molestia de enseñarles que el dinero no es un pasaporte para la elegancia, y que sólo les sirve para que les permitan contemplar de lejos la verdadera distinción de espíritu que diferencia a los seres realmente refinados del resto de la especie.

El vizconde echó una ojeada a Luigina y Frédéric en la que se traslucía un juicio sumarísimo con el veredicto de ser clasificados en el grupo de los indignos de estar en esa fiesta, sin que a éstos les importara mucho, él por desprecio y ella por inconsciencia. Sin embargo, mientras la prédica continuaba ante un auditorio satisfecho y aquiescente, los Rylands acogieron con agrado a la pareja; formaron discretamente un aparte y se enzarzaron en una conversación ligera y rápida sobre arribismos y vanidades hasta que se empezó a llamar a la cena.

Imaginaba Frédéric, complacido y sin error, que estaría sentado en la misma mesa que los Rylands; pero tuvo que ocultar su contrariedad al verse también junto a los Wellesley, muy ufanos éstos al verse rodeados por un selecto grupo con la contessa viuda Contarini, un coronel retirado con su esposa y algún otro aristócrata «del Continente», al que los escritores y sus parejas daban la guinda pintoresca.

Como no podía ser de otro modo, sir Wilson llevaba la batuta de lo que se decía, se valoraba y se juzgaba, con acotaciones aprobadoras de sus compañeros de mesa más cercanos. Todo lo sometía a su juicio y dictaba sus sentencias de forma inapelable, desde la literatura universal hasta las tácticas militares

—Yo ya no leo contemporáneos, sólo me limito a releer a los clásicos. Hay tantos... ¿No es verdad, Lesa? ¿No opinas tú lo mismo? No, no me avergüenzo de reconocer que no estoy en absoluto al tanto de los nombres literarios actuales, ni conozco sus obras. Y ciertamente, espero que me perdonen estos dos ilustres escritores que nos acompañan, pero teniendo una biblioteca compuesta casi exclusivamente por las grandes obras de siglos anteriores se hace un tanto cuesta arriba ponerse a discernir lo bueno y lo malo de entre la pléyade de nuestros tiempos. ¿No están ustedes de acuerdo? Cuanto más miro las mesas de novedades, abigarradas a más no poder y con productos de lo más variopinto, más admiro mi colección de clásicos.

Lo cierto es que después de dejar salir su discurso durante un buen rato del mismo modo, Frédéric observó que ni siquiera había citado a uno de los tan cacareados clásicos. Estuvo a punto de preguntarle por sus favoritos, pero lo dejó correr en el último momento.

Más tarde, el ínclito vizconde pasó a enlazarse en un debate sobre las diferentes tácticas seguidas por los ejércitos aliados en las Guerras del Golfo con el coronel retirado que tenía a su derecha, quien, si había que creerle, había tomado parte en la primera de aquellas guerras como oficial de la 1st Armoured Division. Frédéric desconectó por completo de la cháchara entre Churchill y Montgomery no sólo porque le resultaba profundamente soporífera, sino porque su emisora cambió de frecuencia al escuchar a Maria:

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