Jorge Ayala Blanco - El cine actual, confines temáticos
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La libertad hueca
Algo así como un buen tipo (En ganske snill mann)
Noruega, 2010
De Hans Petter Moland
Con Stellan Skarsgard, Bjorn Floberg, Bjorn Sundquist
En Algo así como un buen tipo, octavo largometraje del expublicista osloense rebosando proyectos rodados en condiciones extremas de 55 años Hans Petter Moland (Cero grados Kelvin, 1995; Los mejores mueren jóvenes, 2002), con guion de Kim Fupz Aakeson, el apacible hombrón recién excarcelado tras purgar una condena de 12 años por homicidio pasional Ulrik (Stellan Skarsgard) ve con pasmado asombro cómo su vida es ahora regida y zarandeada por las deudas contraídas con el viejo compinche de su exbanda robacoches Jensen (Bjorn Floberg) que autoritariamente le condena a una asesina venganza inútil contra el ahora hipervigilado soplón que lo delató, por la redonda anciana brujeril Karen Margrethe (Jorunn Kjellsby) que le proporciona caritativo alojamiento y cena con sexo exprés en su pensión sólo para sentirse con derechos sobre él, por el dueño de taller automotriz pronto en coma diabético Sven (Bjorn Sundquist) que le concede empleo digno como mecánico pero le prohíbe tocar a su promiscua secretaria que no tardará en seducirlo, y por la olvidable ex que lo pone en la ruta del hijo ya adulto con quien él intentará un difícil acercamiento, pero, si bien fuera de sí, el excluido cincuentón infeliz pistola en mano le perdonará la vida a su delator pobre diablo y acribillará a su protector presionante. La libertad hueca va tendiendo lenta, parsimoniosa, cerebralmente las bases y redes narrativas que conforman una casi hipotética comedia criminal sarcástica sobre las relaciones de fuerza cotidianas, la cobardía social, la voluntad de dominio y el abuso afectivo, cuyo tenso armazón, en apariencia baldío, se puebla de falsos amigos en simbólico despoblado invernal, aullantes cogidas bestiales por manipuladora iniciativa de horrendas hembras escandinavas desalmadas tan antisensuales como posesivas y ebrias de poder, codiciados automóviles omnipresentes de insultante presencia, la detalladísima compra clandestina de una pistola ultrasofisticada bajo la guía de un enano ojete gobernado por un tirano y una alevosa ausencia de música en lo que parece un gigantesco film-momento muerto. La libertad hueca se llena también, a contracorriente, con toques de humor fino y gags apenas insinuados al borde de la farsa cómplice: reprimida índole brutal que se abstiene contemplando un humillante asalto callejero pero se desenfrena tundiendo al golpeador de una inerme, manifiestas interdicciones de fumar por todas partes (hasta siendo apuntadas por un revólver), juguetes que funcionan de repente, golosinas que terminan ofrecidas a otra destinataria imprevista, equívocas flores golpeadas que acabarán deshojadas o efusivas gracias del perdonado ante su esposa acogedora y su hijito asmático. Y la libertad hueca ha consistido ante todo en dejarse llevar por la frialdad inhumana y la amargura de los otros más que por la propia, en ceder a los deseos ajenos más que a los propios inexistentes, hasta compartir la feliz risa plena con un chatarrero aplastacadáveres.
La pudrición perdedora
Atrapen al gringo (Get the Gringo)
Estados Unidos, 2012
De Adrian Grünberg
Con Mel Gibson, Kevin Hernández, Daniel Giménez Cacho
En Atrapen al gringo, debut del veterano asistente de dirección Adrian Grünberg (en especial del Traffic de Steven Soderbergh, 2000, y del Apocalypto de Mel Gibson, 2006), con guion suyo en colaboración con Stacy Perskie y del productor-actor omnipotente australiano en decadencia Mel Gibson, un criminal gringo sin nombre ni huellas digitales cuyo botín codician todas las bandas binacionales (Mel Gibson por supuesto) va a dar a la pútrida prisión-digest mexicano El Pueblito en cuyo hacinamiento clasista, del invivible suelo congestionado al casino para magnates, se enseñorea nuestra corrupción nacional, en la persona colectiva y en el mandato del cruel hampón regenteador pero solicitante de trasplante de hígado Javi (Daniel Giménez Cacho), pero de donde saldrá victorioso el Gringo gracias a la ayuda de un niño hiperenvilecido (Kevin Hernández) y su madre abofeteadora finalmente ofrecida (Dolores Heredia). La pudrición perdedora lleva al más tradicional cine carcelario (el de brutalidades, transas y fugas y hazañas prodigiosas) a niveles de exotismo (como antes lo fueron las prisiones turcas o las españolas) y devastación extremas, con una ambientación perfecta, nada menos que en una pintoresca cárcel tijuanense realmente existente, aunque reproducida en una baldía prisión veracruzana, y fotografía virtuosa de Benoît Debie en el linde pesadillesco de la fantasía negativa. La pudrición perdedora tiene el acierto, iniciado en el neothriller de acción autoconsciente y ostentosa en su jaladez por Steven Soderbergh y Tarantino, de trabajar sus escenas más violentas como verdaderos chistes visuales o gags neoclásicos, providentes y aprovechables en beneficio propio, en complicidad con la (falta de) inteligencia del espectador: gags-guía como el parón de cámara al estrellarse contra el cristal frontal el desangramiento del compinche payaso baleado en el auto antes el prepotente arrancamiento de su propia máscara del superhéroe gringo (que la verdad se veía más convincente con su cubierta) comenzando a tirar displicente rollo ciniconarrador en perpetuo off invasivo, gags folclóricos como la tortura-mariachi con 500 horas ininterrumpidas de canciones rancheras escupidas por altavoces a todo volumen, gags inasimilables como el rastro explosivo dejado propositivamente por puestos / suelo / paredes cual pizpireto catsup blancuzco embarrado, gags alevosoburlones del supuesto telefonema motivador de Clint Eastwood, gags cultos como el cuadro quizzgeométrico de los nueve puntos para ser unidos con cuatro líneas resuelto con dos traviesas granadas de mano y un coqueto paraguas predispuesto, gags heroicos por el odio como la tortura de fieros toques eléctricos a la sacrificial madre con el cuerpo mojado que aún tiene orgullosas fuerzas suficientes para escupir al torturador desde su garganta seca, gags quirúrgicos como el trasplante de hígado de ida y vuelta simultáneo al desalojo masivo de la prisión-aldea. Y la pudrición perdedora demuestra que para pasar de perdedores a ganadores sólo se necesitan cálculo, distancia, humor y las virtudes innatas de la raza superior en contraste con el único problema real de la raza inferior, que es mantener vivo a un vampirizable donador forzado de hígado necesario / irremplazable y su extraña sangre bambi única en un millón.
El naufragio social
Elena (Yelena)
Rusia, 2011
De Andréi Zviáguintsev
Con Nadezhda Márkina, Andréi Smirnov, Alekséi Rozin
En Elena, tercer film cuadrianual del multigalardonado ruso exsoviético de 47 años Andréi Zviáguintsev (El regreso, 2003; La prohibición, 2007), con guion suyo y de su colaborador habitual Oleg Neguin, la devota matrona exenfermera sexagenaria Elena (Nadezhda Márkina) vive desde hace años en la gloriosa rutina del confort opulento, en contraste con su hijo desempleado borrachín lleno de urgencias imposibles de satisfacer Serguéi (Alekséi Rozin), gracias a haberse casado en segundas nupcias con un expaciente próspero, el acaudalado viudo septuagenario aún sexualmente activo Vladimir (Andréi Smirnov), pero cuando éste sufre un infarto y decide heredarle su fortuna a su reventada hija hedonista Katya (Yelena Liádova), la humilde mujer decide ultimarlo con una sobredosis de viagra y hacer que toda la familia de su hijo inútil ocupe el lugar del difunto tacaño en su lujosa mansión-depto high-tech. El naufragio social hace el elogio a un homicidio justificado, resentido y revanchista, sin mácula de ironía ni pathos mayor, al extender la acre tipología del poscomunismo soviético hasta sus nuevas criaturas contradictorias, ambiguas, negativas, calculadoras, irresponsables a rabiar e impotentes, en la efigie nuevo rico actual de ese viejo cínico identificado / reconciliado in extremis con su hija ojeta, o del valemadrismo femenino de estas jóvenes anarcas producto de la corrupción colosal, el envilecimiento derivado del desalentador desempleo generalizado, el privilegio de estudiar en la universidad ganado pese a la mediocridad que sobrevive a ruines madrizas pandilleras, y así. El naufragio social se sitúa en algún bárbaro lugar inquietante entre el cuento cruel y la fábula abierta, entre la clásica tragedia shakespeariana (El rey Lear a la cabeza) y el pretelenovelero melodrama de herencias disputadas, entre el naturalismo sórdido y el hiperrealismo lívido, entre la semifantasía simbólica y el rigor minimalista, entre la asesina por omisión medicinal Bette Davis en La loba (Wyler, 1941) y la envenenadora liberacionista Emmanuelle Riva en Thérèse Desqueyroux (Mauriac-Franju, 1962), con severa andadura de gran obra minimalista, duro régimen de tiempo estancado, fotogenia hipnótica conseguida mediante desenfoques / reenfoques, cálida música repetitiva mesmericoacezante de Philip Glass para remarcar los puntos dramáticos clave y leitmotiv del nietecito bebé en solitario riesgo de adoptar la posición erecta de la malvada innata amenaza humana sobre un colchón. Y el naufragio social demuestra que es también personal y metafórico al encerrar en su estructura circular a toda una situación nacional, merced a las evanescentes ramas de un árbol circundando la inalterable e insultante depto high-tech repoblado por el aquí no ha pasado nada.
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