Jorge Ayala Blanco - La disolvencia del cine mexicano

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La disolvencia del cine mexicano es el cuarto volumen de ensayos de Jorge Ayala Blanco, al cual anteceden La aventura, La búsqueda y La condición. El presente es un estudio detallado del significado cultural del cine nacional que abarca la segunda mitad de los años ochenta. Dividido en ocho partes: «La nueva generación de cómicos», «El aplauso rosa», «Elogio a la violencia», Un punto de vista de autor popular", «La ambición documental», "Lo exquisito propositivo, «Un punto de vista de autor exquisito» y «La mirada femenina», los textos aplican la «disolvencia», en términos cinematográficos, fundiendo distintos e inteligentes enfoques y miradas del autor a lo popular y novedoso del cine nacional de esa época.

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Entre ellos reina Zayas porque él sabe, mejor que nadie, poner la jeta lastimosa para que se la rompan, desarticularse a cada pisada, consumar con euforia los actos más autodegradantes de la tierra, y todo ello dentro de la mayor impudicia, que es su más preclara virtud. Así, de nada le habrá beneficiado a Zayas, en Los plomeros y las ficheras, el haber contribuido como plomero a la derrota de una mafia y haber superado las seducciones travestis de Sasha Montenegro a lo Victor / Victoria (Schünzel, 1933 / Edwards, 1982), convirtiéndose en despótico padrote ejemplar; en la forzada secuela El rey de las ficheras (Los plomeros 2), su desbordado masoquismo lo hará retornar, como en involución regresiva y episódicamente, a su antiguo oficio de plomero, pero todo le seguirá yendo igual de mal, en su afán por destapar coños, más que caños, con herramienta obsoleta, dañada, inservible.

Aprovechado, aunque en el fondo kool-aid hasta lo pedorrón (“Por la voz del enfermo, ya puedes comer atole”), Zayas-Fuensanta huye, saltando como chimpancé, para salvarse de la encantadora de serpientes (Viviana Olivia) que lo invitaba a fornicar en medio de sus ofidios. Luego sale jaloneado por la pinga y con el flácido trasero encueradito corriendo despavorido, al ser descubierto por un celoso marido maricón que lo halló con su esposa (Gioconda) bañándose en la tina, y se le antojó el “joven”. Por último, en su tercera tentativa de coito riesgoso, lamerá como gato faldero a una acongojada ama de casa cuyo calentador supuestamente no funciona, pero que terminará explotándoles, a ella y al mandado plomero, cuando éste ya se encontraba a punto de ensartársela.

Si para ser ídolo de la miseria cómica hay que tener eterna voz aguardentosa y ser flaco, desencajado, reseco, chupado, caralarga, menguante, vetusto, decrépito, agotado, decaído, victimable, desgastado, fofo, fatigado, reventado, macilento, esmirriado, lamido y famélico, la comedia alburera no tardó en descubrir a su héroe ideal, dispuesto a lo que sea, hasta la pérdida y la pudrición. Así sea.

La comicidad decrépita siente nostalgias genéricas de lo que cree haber sido. Y la excitante karateca del cuarto riesgo buscado (Princesa Yamal) manda al protagonista a patadas hacia atrás del encuadre, para que rasgue el escenario de papel. Sucios, malos y feos, los gags y otros recursos visuales de El rey de las ficheras, más que significar como puntos fuertes de la ficción, sobrevienen como malogros, reveses y desinfles. Pero, de improviso, nuestro alicaído plomero expadrote entra albureando a un taller de carpintería y el golpeteo de los martillazos hace que se le enderece la suerte bajo el pantalón, lo felicita su amigo el Pelón tirado al pie de una mesa, el hombre felizazo acorrala a una ayudanta contra los mingitorios y, cuando aún no ha acabado de ridiculizarse a sí mismo con el brasier ajeno puesto como gorrito, ya está violando jubilosamente a la muchacha, humilde trabajadora pero tan dispuesta como todas las hembras del mundo para auxiliar a ese vergonzoso de vergón soso. Pronto, nuestro redimido superhéroe sexual podrá disputarle la hegemonía al Rorro, hasta degradarlo a esclavo de mandil con inscripción (“Propiedad de Rigo Fuensanta”), tras anotarse 37 cogidas en un maratón “sin límite de mujeres”, por el título de Rey de las Ficheras.

La curación venturosa, el campeonato final y el remate apoteósico suenan muy conocidos. ¿Dónde habremos visto ya todo esto? Efectivamente, en Las ficheras / Bellas de noche 2 (Delgado, 1976), la cinta que dio nombre al género fílmico por excelencia del lopezportillismo, el cine de ficheras, y en donde el sobregirado cinturita el Vaselinas (Eduardo de la Peña, Lalo el Mimo) lograba recuperar su vigor viril cada vez que le aplaudían su hazaña y derrotaba a su adversario cabareteril el Movidas (Rafael Inclán) en una competencia análoga, pues le bastaba con meter tortilleras a batir palmas en un rincón de la alcoba.

Doce años después, con el mayor descaro desaprensivo, los libretistas Francisco Cavazos y V. M. Castro refrieron el asunto, quitando, añadiendo, zurciendo pésimamente aquí y allá, dándole algunos vuelcos para el lucimiento de la cejología de Zayas, eliminando toda la trama del exboxeador Jorge Rivero con su Sasha Montenegro de vuelta a la ficha y demás. Por arte de magia y desencantamiento, un guion prototípico para película de ficheras se metamorfosea en un guion estereotípico de comedia alburera con nalguita. Doce años de genérico deterioro no pueden estar equivocados, y el cine popular, más dañadazo que nunca, se nutre por autofagia.

Los cómicos decrépitos presentes, Zayas y los dos Flacos (Guzmán, Ibáñez), ocupan ahora el sitial que antes poseían las ficheras. Improvisan con estridencia y disuenan a sus anchas, pero es sólo para volver más obviamente invasoras las abundantes subtramas parásitas del film: el deprimente show lumpen de una estragada Corcholata (Carmen Salinas) con pelos punk escupiendo demagogias priistas contra los sacadólares y chantajeando al juez hipocritón de una comandancia policial, el romance azotado entre el etílico dueño del cabaret (Pedro Weber Chatanuga) y una exfichera ascendida a patrona (María Cardinal), o la ronda de un cliente pasita pasita (Arturo Cobo, Cobitos cual nuevo Arriolita) que recibe como obsequio esos senos postizos por él tan chuleados (“Qué ondón, ¡qué ondón!”).

Zayas se ha convertido en el intérprete apropiado de una película rebotada, una película-sombra. Sombra de una sombra, reflejo desvaído de un reflejo descompuesto, remedo de un remedo sin remedio, nostalgia infrafílmica de una nostalgia carpera. Todo cabía en el cine de ficheras sabiéndolo acomodar (sketches, encueres, albures, morcilla, muletillas con frases de publicidad televisiva); lo mismo ocurre en su póstuma reconversión genérica, pero en tonos aún más rudimentarios, todavía más carentes de convicción. Escombros de subnormalidad, pellejos y nervios sin carne maciza ni buche, ruinas, polvo, nada, apurada nada.

El discurso de la comicidad decrépita se solaza y expande con las trabazones de su honda impotencia. Durante dos terceras partes de El rey de las ficheras la flacidez fálica en sí está en el centro del arrobamiento discursivo. Zayas habla dolorosamente de su miembro (“Ahora sólo sirve para llenarme de vergüenza”) y, no satisfecho con haberse albureado solo, le habla como a un prójimo al estilo Moravia (“Si nacimos el mismo día”), lo ve flotar en una tina de infructuosa agua caliente confundiendo el hecho con la erección ansiada (“Mira, se está levantando”), filosofa con distingos aristotélicos entre el miedo (“La primera vez que no puede echarse el segundo”) y el pavor (“La segunda vez que no puede echarse el primero”), y hasta alburea en términos de plomero como si hubiera asumido esa inoble condición social (“No sólo picándolo se destapa”). Y en la última parte del film, la obsesión por la rediviva energía fálica se utiliza íntegra para satisfacer un narcisismo infantil, pero jamás para liberar flujos por sí mismos o con finalidades eróticas más allá de la proeza genital (“Es un monstruo” / “Es lo que usted chupone”).

A medias tapado con las sábanas, el padrote feliz intenta diez posiciones insostenibles con su pareja en cámara rápida, recibe las bofetadas que le propina con sus tetas de globo una nenorra silicona y deja pasar a su alcoba maratónica chamaconas de dos en dos, para desmayarse entre una espesura selvática de tetas y nalgas, mientras se oyen los carpinteros puestos a clavetear cajas en la habitación contigua y el pene de su rival se pone a saludar espontáneamente por debajo de una colcha. Pero acaso esos escarceos espectaculares estarían incompletos sin aquella caricia secreta al culo del mesero al pasar, que incita a ensoñar al Rorro con sólo olerse el dedo, en un gesto de vacío vicio desfallecido.

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